Y todo transcurrió según el plan trazado. Llegada a Alicante y comida familiar en La Finca, el que fuera el restaurante favorito de mi madre y donde se sirven, se supone, los mejores arroces de Alicante (arroces que no probamos, ya sabes lo de las manías de mi padre, tu abuelo, pero que sí probaba mi madre cada vez que Eugenia quería agasajarla). Con la comida todavía en el estómago nos subimos en los coches y enfilamos para el segundo velatorio, éste en el tanatorio de Elche, epítome del kitsch ibérico funerario donde los haya y situado en las afueras de la ciudad, en un polígono industrial que se halla en la carretera de Aspe, entre un hiper y una gasolinera presuntamente ecológica (pese a que la expresión «gasolinera ecológica» constituya en sí misma un oxímoron) y rodeado de fábricas de zapatos. A la entrada de este tanatorio hay una fuente medio seca que gotea agua verdosa (el limo podrido de su fondo suelta una pestilencia más densa que la de ningún cadáver), rodeada de arbolitos estragados y famélicos y de cactus rozagantes (si es que un cactus puede ser rozagante, que lo dudo), única vegetación, junto con las palmeras y los aloes, que sobrevive en semejante secarral. Preside la fuente una reproducción de la Dama de Elche, tan escasamente lograda como cualquiera de las otras muchísimas representaciones que el Ayuntamiento ha ido situando estratégicamente por toda la ciudad y en las que la pobre más que dama parece fallera, y tras ella surge el tanatorio, un edificio que parecería de lejos una fábrica más de no ser por los añadidos de estilo neoclásico de su fachada, decorada a base de vidrieras y piedra de granito de colores (un muestrario del sillar de Novelda y una demostración del arte de vidriera alicantino, pero en falso, porque son de cristal coloreado y no de vidrio) al más puro estilo mediterráneo, fachada que queda muy mona y muy alegre pero desde luego para nada en consonancia con el propósito del lugar.
Esta tónica de lo vistoso y lo nuevo rico continúa en el interior, donde sigue el muestrario del sillar granítico de Novelda en todas sus variedades (rosa, azul y granate en suelos, paredes y aseos), una especie de mármol que no lo es, porque es granito, pero que brilla mucho más que si lo fuera, sobre todo el suelo, enceradísimo hasta casi resultar peligroso. Al fondo hay un mostrador de madera pintado de blanco inmaculado en el que nos atendió un señor inmensamente alto como un ciprés y muy delgado, vestido de un negro absoluto e imponente por el contraste con el fondo níveo, un señor, por cierto, que tenía la cara azul (sí, he dicho azul, como un cadáver) y que parecía la viva creación del doctor Victor Frankenstein excepto porque iba muy bien vestido y porque, sorprendentemente, nos atendió con una amabilidad exquisita, muy poco propia de un monstruo. Tras indicarnos la planta y la sala en la que se velaría a nuestra madre, decidimos subir por la escalera de granito, y cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarnos en el primer rellano con una instalación decorativa digna de ser expuesta en Arco, obra de la florista del cementerio y compuesta de todo tipo de capullos, pistilos y pétalos de plástico (ninguno natural) con los colores desvaídos por la pátina de polvo que se había acumulado sobre ellas, y que se vendían por ramos a unos precios exorbitantes. A partir de entonces empezó a resultar difícil avanzar debido a una multitud que colapsaba el primer piso e incluso la propia escalera, hormigueando arriba y abajo como si aquello en lugar de un tanatorio fueran unos grandes almacenes el primer día de rebajas. Más tarde nos enteramos que estaba integrada por los visitantes al velatorio de algún miembro de la familia Paredes, una de las más importantes y conocidas de la ciudad -que se enriquecieron gracias a las famosas zapatillas-, y que constituía una sonada ocasión social en la que se habían presentado parientes, amigos, conocidos y perfectos desconocidos que iban a cotillear. En suma, el pueblo entero. Nos costó dios y ayuda pasar de la primera planta, nos era imposible avanzar por aquel exiguo espacio repleto de gente y, además, teníamos que detenernos cada dos minutos a saludar, y es que nos encontramos con todo Elche, incluidos los amigos que debían de ir a nuestro velatorio pero que se habían quedado en la primera planta atraídos por el bullicio y la irrepetible plana de personalidades allí reunidas.
