Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin
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- Название:La Fortuna de Matilda Turpin
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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация
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Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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Antonio piensa que ahora, si pudiese llorar, él lloraría. Abraza a Emilia, que es como un vencejo entre sus brazos, como un gato de debajo de los coches. Si ahora pudiese abrazar más todavía, Antonio abrazaría más aún a Emilia si pudiese. Pero ni abrazar ni llorar es ya posible, en esta leve hora de la hermana muerte. Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte corporal ¿Por qué añadió Francisco de Asís este adjetivo inútil, él que era un gran poeta y que por lo tanto jamás puso un adjetivo en vano? Loado seas, mi Señor por nuestra hermana muerte…
(El adjetivo corporal que usa el gran Francisco de Asís es inapropiado porque es redundante: no hay más que una muerte, la hermana muerte, igual para todas las criaturas. Univocidad de la muerte. Y sí, esa muerte es corporal: pero no hace falta decirlo: es la única que hay.)
XLIII
– Verás, de pronto, Angélica, me vi puesto en una falsa posición. Por todos a la vez, pero sobre todo por Antonio. Figúrate, Angélica, haz por un instante abstracción de nuestro particular o, mejor dicho, de tu particular adulterio, y digo esto porque aún no te has liberado de un cierto sentimiento de culpabilidad y esto te frena un poco, Angélica. Al hormiguearte la culpabilidad, por lo menos a ratos, dejas de oír, no oyes bien. No me prestas atención porque te cosquillea la culpabilidad. Y es una lástima porque… ¡Qué rico té, por cierto, te ha salido esta vez! Hace un rato, cuando entraste en el despacho, tan Matilda, creí que eras Matilda. A veces Matilda entraba, bueno, todas las tardes durante muchos años, dieciocho años fueron, Matilda entraba en mi despacho, que era el cuarto de estar del piso de Madrid, más o menos, recordarás que allí, en aquel piso, la sala de estar y mi despacho, que eran aproximadamente del mismo tamaño, estaban separadas por una puerta de cristal que casi nunca cerrábamos, una puerta de hoja doble, y nos movíamos de un lado a otro durante todas las largas tardes de Madrid durante el invierno. Recuerdo el invierno de Madrid, con los niños, yendo y viniendo a los colegios, Emilia y Antonio. Pasadas las seis entraba Matilda, como tú acabas de entrar hace un momento, con el té y unas pastas, a veces unos sándwiches. A mí me gustaba pararme un rato, como ahora contigo. Este lugar es más poético que el piso de Madrid. Físicamente es casi igual, quiero decir el mobiliario, los libros, la decoración, los cuadros. Pero aquí, en cambio, tenemos siempre esta chimenea encendida, y esta tarde también el viento huracanado que zumba en la chimenea recordándonos lo lejos que esta casa queda de Lobreña y del mundo. Lo lejos que nosotros dos quedamos de los que aún quedan en el mundo: mis tres hijos, uno de los cuales, Jacobo, es tu marido. Y de los que no están ya en el mundo: Matilda, Emilia, Antonio. Nosotros dos estamos, tú y yo, en el límite entre dos mundos, el más acá y el más allá. Yo sé que esta sensación es en ti tan viva como en mí. Saber que estamos solos en la frontera que separa este mundo del otro mundo, el pasado del presente, la familia de la soledad, la vida de la muerte. Este tipo de frontera, Angélica, es el lugar natural de los fantasmas, de las voces, del miedo, o los miedos. Para sentirse bien aquí, ahora, protegidos por las paredes de esta casa, separados del oscuro mar y la galerna, y el otro mundo tenemos que tener una gran fuerza mental, gran presencia de ánimo. Si nos abandonamos, por poco que sea, si nos dejamos inclinar, por poco que sea, hacia uno de los lados que llamaremos el oscuro, la culpabilidad, el más allá, el pasado, las voces del pasado, los fantasmas, nos perderemos para siempre. Tendríamos que huir, y ¿te imaginas, Angélica, qué espectáculo, suegro y nuera montados en el Opel