– ¿Ya lo sabe? -pregunté recuerdo que con un hilo de voz.
El tío Armando se encogió de hombros.
– ¿Y quién lo puede decir? Nos parece que sospecha algo, pero nada nos ha dicho. Nunca ha sido muy comunicativa, especialmente con nosotros. No creo que le parezcamos muy interesantes…
– ¿El tío Adolfo le parece poco interesante, un poeta famoso como él? -Me di cuenta del menosprecio hacia ellos implícito en mis palabras-. Uy, perdona, tío. No quería decir que tú y la tía…
Levantó una mano sonriendo.
– No, no, ya lo sé, ya lo sé. Sé lo que quieres decir: si a María le gustan la fama y las gentes famosas, se sigue que Adolfo Anglés debería ser para ella algo así como un Dios…
– Y en realidad, vosotros también. Tú, sobrino de un zar…
– Bah. Nunca hice alarde de ello. Nunca me interesó gran cosa el color de mi sangre y además en Méjico, cuando yo llegué, lo importante era la revolución bolchevique. Todo el mundo estaba de parte de quien estaba salvando al pueblo ruso y no de parte del hijo de uno de los explotadores. -Sonrió-. María y Adolfo nunca se han llevado bien. Ramona dice que, desde pequeños, se tenían antipatía instintiva. A María le parecía que Adolfo era un bohemio sin futuro y a Adolfo le parecía que ella era una sinsustancia. Ya ves. Luego acabaron ambos en Méjico… ¿Sabes? Hay dos clases de Anglés: los unos son todo corazón y los otros, todo convencionalismo. No diré que todo cabeza, porque tu padre, por ejemplo, es una bella persona, nada calculadora, aunque tan rígido y tan honrado que no hay cosa que suavice su inflexibilidad. No, es María. María es distinta. María es… como la piedra.
– ¿Pero por qué podría ella querer que Carlos y yo nos separáramos, si es evidente que nos queremos y no hacemos mal a nadie? ¿Qué más puede ella querer que la felicidad de su hijo?
El tío Armando meneó la cabeza.
– Ay, África, ella quiere el prestigio social, la gran familia rancia de Méjico, un título español antiguo -separó las manos con las palmas hacia arriba-, la gloria…
– Y yo soy…
– Y tú, que eres bella y adorable y buena, no eres nadie. Una prima, la pariente pobre. Una separada. Fíjate que creo que María instintivamente piensa en ti, ahora que te has convertido en una amenaza para ella, como en alguien francamente inmoral. ¡Ha!, una divorciada. Como si tuvieras la culpa…
– Pero ¿qué podemos hacer?
– Daros prisa, chamaquita -dijo la tía Ramona desde la puerta.
Me di la vuelta sobresaltada. Debía de llevar un rato largo escuchándonos porque estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados. En la mano derecha tenía un cigarrillo manchado de carmín y a medio fumar. Me puse de pie y fui hacia ella. La abracé.
– Ay, tía, Dios mío, ¿qué podemos hacer?
Me separó sujetando mis brazos con sus manos.
– Pues ándele, mijita, lo que tengáis que hacer, lo hacéis bien aprisa. Pero, sobre todo, se lo tienes que contar a Carlos. Es tan pánfilo que es capaz de no haberse dado cuenta de nada. No lo dejes para muy tarde que esta pinche de hermana mía es capaz de todo.
Pero ya era tarde, Javier. Ella ya lo sabía y ya había decidido destruirnos. Y yo volvía a lo que era propio de mi vida. Salía del espejismo.
En realidad, la tía María debía de pensar que le más sencillo era conseguir que yo me volviera a Madrid: si su hermano, mi padre, me había sometido con facilidad, obligándome a volver a su casa después de mi matrimonio fracasado, enterarse de que yo estaba teniendo una aventura con mi primo hermano produciría en él una reacción aun más fuerte, más firme, porque a cualquier otra consideración se antepondría el escándalo moral, el concubinato público, qué sé yo, lo primero que se le pasara por la cabeza.
Ahora que han transcurrido tantos años, y que lo veo todo con la distancia del corazón roto, comprendo que en las consideraciones de la tía María no sólo pesaba un esnobismo desenfrenado, sino que sentía celos, un amor posesivo de madre que hacía que estuviera dispuesta a impedir a toda costa que nadie le quitara a su hijo Carlos. Y yo se lo había quitado, había hecho que Carlos pusiera a su madre en un segundo plano. ¿Complejo de Edipo? ¿Complejo de Edipo al revés? No sé. Sólo sé que ella no podía tolerar que alguien fuera capaz de relegarla a un papel que no fuera el de periquita absoluta de todas las salsas. Pero ya ves. Como decía tía Ramona, celos o no celos, esnobismo o no, amor egoísta o desprendido, ella iba a destruirme.
