Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria
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Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.
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No le habían disminuido el sueldo, pero ahora tenía que pagarse él mismo por todas esas granjerías que antes se le otorgaban con un cheque de fondos reservados y con un palmoteo en sus hombros del intendente que había dirigido la coordinación de escuadrones de la muerte. De allí que nunca dispuso de ese dinero extra para instalar una línea telefónica, y cuando llegaron los primeros celulares a Chile los vendían a precios prohibitivos, así que ni modo.
Años después, el uso de estos artefactos se masificó, y las niñitas, desconectadas del mundo social, al no recibir llamadas de sus asediantes, le exigieron que comprara uno a plazos. Que él recordara, no había hecho uso de ese aparato más de veinte veces, pues las muchachas lo ocupaban prácticamente de confidentes, y aun cuando dormían, lo ponían sobre la almohada con la esperanza de que sus admiradores quebraran las reglas de la urbanidad y las llamaran para jurarles amor -y acaso sexo- a cualquier hora de la madrugada.
De modo que tras leer una crónica sobre la crisis económica de su equipo de fútbol favorito, que se hallaba incluso en quiebra, le vino bien saborear el artículo de La Quinta sobre un paco erótico que se había tomado el Municipal para bailar merecumbé en pelotas con una voluptuosa diosa del merengue. El desayuno había sido fuerte, y entre las marraquetas bien untadas de mantequilla, las rodajas de arrollado de chancho con toque picante, estuvieron de chuparse los dedos. Hizo desaparecer la huella grasosa de su boca raspándola con una toalla de papel y decidió poner fin al episodio más ingrato de su vida llamando por teléfono a la pensión donde debería estar alojado Rigoberto Marín bajo el nombre falso de Alberto Parra Chacón. Le espetaría un simple y discreto mensaje: «Orden cancelada. Vuelve.»
Las chicas estaban en la ducha, y con el milagro del celular finalmente en su mano, digitó el número del hotel de Monasterio.
Al otro lado de la línea, como una colegiala aplicada, la cajera Elsa estaba recortando la crítica de El Mercado. Una vez con el clip de prensa en sus manos, se proponía pegarlo sobre un trozo de elegante passe-partout negro al que luego metería en una carpeta de sobrios tonos grises y se lo presentaría como regalo a Victoria Ponce cuando esa tarde, a las cinco, se realizara un té social de festejo organizado en casa por la madre de la niña y al cual estaban invitadas otras damas de la sociedad tales como Elena Sanhueza y Mabel Zúñiga.
Iba a esperar a que todas estuvieran sentadas frente a sus tacitas humeantes para decirle a Victoria un texto que le fluiría en los labios, pues provendría de una certeza de su corazón: «Esta crítica será un pasaporte que te abrirá las fronteras de todos los países.»
Después de sorber un poquito de té, Mabel de Zúñiga tendría la complicada misión de alentar a la depresiva viuda de Ponce a unirse con las otras damas en el convencimiento de que lo que ahora vendría a rematar la dicha sería la autorización para que su talentosa niñita contrajera bodas con su novio Ángel Santiago, chico decente, promisorio, y como lo decía la canción de moda, «con un corazón que llegaría al sacrificio por ella».
«Esto -sería su llave maestra- no es el tarareo de un simple bolerito que suena en las micros y en la televisión con una promesa sentirnentaloide que cualquier rascatripas rijoso le promete a la mujer que codicia, sino que hay pruebas fehacientes de que el joven Santiago estuvo al lado de su princesa cuando ésta se debatía entre la vida y la muerte, y que cuando la bella durmiente volvió cual Lázaro del reino de las tinieblas, organizó la velada nada menos que en el teatro Municipal, con riesgo de su vida, gracias a la cual la Víctorita Ponce se encuentra a las puertas de la fama mundial.» Concluyente: tiraría sobre el mantel la carpeta gris, el interior en passe-partout negro, y la crítica consagratoria.
Es decir, a esa hora de la mañana estaba transmigrando en un vuelo espiritual, y mientras maniobraba las tijeras con ausente precisión, pensó que a los diecisiete años se hubiera deseado a sí misma un futuro semejante: un amor, una vocación, un talento.