Senator que conducía Antonio, dejando atrás el Asubio, y Lobreña, y toda la provincia, yendo a dónde? Te imaginas llegando hasta Bilbao, o hasta Gijón, o volviendo a Madrid, cruzando esta provincia entera, y luego toda la provincia de Palencia y de Valladolid hasta llegar a Madrid, e irnos a vivir de hotel, a un buen hotel, al Palace, supongamos, no es demasiado caro para mí ahora, y una vez ahí qué. Te imaginas bajando a La Rotonda, pidiendo unos Martinis secos, y luego qué. No nos podemos ir de aquí. Porque no hay ningún sitio, no hay más sitios, se acabaron los sitios, Angélica. Éste es el último de todos, éste es el final. Claro está que me siento traicionado, muy especialmente traicionado por Antonio, porque yo contaba con Antonio hasta el final. Te veo un poco pálida, Angélica. Y has vuelto ya dos veces repentinamente la cabeza a mirar detrás de ti, como si hubiese entrado alguien: no puede entrar nadie porque ya no queda nadie, salvo los difuntos que no entran ni salen. Y la sensación de frío no corresponde a la temperatura ambiente que es espléndida, tendremos veinticinco grados aquí dentro. Antonio al final me traicionó. Llamemos a las cosas por su nombre, después de todos estos años le da el punto y se suicida, porque fue un suicidio. Pero fue también teatral, tuvo un punto de despecho, de ahí te quedas, apáñatelas, jódete. De sobra sabe Antonio que una casa de este porte no se lleva sola, es muy incómoda si no se tiene gente que haga las cosas, las tareas, en fin, te tengo a ti, a Dios gracias. Cuando te di la noticia de que los dos, con coche y todo, se tiraron de cabeza a la bahía, donde la grúa de piedra, te pusiste terrible. Creí que te daba algo, no era para menos, pero a la vez tampoco para tanto, porque lo que ocurrió fue que al ponerte tú de aquellos nervios, de aquellas trazas, aquella palidez que parecías tú la muerta, ¿qué me quedaba por hacer a mí? Tú sabes, Angélica, que en esto de la expresión sentimental ad extra hay un momento raro, casi sucio, que llamaría yo competitivo: sin querer, naturalmente, los apenados, los dolientes, los parientes, allegados y demás, compiten a dolor, a ver quién muestra sufrimiento más. No es que compitan, entiéndeme, la palabra competición es muy inadecuada, más bien se trata un poco de un políptico, una situación pictórica mural, estática en cuyo interior lo luctuoso ha sucedido, sucede o sucederá. Entre sí los asistentes, los dolientes no se comunican salvo en lo luctuoso mismo, en lo terrible que contemplan todos, pero claro está, no pueden menos de saberse juntos, de sentirse de reojo unos con otros en presencia del horror. Al no poder no saberse juntos, tampoco pueden dejar de sentirse observados: se saben observados, es más, se observan a sí mismos, cada cual por su parte en busca de un dolor cada vez más profundo y más genuino que haya en sí. O que debiese haber. Todos sentimos que debemos sentir profundamente lo profundo. Ahí empieza la competición, lo intrauterino, Angélica, ahí empieza. Sería horrible que lo lamentable, lo infinitamente lamentable, lo injusto sucediese y que cada uno de nosotros, cada cual, se contemplase de reojo a sí mismo en el interior de su sí mismo, como en el interior de un negro pozo, y lo que viese fuese la más perfecta indiferencia y frialdad emocional. Esto aterra al más feroz. El más insensible de los hombres, Angélica, o mujeres, enfrentado con semejante situación se odia y se aborrece y se espanta de sí mismo, se siente satánico e insignificante a la vez: he aquí que ante mí tengo lo trágico, lo absolutamente trágico y terrible, lo que dama al cielo, y a mí me deja indiferente. Esto lo habrás, Angélica, tú misma, experimentado con frecuencia por televisión. Si te fijas, esto que te estoy contando ahora de este modo un poco misterioso, es en el fondo una experiencia muy vulgar. Puede hacerse por televisión todos los días, día tras día. Sale por ejemplo un hospital en Beirut, y hay un niño desventrado de dos años, aún vivo, y le ves la cara y el vientre en canal, y lo siguiente es un anuncio de L’Oréal y lo siguiente es que tú descubres que tu emoción ante ambas cosas es prácticamente