A la mañana siguiente Emeterio y Fernando viajan a Letona, se encuentran en el hotel con Jacobo y Andrea. Hablan poco. A Fernando le impresiona la cara desencajada de Jacobo: siempre ha tenido a Jacobo por un chaval activo y extrovertido, ahora de pronto parece ausente, no habla nada. Da la impresión de no entender lo que se le dice a la primera, como si estuviera distraído. Andrea ha venido conduciendo desde Madrid.
De la familia de Emilia nadie sabe nada. De la familia de Antonio, supieron siempre Fernandito y sus hermanos muchas cosas. Lo único que no ha sabido Fernando ahora es cómo ponerse en contacto con ellos. Ya no hay tiempo de ponerse en contacto con ellos, ni siquiera telefónicamente. Fernando decide encargar a Balbanuz que, una vez pasado el entierro, rebusque entre las propiedades de Antonio y Emilia una dirección postal y un teléfono o teléfonos. La idea es que Balbanuz llame a Fernando a Madrid, y Fernando se encargará de ir a verles para darles la noticia. La verdad es que no sabe si la madre de Antonio aún vive, ni dónde andan los hermanos. Pero quiere ser él mismo quien les dé en persona la terrible noticia.
Los cuatro -Emeterio, Fernando, Jacobo y Andrea- acuden al depósito de cadáveres. Les hacen pasar a una sala. Fernando arregla por teléfono con una funeraria los detalles de la ceremonia. Tiene que ir en persona a la funeraria para elegir los ataúdes. ¿Enterramiento o incineración? Fernando lo tiene claro: incineración sin duda. Jacobo y Andrea, en cambio, se inclinan al enterramiento. No es un asunto que pueda echarse a suertes. La funeraria se encargará, una vez que se decida este extremo, de apalabrar el nicho para los restos mortales. ¿Habrá una ceremonia religiosa? En la funeraria quieren saber si un funeral cristiano al uso. Fernando dice que no. Jacobo y Andrea quieren una ceremonia religiosa católica. Emeterio, en un aparte con Fernando, sugiere que acepte la ceremonia católica, pero que en cambio insista en la incineración. A Emeterio le parece que el ritual cristiano de los responsos finales puede resultar, al menos superficialmente, consolador. Nada hace por los difuntos que ya no existen, pero suaviza la conciencia de los vivos, O, por lo menos, las conciencias convencionales de Andrea y Jacobo. Emeterio, en cambio, apoya la incineración, porque también a él, como a Fernando, le horroriza la imagen del lento agusanamiento, la pudrición de las figuras amadas en el interior de sus cajas tapizadas de pseudos satén blanco. Incinerar es transfigurar casi instantáneamente el cuerpo amado en fuego y en ceniza. Y puede luego la ceniza aventarse al aire del acantilado. Claro está que no necesitarán entonces un nicho en el cementerio de Lobreña. La idea de aventar las cenizas de Antonio y de Emilia interesa por un momento a Fernando. Pero Emeterio advierte que hay un punto teatral en esto, que quizá no cuadre con la deliberada discreción, la voluntad de discreción, con que siempre vivieron Antonio y Emilia. Incineración y depositar luego las cenizas en un nicho común, se decide por fin.
