Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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De alguna manera el almuerzo ha terminado. Antonio recoge los platos. Juan y Angélica salen a dar un paseo. Hay una fría luz de primeras horas de la tarde en el aire, una claridad neutral, aséptica, sensata. Antonio tiene la sensación de que la realidad entera está a punto de desmoronar- se. Deja los platos en la pila de la cocina sin lavar. Y regresa a su lado de la casa deseando volver a ver a Emilia. Emilia está viendo la televisión con los ojos entrecerrados. Se diría que está dando una cabezada. Pero no está dormida, porque abre los ojos de par en par cuando Antonio se sienta junto a ella. Antonio la acaricia y dice:

– Ya se acabó el almuerzo, ahora tenemos la tarde para nosotros dos.

XXXIII

Juan y Angélica se encaminan cogidos de la mano hacia los acantilados y el mar. Ahí está el mar: ahí está, ahí abajo el reverberante mar Cantábrico, inmerso en su inverniza luz gris acero, gris plomo, como un barco de guerra. El aire es limpio y libre. Del aire es la soledad -escribió Jorge Guillén-. Murió en nosotros. Te quiero. Juan Campos ha recordado estos versos de Guillén de pronto, al ver la soledad del aire extendida por el talud oblicuo del vigoroso mar Cantábrico, hacia el norte, hacia el mar del Norte, las islas Británicas, todo el romanticismo marinero del mar, en las yemas de los dedos del aire. Del aire es la soledad. Matilda murió en nosotros -piensa Juan- pero yo no la quiero: este no querer a Matilda se ha vuelto una manera de ser. Y Matilda no me quiere a mí -vuelve a pensar Juan Campos-. Matilda no le quiere a él, porque rehúsa aparecérsele. Mi amante se ha convertido en un fantasma, yo soy el lugar de sus apariciones. Matilda se ha convertido en un fantasma pero yo no soy el lugar de sus apariciones. Matilda me rechaza y no se me aparece aunque la evoque. Luego, la detesto, la aborrezco y no la quiero. Que se vaya, muerta, con la puta Emilia, a quien amó, sin reconocerlo ante sí misma, infinitamente mas que a mi.

Juan Campos no se encuentra esta tarde bien del todo. Se encuentra más agitado que otras veces, casi convulso.

