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Álvaro Pombo: La Fortuna de Matilda Turpin

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Álvaro Pombo La Fortuna de Matilda Turpin

La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006 Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– ¡Tú no sabes nada! ¡No sabes esto de qué va! ¡Crees que me conoces, y no me conoces! ¡Ella os engañó! ¡Ella mintió! ¡ La Turpin mintió! ¡Por eso liquidé sus negocios de cualquier manera, perdiendo dinero, y en especial aquel famoso Narcisa Investments, pensado para herirme…!

Antonio da un paso al frente, y cierra tras de sí la puerta. No hay ninguna luz encendida en la casa. En el vestíbulo, un resplandor subacuático, verdinegro, recuerda la lluvia, el acantilado, el fracaso. No ha tardado mucho. Cuando Antonio entra en su cuarto de estar, aún charlan tranquilas Emilia y Balbi. Desea decir: ojalá te quedaras con nosotros, Balbi. Pero no dice nada. Balbi se va al poco rato.

XLII

Antonio acompaña a Balbi hasta la puerta de la calle. Cruza casi todo el jardín con ella. Al irse Balbi se borra el sentido de la continuidad del tiempo. Al regresar lentamente al cuarto de estar con Emilia, Antonio siente que no hay continuidad. Como si al irse Balbi, al entrar en su casa, al cerrar la puerta, se hubiese cerrado la noche sobre sí misma. Hay en Antonio ahora un sentido de acabamiento, de cierre completo. Así es la muerte ajena. Cuando alguien que queremos fallece, y regresamos a los lugares donde vivíamos con el fallecido, todo son tareas inacabadas, todo nos habla del mañana que ya no se cumplirá. Y cualquier cosa que veamos, que perteneció al difunto, es desgarradora porque designa el incumplimiento final, designa nuestro final también. Pero la idea de nuestro final no es desgarradora de la misma manera, no sabemos cuándo tendrá lugar y vivimos, de hecho, como si no fuera a tener lugar, porque no será en ningún caso una experiencia para nosotros, no experimentaremos nuestra muerte. Mientras yo existo no existe la muerte es el tópico que más profundamente expresa nuestra vivencia de nuestra muerte propia. La muerte ajena, en cambio, lo irrecuperable de la persona fallecida, eso es desgarrador. Antonio entra en casa dando vueltas a estas ideas, tan comunes a todos nosotros. Desde que murió Matilda, Emilia ha vivido la experiencia desgarradora de la muerte de Matilda. No ha logrado desactivar esa experiencia, no ha logrado desactivar el desgarro. Antonio se siente esta noche responsable del decaimiento de Emilia, culpable por no haber hecho más. ¿Y qué más es ese que pudimos hacer y que no hicimos? ¿Pudimos ser más cariñosos? ¿Debió Antonio Vega llevar a su mujer al médico? Por más que recorra la vida con Emilia de este último año y pico, Antonio no encuentra ninguna culpa grave que atribuirse. Quizá no ha sido especialmente cariñoso, pero es que Antonio Vega siempre es muy cariñoso con Emilia, es constantemente cariñoso con ella, han tenido una comunicación muy continua. Es cierto que Antonio no ha logrado entrar en ese reducto que todos los seres humanos finalmente tenemos y que nos hace únicos y misteriosos incluso para quienes mejor nos conocen. Cuando queremos a una persona mucho, es decir, cuando la singularizamos y la individualizamos con tal precisión en el espacio y en el tiempo, y en los sentimientos, y en el comportamiento que no puede confundirse con ninguna otra nunca, entonces es cuando aparece el temor de que a pesar de toda esa profundidad de conocimiento queden todavía huecos por llenar, lados por conocer. Cuanto mejor conocemos a una persona durante más años, nos sobrecoge a veces el temor de que de pronto ya no lleguemos a alcanzarla por completo. Basta con que la persona en cuestión nos asegure que nos quiere, o que se siente querida y comprendida para que se disipe el temor, que en ciertas personalidades sin embargo pueden reaparecer una y otra vez. No es ciertamente temor a la infidelidad, no es miedo a ser traicionado -ese temor no aparece ya en personas seriamente comprometidas entre sí, de la misma manera que no aparecen ya los celos, o por lo menos no cuajan, aunque quizá rocen, casi humorísticamente, la conciencia de quienes se aman-: Antonio piensa que es miedo a la muerte de la persona amada, miedo a la finitud, y este miedo es invencible porque responde a un hecho que todos, por jóvenes que seamos, por bien que nos sintamos, tenemos siempre presente, el hecho de que hemos de morir y que las personas que amamos, aunque no dejen de amarnos, dejarán de existir (uno confía en que morirán después de haber muerto nosotros, pero eso no puede calcularse). Antonio Vega asocia esta noche, al sentarse junto a Emilia, estas ideas a la sensación de que a pesar de quererla y conocerla muy profundamente, algo de Emilia se le escapa, y es un misterio, junto con la idea de que por más que haga, no podrá librarla por fin de la muerte. A la vista está que no está pudiendo librarla de la muerte. ¿Cómo es que Antonio Vega no piensa lo que está pensando cualquier lector de este relato? ¿No es inverosímil que Antonio Vega no se plantee su presente situación en términos vulgares y corrientes? Al fin y al cabo todo lo que ocurre es que, una vez fallecida Matilda, Juan ha dejado de vivir el proyecto matrimonial que inauguró con Matilda, y que incluía la convivencia familiar con Emilia y Antonio: ahora Juan se ha desentendido de este proyecto, ha dejado de ver a Emilia y Antonio como amigos, y los ve como empleados: con los empleados se mantienen relaciones contractuales que no son indefinidas en el tiempo: así ahora han dejado de funcionar. Emilia y Antonio pueden irse de la casa y vivir por su cuenta. Y es obvio que Emilia debe ser puesta en manos de alguna clase de psicólogo o psiquiatra. Es muy posible que un tratamiento farmacológico adecuado estabilice a Emilia: los dos son, ciertamente, una pareja aún joven, tienen toda la vida por delante, tienen incluso una razonablemente buena posición económica. ¿Qué más se puede pedir? ¿Por qué el sentimiento de fracaso y de muerte embarga a Antonio Vega esta noche?

