Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin
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- Название:La Fortuna de Matilda Turpin
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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация
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Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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Sólo falta Fernandito. Angélica está, Antonio está, falta Emilia. La falta de Emilia sólo se hace visible para Juan cuando se sientan todos a la mesa, porque de ordinario Emilia trae las fuentes con ayuda de Antonio y suele sentarse a comer un poco después de los demás.
– Emilia no se encontraba hoy muy bien… -anuncia Antonio.
Antonio es un competente organizador de almuerzos. Trae las fuentes en seguida. Hoy Balbanuz ha hecho una hermosa paella de pescado. Se sirven los tres y Juan pregunta: ¿Se encuentra mal Emilia?
– No se encuentra bien del todo y, conociéndola, yo digo que se encuentra mal, porque se encuentra siempre bien, menos ahora, que se encuentra un poco mal, como cansada -dice Antonio.
Juan ha registrado de inmediato el elaborado tono y el fraseo de la información que Antonio proporciona. Es la manera de expresarse de alguien que desea reducir todo lo posible la información que no tiene más remedio que acabar dando. Es también el tono de quien, al no sentirse muy seguro de la reacción de sus oyentes, procura atenuar la información que ha de dar para que pase casi desapercibida y todos pasen en seguida a otro asunto. Angélica dice:
– Jacobo no está seguro de si vendrá mañana o pasado mañana a última hora de la tarde. Depende de una cosa en la oficina que tiene que estar él, ya sabes.
– ¡Qué bien que Jacobo venga a vernos! -declara Juan. Suena muy falso. A Antonio, al menos, la exclamación de Juan le parece forzada. Antonio trata de sacudirse la insistente idea de que Angélica Y Juan tienen algo entre manos. Una especie de coqueteo insignificante. Esto es ridículo. Y a Antonio le cuesta trabajo todavía unir la imagen de Juan con esa convencional imagen del hombre entrado en años que tontea con una mujer mucho más joven, que es además su nuera. Hay algo incongruente e inadecuado, imposible de casar aún, entre la imagen de Juan Campos que aún campea en la conciencia de Antonio y esta nueva imagen rebajada de Juan entendiéndose en secreto con su nuera, por inocente que este entenderse sea al final. Tiene que ser inocente por fuerza, piensa Antonio, puesto que es la primera vez, no sólo desde la muerte de Matilda, sino desde siempre, que Juan Campos parece interesado por una mujer que no sea su mujer legítima. Todas estas ocurrencias aceleradamente presentes en Antonio le dejan mal sabor de boca, una sensación dulzona, la misma sensación de quien escucha un chisme o lo repite, una sensación de vulgaridad consentida, un mal gusto dulzón que sólo ahora, en estos últimos tiempos, ha comenzado a asediar la conciencia de Antonio como un mal pensamiento.
– Quizá tengas razón, Antonio, que a Emilia le viniera bien tomarse un poquito de descanso -dice dulcemente Juan-. Lo que dijiste el otro día de iros una temporada quizá sea una buena idea. Seguro que yo me arreglaría.
– No sé ya lo que es mejor o peor, no lo sé, para Emilia, si dejarla aquí o sacarla de aquí… -Antonio utiliza ahora el lenguaje común como de puntillas. Le ha sorprendido, por excesiva, la dulzura de la entonación de Juan. Como la voz de quien tiende una trampa a un niño, le ofrece un caramelo, una trampa inocente, con quién sabe qué propósito, quizá sin propósito ninguno sólo porque considera que hay que hablar así a los niños, suavizarlo todo un poco a la hora de decirles cualquier cosa incluso la más insignificante. Nunca antes de ahora había tenido Antonio tanta sensación de extrañeza al oír la voz familiar del hombre que durante años ha sido su amigo, su referente de toda rectitud e integridad. Todas estas emociones se agolpan instantáneamente en la conciencia de Antonio produciéndole una pequeña paralización: no sabe qué decir: algo tendrá que añadir, sin embargo, porque el sentido de la frase que acaba de pronunciar queda a todas luces incompleto. Por eso añade-: El otro día, sí dije lo de irnos…, a bulto, en realidad, siento meterte en esto, Juan, que no te concierne…
– ¡Hombre, Antonio, sí que me concierne! Me preocupa vuestro bienestar, cómo no, es natural, después de tantos años con vosotros…
– Te lo agradezco mucho, Juan, la verdad es que no sé qué hacer… -Antonio ha dejado, una vez más, el sentido de su frase en suspenso, no sólo porque, en efecto, no sabe qué hacer con Emilia sino también, y esto es nuevo, porque no sabe si creer o no creer en la sinceridad de Juan.
– ¡Me consta que Juan os quiere mucho, siempre me lo dice! -exclama Angélica, quien, entre unas cosas y otras, ha consumido ya un buen plato de paella y que ahora se ha levantado para servirse por segunda vez, con toda comodidad. Si de Angélica dependiera esta situación se prolongaría eternamente: Juan y Antonio meditando acerca de qué debe hacerse con Emilia. Y Angélica aportando ese toque femenino, esa jugosa referencia a los sentimientos en cuya expresión se considera Angélica una experta. Y, por supuesto, en el fondo se reafirma ahora en Angélica la convicción de que la tragedia de esta casa, el gran error de Matilda, fue justo este de no saber enfatizar la sentimentalidad correspondiente a cada caso. Por desgracia la posición de Angélica en la casa carece de toda autoridad: Matilda tuvo, ésa sí que sí, toda la autoridad sentimental del mundo y la malgastó, sin ejercerla. Una vez más Angélica descubre que los asuntos de Juan y la familia Campos constituyen el único estimulante realmente poderoso de su actividad mental. En este instante Angélica se siente alzada de sopetón hasta los cielos.
