Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria

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Premio Planeta 2003
Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.

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Al reanudarse el juicio, el teniente ofreció asiento y café al sumariado, quien le puso abundante azúcar y bebió de la taza, pero se excusó otra vez de tomar asiento ante la autoridad, dando así una impresión de modestia ejemplar, que conjugaba -susurró Malbrún al oído del suboficial Ricardi- de maravillas con su conducta temeraria. Y en verdad, ya antes de que entrara el acusado había corrido la broma entre ellos que, dado las atenuantes y la pequeñez del caso, más les valdría proponerlo para un ascenso que para una degradación o expulsión de las filas. Sin embargo, «el reglamento es el reglamento y la siempre malediciente prensa quiere ver correr sangre -concluyó el teniente Rubio-, Y en vez de laureles estamos obligados a echarle estiércol».

En la página 206 se resumió el proceso.

Teniente. A su juicío, Zúñiga, ¿cuál sería la sanción que deberíamos imponerle dada la magnitud de los hechos?

Cabo. Una que me releve de la dirección de la comisaría, pero que no me damnifique el sueldo. Tengo una esposa y dos hijos, mi teniente.

Teniente. ¿Y cuál castigo podría ser ése?

Cabo. He pensado en uno tan degradante que dejaría contento a mi general y a la prensa.

Teniente, Hable, cabo.

Cabo. Nómbreme caballerizo a cargo de los animales de la patrulla. Madrugar, alimentarlos, sacarles lustre, barrer la bosta. Un infierno. Mosquitos, abejas, mal olor. Un infierno.

Los uniformados intercambiaron miradas de consulta, levantaron los hombros indiferentes, concluyeron de un sorbo sus cafés, y le pidieron al escribano que hiciera constar la degradación en actas, y al mismo tiempo se designara al cabo Sepúlveda como autoridad mayor de Güechuraba.

Cuando los otros dos y el actuario hubieron salido, el teniente se quedó en la habitación acariciando la textura del escritorio y palpando ocasionalmente las huellas de escritura, como si quisiera leer un mensaje. Tiró del cajón superior izquierdo y sacó de allí una banana, un cortaúñas, un frasco de gomina, un paquete de cigarrillos, un encendedor color violeta, y un ejemplar del diario La Fusta con el programa completo de carreras del próximo día en el Hipódromo Chile.

– Así que éste es su pequeño mundo, Zúñiga.

– Ni tanto, teniente. Ya le mencioné mi familia. Y mis amigos.

– Y Victoria Ponce.

– ¿La bailarina?

– ¿La conoce?

– Bueno, leí la crítica de El Mercado.

– ¿Le interesa el ballet, cabo?

– El ballet y la hípica.

– ¿Y qué ballet ha visto?

– Cappelia, Las síffides, La Cenicienta, Romeo yJulieta. Creo que ésos serían todos,

– Y El lago de los cisnes.

– Obvio.

El teniente fue hasta Zúñiga, y sin mirarlo al rostro, tomó un botón del uniforme de su inferior jerárquico que colgaba algo deshilachado desde la tela.

– ¿Qué edad tenía usted cuando el Comando Conjunto de Carabineros y las Fuerzas Armadas raptó, secuestró y degolló al padre de Victoria Ponce?

– ¿Yo, señor?

– Sin hacerse el huevón, Zúñiga.

– Yo era un colegial entonces. Tendría sus diecisiete años.

– 0 sea, no tuvo nada que ver en ese crimen y probablemente no soñaba a esa edad que un día terminaría siendo carabinero.

– Es muy cierto lo que dice, mi teniente.

– Y si es así, ¿por qué crestas se pone a redimir a la pobre huerfanita?

Ahora sí su superior había alzado la vista y lo miraba con un inamistoso rictus en los labios. El cabo se secó con la manga del uniforme el estallido de transpiración en sus pómulos.

– Quería hacer un gesto, teniente Rubio.

El alto oficial terminó de arrancar el botón del uniforme de su súbdito y de mal humor se lo puso delante de las narices.

– La próxima vez que me haga una gracia como ésta, le voy a arrancar el botón, sino los cocos.

Lo tiró sobre la mesa, y el botón quedó bailando sobre su canto hasta detenerse sin energía en un borde.