Tiempo lluvioso de mediados de diciembre. Se echa encima la Navidad. Fernando Campos no tiene planes, se ha reintegrado sin dificultad en la oficina. El pequeño cementerio de Lobreña se ha ampliado un poco estos últimos años. En la parte del fondo, donde antes había una tapia vieja cubierta de musgo, hay ahora una tapia nueva, pintada de blanco, como un reciclado columbario. La pulcritud de este lado nuevo del viejo cementerio evoca un anexo de El Corte Inglés. Todo el proceso de incineración en Letona, la entrega final de las dos urnas con su vago aire de ánforas grecorromanas, la instalación ahora de las urnas en un mismo nicho del palomar, recuerda la sección de Complementos. Ya se ha comprado lo esencial para este otoño-invierno y sólo quedan por disponer, de una vez por todas, de los restos mortales, los complementos incinerados de Emilia y Antonio. Hubiera sido preferible echar las cenizas al cubo de basura, hubiera sido preferible echarlas al Cantábrico. Jacobo y Andrea insistieron, sin embargo, en que hubiese un lugar con su placa, sus nombres, las fechas de sus nacimientos y sus muertes. Y quizá tengan razón al fin y al cabo, piensa Fernandito, quizá yo mismo, si alguna vez vuelvo por aquí, desee volver a leer sus nombres, en este palomar del cementerio de Lobreña. Y quizá -piensa también, con un nudo en la garganta- Emeterio suba el día de difuntos con Carmen a dejar unas flores. Hay, de hecho, una repisita y un florerito tubular por nicho para colocar las flores, prender unas candelas. Y es seguro que Boni y Balbi vendrán y rezarán un padrenuestro por las almas de sus dos amigos. A la vez que piensa estas cosas, Fernando se imagina una vez más el cobertizo del garaje sin Antonio. Emeterio está de pie junto a él. Haber renunciado de antemano a luchar por Emeterio le ha tranquilizado. ¿Una tranquilidad efímera? ¿Fue, o hubiera acabado siendo, una pasión efímera? Estas interrogaciones interrogan, más allá de su contenido, como flechas atroces. La pasada noche recorrieron los dos toda la niñez común de bicis y bocadillos, de coles y aguadillas de caricias y trompazos. Antonio les enseñó un poco de boxeo -fue estupendo boxear los dos en un ring hecho en el garaje con cuerdas y con mantas-. Los dos, que este mediodía lluvioso de mediados de diciembre miran al frente, piensan en Antonio y Emilia, recuerdan desolados su niñez de canicas. ¡Oh niñez de canicas!
Están agrupados todos alrededor del nicho donde ya están instaladas las dos urnas de Antonio y Emilia. Espontáneamente se han organizado por parejas: Boni y Balbi, Emeterio y Fernando, Jacobo y Andrea. De pronto suena un móvil. Este familiar sonido evoca una vez más El Corte Inglés en la conciencia de Fernandito.
– Perdón, es mi móvil -dice Jacobo y se echa un poco atrás. Resulta ser Angélica.
– Soy yo, soy Angélica, Jacobo…
– ¿Qué quieres?
– ¿Cómo que qué quiero, dónde estás? -dice Angélica.
– En el cementerio, ¿no te has enterado? Enterramos hoy a Emilia y Antonio.
– Por favor, Jacobo, ¡claro que me he enterado!
– Entonces, ¿por qué no estás aquí?
– ¡Pero, cómo voy a estar ahí!
– Pues estando. Y mi padre también, se lo dices de mi parte.
– ¡Hubiera sido violentísimo! ¡Comprende que hubiera sido violentísimo!
– No, no lo comprendo. No te entiendo, Angélica.
– Te llamo desde mi cuarto, ¿sabes? He subido un momento y aprovecho para hacer esta llamada. Juan ha ido al baño. ¿No vas a venir a verme?
– ¿Quieres tú que vaya a verte?
– Jacobo, por Dios, ¡qué problemas me planteas! ¡No puedo ya con nada más, ni una cosa más!
– Bueno, ¿qué querías?
– ¿Cómo que qué quería? Quería esto, hablar contigo.
– Ahora no es momento.
– ¡Es que no tengo un momento, estoy tan ocupada! Está tu padre redactando sus memorias, ¿sabes?
– ¡Qué le den mucho por el culo! Esto también se lo dices de mi parte.
– Jacobo, no sé qué crees tú que está pasando. No tengo, como te digo, ni un momento libre. Tu padre está conmigo todo el tiempo, está pendiente todo el tiempo. No tengo ni un momento libre. Sólo este minuto que he tenido te he llamado. Siento coincidir con el entierro.
– ¿Qué tienes pensado hacer? Te lo pregunto ya que llamas. El divorcio o qué.
– Pero por Dios no, eso no. ¿Cómo el divorcio, tú estás loco? Sería un escándalo horrible, innecesario además. Esto queda entre nosotros, queda en casa, todo queda en casa.
– ¿Es eso lo que mi padre dice, que todo queda en casa? La verdad es que le pega decir eso. Es la clase de frase cínica que a mi padre le encanta.
Hay una pausa que coincide con la casi inmóvil dispersión del pequeño grupo que rodeaba los nichos. Se dispersan como si de pronto cada cual fuera por un lado, pero a la vez a pasitos, de tal suerte que vistos desde donde está Jacobo dan la impresión de moverse como a tientas lentísimamente centrifugados por el aire lluvioso, la grisalla verdinegra del mar. En esta pausa telefónica, Jacobo tiene la impresión de que su mujer estornuda o solloza. O quizá ha bajado la voz. O ha alejado el móvil de la cara y no se oye claramente lo que dice.
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