– Angélica -dice Juan-, Angélica querida, Antonio sabe que el corazón de esta casa ha estado siempre en el lugar correcto, we have the heart in the right place, que diría Matilda.
El nombre propio de Matilda vibra de pronto como una nota falsa, como un gallo involuntario en la, por lo demás perfecta, entonación de un gran barítono. Juan Campos es sin duda un gran barítono. Angélica se ha sentado y se concentra en su segundo plato de paella. Antonio bebe un sorbo de agua Y Juan dice:
– He aquí que Matilda no nos abandonará jamás. Ya lo estáis viendo. Cada vez que hay que confirmar o desconfirmar algo en esta casa, todos acudimos a Matilda. Matilda alfa y omega. Y la verdad es que no debería ser así. Entiéndeme, Antonio… -Juan se ha vuelto hacia Antonio, que ha posado la copa de agua sobre la mesa y que contempla de hito en hito a Juan-… Quiero decir, Antonio, que no debería ser así porque, si me lo permites, ya está bien de duelo. Tengo que ser yo quien lo diga, es mi deber decir esto tan duro: Matilda pobrecilla, no puede acogotamos ahora hasta tal punto que no nos podamos rebullir. Bien está recordarla. Sería terrible que no la recordáramos. Pero tenerla presente hasta tal punto que no nos deje disfrutar en paz ni esta paella, eso es siniestro. ¡La verdad es que creo que esto es lo que tendríamos que decirle a Emilia, Antonio!
– ¿Decirle qué en concreto, Juan? Que se acabó el duelo, que se acabó Matilda, que queremos tomar nuestra paella en paz, que el muerto al hoyo. ¿Qué es lo que crees tú que hay que decirle a Emilia? Quizá algo todavía más brutal, ¿es eso?
– ¡Por favor, chicos, un poco de calma! -exclama Angélica-. Me parece, Antonio, que no has entendido lo que Juan quería decir…
– Quizá no. Perdona -dice Antonio, entre dientes-. Perdona, Juan.
De esto es ésta la primera vez -piensa calmosamente Antonio-. Casi no se reconoce en la brusquedad y aceleración de sus palabras. Antonio Vega no tiene experiencia de la ira, nunca ha reaccionado con ira. Algunas veces Emilia
– y también Matilda- le echaban eso en cara, que nunca reaccionase con ira ni siquiera cuando la ira parecía ser el único sentimiento apropiado ante la injusticia, por ejemplo. En esta ocasión, al oír a Juan, ha palidecido de ira. Acostumbrado como está, sin embargo, a respetar a Juan y a examinar sus propios sentimientos cuando se manifiestan con sospechosa vehemencia, Antonio se siente ahora desconcertado: se siente, de hecho, avergonzado por haberse dejado arrastrar a esa expresión airada que, con seguridad, sólo es una exageración fruto de su malestar ante la situación de Emilia. Lo único, sin embargo, lo más raro, es que lo que Juan dijo de acabar de una vez con el duelo por Matilda, lo dijo en el fondo dulcemente: no como alguien dolorido que desea librarse del dolorido sentir, sino como alguien aburrido, que desea cambiar de conversación. Pero el duelo por Matilda, en opinión de Antonio, no es un asunto, o una conversación, que pueda cambiarse a voluntad si nos aburre: a Antonio le parece que ese duelo es parte integrante de la experiencia de la muerte y lo grave de la experiencia de la muerte, de la muerte ajena en especial es que se constituye en nosotros como una responsabilidad ineludible. De un modo que no puede analizar conceptualmente, Antonio siente que todos en esta casa, Juan en primer lugar, pero también los tres hijos de Matilda Y Juan, y por supuesto, Emilia y el propio Antonio, son responsables de la muerte de Matilda. Antonio, por supuesto, comprende que la noción de responsabilidad en este caso está un poco traída por los pelos: nadie, ni siquiera la propia Matilda, fue responsable directo de su muerte: la causa de la muerte de Matilda fue su cáncer mortal y un cáncer es un trastorno cuantitativo, un trastorno fisiológico anónimo, que afecta al individuo en cuanto cantidad individual y que funciona en términos de necesidad biológica. ¿Qué quiere decir entonces Antonio, o qué siente, al sentirse responsable de la muerte de Matilda? Antonio cree que sólo Emilia en su extremado e incluso absurdo dolor por la muerte de su amiga está siendo fiel a esta misteriosa idea de que cada cual es responsable de la muerte de su prójimo, en el sentido, al menos, de que no puede serle indiferente. Antonio vuelve a reformular todo este galimatías una vez más: es como si volviera a reescribir una redacción escolar toda entera otra vez desde el principio: no puede serme indiferente la muerte de Matilda: esto significa que debo permanecer ante esa muerte como ante una herida incurable, así permanece Emilia. Juan, en cambio, el marido de Matilda, el hombre a quien Matilda amó tantísimo, acaba de declarar que es necesario que todos en esta casa seamos programáticamente indiferentes ante esta muerte, ante este duelo: esto no puede ser aceptado. El problema ahora es que Antonio Vega no está en condiciones de analizar esta declaración con calma. Ahora vive inmerso en un mundo afectivo que se centra enteramente en el sufrimiento de Emilia, en ese duelo particular de Emilia y no está en condiciones de operar con conceptos. Sólo siente un intenso, airado rechazo de la recomendación que Juan ha hecho hace un momento, acabar con el duelo.
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