Por contraste, en la planta segunda reinaba una desolación absoluta, aunque en cuanto se corrió la voz abajo nos llegó una riada de gente que conocía a mi madre o a su familia y que pensarían que bien podían matar dos pájaros de un tiro y asistir en el mismo día a los dos actos. Así que allí se presentaron no sólo nuestros parientes y amigos, sino el carnicero, el panadero, la frutera, la pescadera, el teniente de alcalde y su mujer, la bruja Juli (aquella que le dijo a mi madre que mi padre jamás la dejaría, y a quien la presencia de mi padre le confirmaba lo acertado de su predicción), la mismísima María Dolores Mulá (una pintora famosísima del pueblo que siempre va muy moderna y a la que todos conocíamos de vista o de oídas pero ninguno personalmente, y que sin embargo se mostró muy amable con todos nosotros y muy afligida por la muerte de nuestra madre) e incluso Pepito, el que había sido el florista más popular de todo Elche porque tenía el puesto en la plaza y al que hacía años que nadie veía en ningún sitio. Y así se formó el revuelo en el velatorio y volvieron los comentarios de siempre «pobreta, qué pena, con lo buena mujer que era», «si es que no somos nadie», «unos vienen y otros se van» y «qué guapa es tu hija y cómo se parece a ti» y vuelta a hablar de cuando yo era pequeña y de mis ceceos y mis coletitas. Harta ya de estar harta, que diría Serrat, enfilé para el baño, en donde me encontré con una multitud haciendo cola y además con una señora que por lo visto había hecho noche en el edificio, velando a un familiar, y que estaba en sujetador y con el vestido arremangado hasta la cintura, lavándose los sobacos con una pastilla vieja de jabón que había encontrado en aquel lavabo desportillado.
Me gustaría poder decir que la tristeza se me había agarrado al estómago, pero mentiría. Ni siquiera sé si estaba triste, porque todo resultaba tan desconcertante y surrealista como para pensar que aquello no era sino un sueño, que antes o después volveríamos a la vida real en la que no habría habido ni muerta ni tanatorio. Y lo cierto es que para las diez ya tenía un hambre de náufraga, y no sólo yo, sino toda la familia. La tía Reme se quedó en la sala, porque se empeñó en que no podíamos dejar a mi madre sola y porque estaba enfrascada en una charla muy animada con la Mulá, y nos bajamos a la cafetería. Tu padre decidió volver hacia Alicante, con Laureta y sus niños y contigo. Entendimos que yo debía quedarme a hacer noche, o al menos parte de ella, en el velatorio.
La cafetería estaba hasta los topes y más animada que una rave en Kapital, pues allí estaban todos los que habían ido a acompañar al finado de los Paredes. Supongo que habrían empezado por los cafés, pero después ninguno había podido resistirse a la tentación de los solysombras a un euro veinte y los cubatas a dos cincuenta, con lo que más de uno y más de dos se estaban agarrando una tajada soberana aprovechando que se habían encontrado en el tanatorio con amigos a los que hacía tiempo no veían. Aquí me topé con el primo Gabi, que traía con él a Jaume y a Manolo, compañeros de correrías y aventuras en Santa Pola desde que teníamos ocho años, quienes parecían afectados de verdad por lo sucedido, porque al fin y al cabo mi madre les había hecho en aquellos veranos quién sabe cuántos bocadillos de Nocilla. Nada más vernos, los tres se dirigieron inmediatamente a la mesa donde estaba sentada mi familia a dar el pésame. Tanto mi padre como mis hermanos los recibieron con exquisita corrección (ya sabemos que los Agulló somos muy finos), y sin embargo se notaba cierta tensión en el intercambio de saludos, y es que a Vicente nunca le cayeron bien Jaume y Manolo. Lo cierto es que mi hermano estaría dispuesto a jurar a todo aquel que le escuchara que él de homófobo no tiene un pelo, pero el caso es que tampoco ha tenido un amigo gay en su vida, y ni Jaume ni Manolo van precisamente ocultando su condición. La situación no era tensa en apariencia, pero yo, que conozco bien a mi familia, entendí enseguida que lo mejor era retirarme, así que me levanté de la mesa y me fui a cenar a la barra un pincho de tortilla que compartí con mis amigos y que, a juego con el ambiente de tanatorio, parecía recién embalsamado.
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