Cuando a la mañana siguiente le conté a Carlos mi conversación de la madrugada con el tío Armando y las advertencias de la tía Ramona, se rió. Él era joven, igual de joven que yo, pero, al revés que yo, impulsivo y sobre todo optimista: nada le había ido nunca mal en la vida y pasaba por encima de las contrariedades ignorándolas. Como si no existieran. Podía con todo.
– África, mi amor -me dijo, poniéndome una mano debajo de la barbilla, como si estuviera convenciendo a un niño pequeño-, no existe fuerza en el mundo capaz de separarnos. ¿No lo entiendes? Y ya que mi madre sabe lo nuestro y querrá impedirlo, lo mejor es que vayamos a enfrentarnos con ella de una vez, pongamos las cartas sobre la mesa y le expliquemos que, en lo que a ella respecta, nada de esto nuestro tiene remedio. De modo que se va a tener que aguantar.
– Pero no sabemos si lo sabe. Los tíos creen que sí y me da mucho miedo. ¿No será mejor hacer como que no pasa nada?
– Ya. -Hizo un gesto displicente-. No, mujer. Las cosas claras. Y si no estamos seguros de lo que sabe o deja de saber mi madre, pues vamos a enterarnos, ¿no te parece?
– No sé, Carlos, no sé. Me da miedo.
– Te lo prohíbo, África. Te prohíbo que tengas miedo. Estando yo a tu lado, nada debe asustarte. -Cerró los ojos un momento y, cambiando de tono, añadió-: Mira, tengo que resolver esta mañana unas cosas de La Morucha, nada, una punta de vacas que tengo que comprar, y luego te vengo a buscar y nos vamos a visitar a mi madre. Y si le gusta, bien, y si no, pues bueno. -Sacudió la cabeza con una media sonrisa-. Tenerle miedo a mi vieja…
Las cosas nunca vienen solas, claro.
Aquella misma mañana llegó la carta de mi padre conminándome a volver a Madrid. Era obra de la tía María, lo adiviné en cuanto la leí. Seguramente no había hecho más que deslizar unas cuantas acusaciones veladas sobre mi comportamiento, pero sabía muy bien en qué oído las deslizaba: si la honra de la familia o de uno de sus hijos estaba en peligro, mi padre reaccionaría sin ningún género de duda. Al mismo tiempo se veía que ella había tenido buen cuidado de que la orden de regreso dada por mi padre (extraída a papá, debería decir) no fuera a resultar tan provocadora que, en vez de obedecerla, me hiciera liarme la manta a la cabeza y tirar los pies por alto.
En aquellos momentos yo estaba muy confusa y no acababa de comprender lo que estaba pasando. Pero ahora sé hasta qué punto la tía María había querido ser sibilina y no mostrar su juego: simplemente con contarle a mi padre algunas verdades o medio-verdades cuidadosamente elegidas, había conseguido el efecto deseado sin que nadie sospechara de ella, ni ella tuviera necesidad de enfrentarse con nadie. Mucho más tarde me enteré de que la tía María había viajado especialmente a Madrid (a todos nos había dicho que iba a Buenos Aires; ¡y pensar que Carlos y yo nos habíamos reído diciéndonos que iba a visitar a ese novio que debía de tener en Argentina!) para hablar con mis padres como quien no quiere la cosa y que llevaba tramando mi marcha desde hacía meses. ¿Cómo puede nadie ser tan calculador, estar tan lleno de doblez?
Rompí la carta de mi padre en cuanto la hube leído precipitadamente una sola vez y ya no la recuerdo muy bien. Pero el sentido estaba clarísimo. ¡Cómo había sido manipulado! No decía más que lo que la tía había querido hacerle decir. Debía volver a Madrid porque mi estancia en Méjico no estaba teniendo los efectos deseados, había llegado la hora de que me ocupara seriamente de Martita y nada de llevármela a Méjico, un país ateo y liberal en exceso. Además, tanto él como mi madre empezaban a envejecer y necesitaban de la ayuda de la que mi viaje allende los mares les había privado. Cosas así, Javier, pero escritas en tono tan serio y tan convincente que si yo no hubiera sabido lo que había detrás de ellas, mi mala conciencia se habría resentido de verdad. Mi tabla de salvación fue el amor de Carlos, que para mí era como una roca. ¿Recuerdas la novela Cumbres borrascosas? Seguro que sí; creo que es el único libro que te he recomendado en mi vida. Lo hice porque, aunque tú no supieras la razón, me parecía que describía mi amor por Carlos (en realidad, el amor de que es capaz una mujer) de la manera más expresiva. En un momento de la novela, dice ella: «mi amor por Heathcliff es como las piedras que están debajo: ¡yo soy Heathcliff!» Pues así era mi amor por Carlos y por eso me daba la sensación de que estaba a salvo de cualquier peligro. Y por eso, aquella mañana decidí desobedecer a mi padre por primera vez en mi vida. No pensaba volver a Madrid. Me quedaría en Méjico a luchar por lo único que me valía la pena.
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