– Se lo dejo de ayuda memoria, Zúñiga.

CUARENTA Y DOS

Tras varias jornadas de desabridas sopas de abuela, Rigoberto Marín decidió que era hora de escampar. Apartó a puntapiés los tres perros que se le acercaron en la calle de las Tabernas y se subió a un taxi pidiéndole al chofer que lo llevara a las Delicias de Quirihue. Quería castigarse con un balde de entrañas y otros interiores: una porción de mollejas, dos de prietas, un asado de tirajugoso, media porción de seso y un resto de ubres. Se moderaría en el vino para no volverse loco. Partiría con una botella de tinto Casillero del Diablo, al cual le mojaría la mecha con una garrafa de agua mineral Cachantún sin gas. Iba a permitir que el garzón le ofreciera una ensaladita de habas, una chilena con tomates y cebollas rebanadas bien finitas, y hasta dos paltas fileteadas para aligerar el bombazo de vacuno.

Después, sobrio como un cura, haría parar un taxi y le exigiría un vuelo express a la cama de la Viuda. Tonificado por ese almuerzo tan criaturero, sorprendería a su amante con una erección de padre y señor y le permitiría que ella se la engolosinara en la boca antes de clavársela hasta el veredicto final, cambiando de vías como el más loquito de los saltimbanquis.

Durante el almuerzo, al que diluvió de pebre y ají verde, olvidó su agua mineral, y al final de la segunda botella de tinto, le vino un oleaje de resentimiento que lo indujo a ser descortés con el mozo y a exhibir un cortaplumas cuando el dueño, en compañía de su hijo, lo invitaron revólver en mano a retirarse.

Aun en medio de su borrachera, los harapos de lucidez que le quedaban le indicaron que debía alejarse de allí. Lo hizo cantando con voz aguardentosa «Tengo un corazón que llegaría al sacrificio por ti», y en una ráfaga de prudencia clavó y abandonó su navaja en un árbol de avenida República bajo las risas de un grupo de universitarios que lo observaron rebotar entre los automóviles estacionados y las murallas de su instituto sin que el hombre pudiera retomar el timón de su equilibrio.

– No llamen a la policía, muchachos -pidió, tropezando con las palabras. Y sin que nadie le preguntara, agregó-: Me llamo Alberto Parra Chacón. Parra como la Violeta, Chacón como la mamita de Arturo Prat.

A tropezones avanzó hasta una construcción escondida por sacos de cemento y andamios que se elevaban por varios pisos y se filtró a duras penas entre los corredores aún sin estucar, hasta descubrir una especie de patio interior donde dormían dos perras sobre sacos de yuta. Se extendió entre ambas, y abrazando a una de ellas, la cabeza apoyada sobre sus ubres, se puso a dormir.

El alcaide Santoro pasó el fin de semana aliviado. A pesar del frío, dejó las ventanas del living abiertas, y bien abrigado con un jersey de trama indígena, leyó la prensa del sábado, dedicándose básicamente a policiales, deportes y espectáculos. Alrededor del cuello se había aplicado un ungüento adormecedor que calmaba con eficacia el ardor de los cardenales, y encima de la pomada había envuelto con ternura filial la vieja bufanda recuperada. Ese día familiar, con las chicas adolescentes paseando en sus deliciosos baby dolls entre sus habitaciones y la cocina -«estas niñitas van a volver locos a sus pretendientes con sus culos paraditos y sus tetitas de paloma»-, le trajo de vuelta la dicha de un tiempo de inocencia, años en que llevó una vida digna con salidas al cine y alguna vez cena y baile en una boite del centro.

Tras una década, a medida que el país iba normalizándose, empezó a darse cuenta de que contaba con menos poder. Amigos de la jefatura eran relevados por funcionarios limpios de atrocidades, y ciertos beneficios como vacaciones pagadas, auto y subvención escolar para las niñitas le fueron quitados de sus planillas. Volvió a los autobuses destartalados y las hijas sucumbieron de un buen colegio privado a un liceo municipalizado con aulas sin calefacción ni ampolletas, donde las alumnas se ponían chales y frazadas sobre sus jumpers o se desmayaban de calor a las tres de la tarde en verano.

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