Para sorpresa suya, que contaba con que Emilia se hubiese adormecido frente a la tele, incluso ante la tele apagada, Emilia le recibe animosa y sonriente. Se ha servido un whisky, ha encendido un pitillo. Antonio se sirve él mismo un whisky. Piensa Antonio que la compañía de Balbi ha venido bien a Emilia. Hablar de Emeterio y de su próximo matrimonio, incluso no hablar de nada pero sentirse en la sensata compañía de Balbanuz ha tranquilizado a Emilia. Tiene gana de hablar:

– Algunos días te veo como un gato. Te miro y digo: es un gato. Haces cosas de gato…

– ¿Qué hago, maúllo? -pregunta Antonio.

– Ronroneas. Te enroscas en el sillón junto a mí, pones la cabecita encima de mi pierna. Si cierro los ojos y te acaricio el pelo y la espalda noto el pelaje de gato que tienes. Eres un gato atigrado gris que ocupa demasiado sitio en el sillón, todo el sitio ocupa, menos el poco que me deja a mí que soy la almohada.

– Si soy un gato, me estás dejando sin cenar, te has olvidado de comprar los Friskies.

– Seguro que no, seguro que queda medio paquete de Friskies en la cocina, lo que es que no has mirado bien. ¿Sabes, Antonio? Estos días me acuerdo de los gatos que yo veía en Madrid los veranos. Antes de conocerte, antes de conocer a Matilda, cuando trabajaba en el Burger, entre contrato y contrato temporal del banco, me fijaba en los gatos de Madrid, los veranos. Los había de dos clases, gatos. Había los gatos del Canal, los veranos me refiero. Y los gatos de debajo de los coches en las calles. ¡Ah, los gatos del Canal!, ésos eran los felices, había de todos los tamaños y de todos los pelajes, y esos gatos jamás nunca se pasaban ni un pelo de la raya. No salían nunca verja afuera, se quedaban siempre verja adentro. Y había una señora, anciana ya, que llevaba incluso en pleno agosto un vestido muy bonito, pero impropio, color verde de punto, un gusto francés. Era de punto verde, años cincuenta diríamos. Y creo recordar que el escote, un cuello en pico con un pequeño escote, se cerraba con un broche de bisuta, un rosetón de cristales verde oscuro. Esta señora tenía este traje que se ponía, por lo que yo sé, este traje, inviernos y veranos, quizá encima se echara, los inviernos, un chal, quizá un chal negro con grandes flecos en los dos extremos. Los veranos, claro, no llevaba el chal. Este traje de punto le llegaba por debajo de las rodillas. Entonces a una cierta hora, no sé si también por las mañanas, por las mañanas yo no estaba, pero por las tardes, todas las tardes sin dejar ninguna, después del té, sobre las siete, aún hacía muchísimo calor. ¿Tú te acuerdas del Canal, Antonio? Seguro que te acuerdas del Canal de Isabel II de Madrid. Todas las personas que hemos en Madrid vivido de pensión, los veranos, trabajado en Burgers por las noches, o de temporeras en los bancos, sabemos que al atardecer, si te allegas a los jardines del Canal, está más fresco que el resto de Madrid. Puede hacer el calor que haga, como debajo de los prados del Canal, es un aljibe, sale hacia arriba el frescor del agua misma, azul y negra del Canal, la inmaculada agua negra que colectaron los ingenieros de Isabel II. Todo esto lo sé de aquellos tiempos del Burger entre contrato y