Pero si el croupier le había entregado malas cartas no se hundiría en tangos rencorosos, sino que iba a proyectarse en la joven artista y en su encendido enamorado. Esa parejita tendría que limar sus sinsabores por el chato mundo de hoteluchos, tabernas, cárceles y desdenes en que todos vivían: Monasterio, en la traición a su amigo y en la promiscuidad de mujerotas que le consumían los pocos ahorros mal habidos; el gran Vergara Grey, pulverizado de amor por una mujer altanera que no tenía la generosidad de ponerle ni siquiera un poco de oxígeno para que siguiera viviendo su agonía, y ella misma, eterna segundona de todos, despreciada por Monasterio salvo cuando un dolor profundo lo llevaba a su lecho para buscar, más que sexo fogoso, ternura maternal.
Y ni pensar siquiera en todos esos que pululaban la calle de las Tabernas, solos y sombríos, tratando de que alguien les pagase un último vino para tumbarse en sus sábanas frías a rogar que la muerte los sorprendiese en calma antes que abrir los ojos a un nuevo día de angustia. Ese mundo de «halcones nocturnos», como le había dicho la profesora de dibujo Elena Sanhueza.
Dejó sonar el teléfono más de siete veces, pues quería conseguir un recorte impecable: un rectángulo sin abruptos sobresaltos ni las huellas improlijas sobre el passe-partout de un estudiante con modorra. Cuando lo tuvo, contestó:
– ¿Es el hotel de Monasterio?
– Sí, señor.
– Quisiera hablar con don Alberto Parra Chacón.
– No vive aquí.
– ¿Por qué no revisa la lista de alojados, por favor? Se trata de algo urgente.
– Aquí la estoy viendo. El más frecuente de nuestros alojados es un señor Enrique Gutiérrez.
– Bueno, no es ése. Yo le hablo de Alberto Parra Chacón. No muy alto, flaco, nervioso.
– Casi todos los que vienen aquí se ponen nerviosos. Miedo de que alguien los vea o temor a no funcionar.
– Comprendo. Pero usted debe de llevar una lista de huéspedes.
– Por supuesto, señor.
– ¿Les pide carnet de identidad?
– í Como que hay Dios! Es una ordenanza municipal.
– ¿Y no le aparece ahí Parra?
– Parra como Violeta Parra. No, señor. Lo siento, señor.
– En caso de que apareciera, ¿le podría dejar un mensaje?
– Con todo gusto, caballero.
– Dígale, por favor: «Orden cancelada. Vuelve.»
– Voy a anotarla.
– No se vaya a equivocar, por favor. Es muy importante.
– ¿Cosa de vida o muerte?
– Exacto.
– Quédese tranquilito no más. Ya lo anoté: «Orden cancelada. Vuelve.»
– Muy amable, señora. Muchas gracias.
– ¿Y de parte de quién es el mensaje?
– ¿Cómo?
– Quiero decir, ¿cuál es su gracia?
Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Elsa sostuvo el fono entre el hombro y la oreja, y con las manos libres aplicó el tubo con pegamento a la parte posterior del recorte y lo estampó en el passe-partout negro.
– Dígale a Parra Chacón que el mensaje es de parte de un amigo.
– ¿Entenderá así?
– Él va a entender.
– Comprendido, señor.
– Gracias, señora.
«Un amigo», sonrió la mujer, después de colgar. Agarró el papelito en que acababa de escribir el mensaje, lo arrugó en su puño y lo tiró al basurero. «¿Qué tengo yo que andarme metiendo en líos de cabrones?», se dijo. Y se tocó con rencor el punto en la garganta donde Alberto Parra Chacón le había abierto un pequeño tajo.
CUARENTA Y TRES
Coincidieron en que para trepar más allá del último piso había que llevar una escalera alta que no cabría en el minúsculo espacio del ascensor. Tampoco tendría que ser exageradamente alargada, pues desbordando el espacio del nivel donde estaba la caja fuerte podría astillarse contra el techo. La única solución posible era encontrar una escala con bisagras, que pudiera doblarse y desdoblarse hasta alcanzar al menos unas tres veces su tamaño. De no hallarse o fabricarse este artefacto, no quedaba otra que adiestrar a don Nico a trepar la soga en un gimnasio vecino donde hacían sus ejercicios de rescate los bomberos.
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