No había vuelto a sentirse así desde su juventud. Cuando irrumpió en su vida, tan abruptamente en el bar de la Facultad de Filosofía de la Complutense, Matilda, tan insigne, tan sin número, tan activamente enamorándole que daba casi hasta vergüenza ajena, desde entonces nunca Juan Campos se ha sentido tan convulso como ahora, nunca había sido amado: había tonteado con las chicas, y las chicas con él: aquella bobería de las semiatracciones, los semirrechazos, medioamores, tan insulso todo, tan insustancial, tan frío: cuando apareció Matilda y se coló en su vida, como dicen que se cuela un virus, la convulsión resultaba insoportable: fue insoportable desear ser deseado por Matilda Turpin, sentirse desnudado, ereccionado como un chaval de dieciséis que se corre solo y no echa luego a lavar el calzoncillo. El delicioso amor, el dulce amor. Ya no se es a los veinticinco un crío, ni a los veinte, sólo si se es un chico listo, un incipiente intelectual, como Juan Campos era, con la concupiscencia de la carne reducida más o menos a un pajote, la experiencia de la convulsión ante el amor se te da como el chorro de una manga de riego en plena cara, que te tira hacia atrás sin refrescarte, duro como un palo en las costillas, como una patada en los cojones, como un insulto merecido… Esta tarde convulsa Juan se aferra a la insulsa mano de su nuera para deshacer la sensación de desequilibrio y de malestar que le embarga. ¿Todo esto a qué viene? Desde el punto de vista de la experiencia del duelo por la muerte de Matilda Turpin cuya cesación ha Juan Campos decretado hace un rato en el almuerzo, esta convulsión renovada es anacrónica. Si amara a Matilda todavía, si Matilda aún le amara, ¿cómo no había de aparecérsele ahora que la invoca? Aprieta sin fijarse la mano derecha de su nuera, acaricia el anillo de oro de su nuera como quien saluda a un fiel partidario en un mitín. Angélica está, sin duda, de su parte. Angélica es la gran frontera entre el más acá y el más allá. Sin saberlo, Angélica expulsará a Matilda de la memoria aérea donde reside ahora como un cuerpo glorioso. ¡Ea, mira por dónde resucita santo Tomás de Aquino! Buminatos habere oculos cordis vestri: tened iluminados los ojos de vuestro corazón. Juan Campos tiene iluminados los ojos de su corazón ahora: de aquí se sigue este convulso estado en que se encuentra. ¿Estará a punto de convenirse en el lugar de las apariciones de su esposa? ¿Y por qué está convulso? Nuestras emociones no atinan. Hay que tener esto en cuenta: que los seres humanos somos esencialmente buscadores y halladores de sustitutos. Ni siquiera en el deseo sexual la especificación por razón del objeto es tan firme y definitiva que no pueda un buen día (por un rato, o por una temporada) cambiar un objeto por otro. Tiene razón Nietzsche: el hombre es el animal no fijado. La fijación amorosa de Juan por su mujer fue absoluta: fue un fuerte apego, tuvo que ser apego casi más que acción voluntaria porque Juan en esa relación fue, desde un principio, pasivo. Fue Matilda quien desempeñó el papel activo, quien le reclamó, quien le dejó ir, como se echa hilo a la corneta o como dejan los pescadores irse a los grandes peces una vez tragado el firme anzuelo hasta cansarlos. Matilda fue quien le retuvo, quien hizo que se sintiera como Dios acostándose con ella. Matilda fue quien le sostuvo no sólo física, sino también metafóricamente erecto, a lo largo de sus primeros dieciocho años de vida conyugal continuada. Y luego Matilda le dejó. No le traicionó, no se fue con otro ni con otra, volvió con regularidad a casa, pagó con creces en la segunda parte de su vida de casada el débito conyugal -siguió gustándole hacer el amor con Juan entre negocio y negocio, entre viaje y viaje-. ¿Qué más puede pedirse? Pero hubo en el fondo un punto de traición, ¿o no?, ¡claro, claro que hubo una traición involuntaria de Matilda Turpin! Lo que en una mujer más del montón hubiera podido calificarse de simple aflojamiento, apagamiento por razón de los años o de la costumbre, o de la innata pasividad de la mujer-mujer que se queda en casa con la pata quebrada tan a gusto, no tenía aplicación en el caso de Matilda, que era toda agilidad y lucidez y claridad y acción. Antes incluso de ser cuerpo glorioso (Juan ha decidido aplicarse a sí mismo, aunque, como buen agnóstico sólo a título poético la medicación teológica que recomendó para Emilia), antes incluso de enfermar de cáncer, antes de meterse en los negocios, siempre, desde que Juan Campos alcanza a recordarla, participó Matilda de las condiciones de los bienaventurados resucitados: impasibilidad sutileza, agilidad, claridad.

Todo lo anterior ha acelerado a Juan hasta tal punto que, no obstante la estrechez y anfractuosidad del sendero del acantilado, camina a zancadas, soltándose de la mano de su nuera y dejándola atrás y casi sin resuello. Dice mucho en favor de la devoción con que Angélica acompaña en estos paseos a su suegro el que todo lo largo de la caminata no haya dicho oste ni moste. Ni tampoco ha pensado nada ni sentido nada: se ha sentido y se siente transportada -primero por la mano y luego por la fuerza inmaterial de Juan- a una conclusión que se avecina y a la vez no se avecina, o que como los secos nublados de agosto en Castilla relampaguean pedregosamente como bombas de ruido sin derramar lágrima alguna. Todo es emoción ahora en el alma de Angélica, seca emoción relampagueante que en este ambiente montañés tan semejante a ratos al paisaje de Cumbres borrascosas a la fuerza ha de acabar a gritos. Pero no será Angélica quien grite, pase lo que pase ¡no gritará en primer lugar Angélica! Juan se ha detenido ahora, sudoroso. Ahora es hora de bajar bien hacia el valle en dirección a Lobreña, bien verticalmente a una playuca empequeñecida por las oscuras zarzas y los farallones, que no llega a cubrir la marea alta y que ahora, a marea baja, resplandece oscura antesala de cuévanos geotectónicos. Sin saber por qué, Juan, tras su breve pausa y sin volverse en dirección de Angélica, ha comenzado, con torpeza, a descender hacia la playa que resplandece, virginal, abajo, con el recogimiento invernal de los desiertos, iluminada por una luz verdosa como un paisaje de Patinir, real y surreal al mismo tiempo. Con gran agilidad Angélica sigue a su suegro, quien, por cierto, acaba de caerse de culo y resbalar así tres metros. Horrorizada ha exclamado Angélica: ¡Por Dios, Juan! Y Juan se ha vuelto, con esa gallardía difusa de quien acaba de darse una culada, y ha exclamado sin volverse: ¡Tranquila, chica, va todo bien!

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