contrato temporal del banco. Pues esta señora, Antonio, del vestido de punto verde, tan francés, tenía un cinturón, también de punto, que se ataba a la cintura y sobre las siete llegaba lentamente, aunque no sin cierto garbo de mujer que ha tenido buena facha y ahora es vieja pero aún todavía tiene un cierto garbo, un aire elegante de París. Solían ser entre siete y media y ocho, más o menos, y llegaba con un bolso de ante. Abría el bolso y sacaba un paquete hecho de papeles de periódicos y ya la habían guipado los gatos del Canal de lejos; nada más verla aparecer, un gato cualquiera daba el queso. Cuando ella llegaba ante la puerta, una puerta que jamás se abría, una buena puerta isabelina por donde entraba doña Isabel II con su gran miriñaque y cintura encorsetada. Esa puerta, una vez muerta doña Isabel II, se cerró y nunca volvió a abrirse, nunca más. Pero los gatos iban a la olisma de lo que traía la señora del vestido verde envuelto el paquete de papel de periódico, que eran desperdicios de sus propias comidas quizá, o de otras comidas, eran bastantes desperdicios, así que yo supongo que recogía un poco el desperdicio ajeno de los cubos. Y entonces venían todos los gatos del Canal de todos los tamaños a cenar. Nunca, Antonio, he visto juntos tantos gatos tan distintos como entonces. Daba gusto verlos, y de todos los tamaños, y que conste que no eran nada monos esos gatos, o agradables, eran gatos de calle, no todos ellos guapos, muchos con mataduras y ojituertos de peleas entre sí a la luz de la luna del Canal. Mas unidos todos ellos por las hambres y la codicia de lo que traía la señora del vestido verde envuelto en papeles de periódicos. Y por supuesto, Antonio, sobre todo los más jóvenes, algunos de estos gatos se colaban verja afuera al objeto de camelar a la persona e inclusive a mí, que a una distancia prudencial contemplaba aquella escena de gran felicidad y plenitud. Todas las tardes de todos los veranos del Canal, que yo recuerde. Pero además de estos gatos, había otros más parecidos a nosotros, Antonio, a ti y a mí: los gatos de debajo de los coches. Estos gatos, los veranos, la gente los echaba de los pisos, se iban de vacaciones, los dejaban en la calle. Y éstos somos tú y yo, que no sabemos dónde ir. Y parecemos malos, agresivos, gatos que de pronto aparecemos debajo de los coches sin maullar, cerrados y malditos, echados a la calle, porque estamos de más. Y sólo Matilda nos quería y Matilda se acaba de morir y aunque dejó dicho que a nosotros nos cuidaran, porque fuimos al fin y al cabo gatos suyos y nos quiso, no nos cuida nadie ni nos quiere nadie, y contagiamos además enfermedades: sarna, por ejemplo, somos gatos sarnosos, se nos nota en lo despellejado del pelaje y al hablar en la voz, que no hablamos ya de nada que se entienda, sino sólo de lo que nadie entiende, y nosotros tampoco. ¿Y qué diferencia hay entre nosotros dos y aquellos gatos, o los vencejos que se caían a la terraza o al pie del muro de la iglesia a consecuencia del calor por no atinar, por jóvenes, a volar justo al echarse a volar fuera del nido, recién jóvenes? Así también nosotros, Antonio, igual nosotros…

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