nula, no hay emoción. La babosa que anuncia salva, slips y el niño desventrado se identifican en tu falta de atención y de interés, y entonces tú te dices a ti misma, Angélica, a que sí, esto es lo que yo soy, esta fría humana indiferencia ante lo humano, todo lo humano me es ajeno, y lo inhumano también. Y después viene la serie que estás viendo, la que sea, «Friends». Cualquier serie neoyorquina estúpida. Pero entiéndeme, Angélica, esto no es una crítica de la televisión, Dios me libre. Pasaba lo mismo en las matanzas a cuchillo del asalto de Jerusalén, de los cruzados de la primera cruzada al mando de Godofredo de Bouillon: no sentían nada en absoluto, sólo el pringue de la sangre, la pestilencia de la sangre humana derramada. Una sensación olfativa muy desagradable según tengo entendido. Así también nosotros, cuando algo tan terrible como en esta casa acaba de pasar: el inesperado suicidio de dos buenos amigos. Nos miramos unos a otros, y sobre todo tú, Angélica, te miras a ti misma, o yo me miro a mí mismo, y nos decimos: ¡esto tengo que sentirlo, Dios, esto me tiene que matar, qué clase de bestia soy, sería, si no sintiera nada o casi nada! Ésta es la situación. Puedes tú estar tranquila, Angélica, créeme porque cuando yo te di el otro día la noticia te pusiste pálida, te vi. Te desencajaste por completo sentí cuánto lo sentías tú, y dije: vaya, menos mal, por lo menos Angélica es humana. Y naturalmente esto, indirectamente, me dolió, figúrate, qué cosa tan compleja: a la vez que yo aprobaba y admiraba que tu sentimiento de dolor fuese tan intenso y tan sincero, justo a la vez, sentí que un poco, un poco sólo, me echabas como a un lado, me expulsabas me excluías, me impedías a mí mismo expresar un gran dolor puesto que todo el dolor de aquel momento lo succionabas tú, tú lo sentías por los dos. ¿Me explico? Esto no es profundo Angélica, es maligno nada más. ¡Es lo contrario de profundo, de hecho, es periférico, son padecimientos de la epidermis del corazón humano que no tienen la menor profundidad! Tomaría otra taza de té, si me haces el favor. Estás temblando. Voy a echar un leño a la chimenea, un leño más. Uno sólo, porque la sensación de frío es eminentemente subjetiva, como la sensación de calor, y si cedemos a la impresión de que hace frío, no haciéndolo, porque no hace frío en esta habitación esta noche, esto se convierte en una sauna. Hay que abrir entonces las ventanas de par en par para aireamos, refrescarnos. Y es entonces cuando las cosas, Angélica, ya cambian: al abrir, me refiero, las ventanas para airear la habitación. Porque entonces descubrimos que entre este interior y ese exterior, entre este acogedor Asubio, y ese oscuro reino ondulante que hay afuera, media sólo un débil cristal, un armazón de madera y un cortinaje de terciopelo granate. ¿Oyes el viento? Si te asomaras oirías entrechocar las crudas varas de los plátanos silvestres. Si nos asomáramos a la vez los dos y miráramos de frente la oscuridad de la noche, una bocanada fresca e inhumana de realidad incomprensible establecería de pronto una inmensa distancia entre los dos. A ti misma tú te oirías gritar, Angélica. Y yo trataría de tranquilizarte pasándote la mano por el hombro, pero una vez entrados ya en la noche, una vez entrada ya la noche dentro de esta estancia, aún abrigada ahora, ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Lo que no sentimos cuando debimos sentirlo no puede ahora sentirse de nuevo sólo que hacia atrás. No hay vuelta atrás. De la misma manera que tú y yo, por la misericordia de Dios, nos acostamos juntos y somos ya indisolubles, así también los sentimientos que no sentimos son ya eternamente imposibles de sentir. El dolor que no sentiste tú por la muerte de Matilda, el dolor que no sentimos ni tú ni yo por la muerte de Antonio y Emilia (aunque tú fingiste o creíste sentirlo porque te asustaste mucho), eso no tiene ya remedio. No se puede desandar ni remediar ni arreglar ni olvidar… Pero, Angélica, el objeto de esta tarde, ¿cuál crees tú que es el objeto de esta tarde, la significación? ¿Tú cuál crees que es?
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