Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria
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Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.
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– ¿Cuánto falta?
– Cinco minutos.
Ángel Santiago dio la orden de salir a calle Moneda y caminaron hasta Mac Iver, siguieron hacía San Antonio, doblaron en dirección a Agustinas y allí, a media cuadra, divisaron el radiopatrulla de la comisaría de Güechuraba con las luces de señalización parpadeando y la sirena del techo tirando ciclos rojos sobre el asfalto húmedo.
En cuanto el grupo se juntó con el cabo Zúñiga, éste desenfundó ante todo el mundo el revólver de su cartuchera, y fue el primero en hacer su entrada por el acceso de artistas seguido de los invitados, que se anudaron compactos en torno a Vergara Grey. Cuando el carabinero puso el revólver a centímetros del guardián, Ángel palpó el arma del alcaide Santoro en su bolsillo y decidió fulminantemente que no vacilaría en usarla llegado el caso.
– ¿Qué pasa? -preguntó el funcionario, haciendo ademán de coger el teléfono.
– Mientras menos pregunte, más rápido nos iremos.
Vamos a allanar el teatro.
– ¿Allanarlo?
– íbamos a hacerlo hace una hora, pero decidirnos esperar que saliera hasta el último espectador de la vermouth.
– ¿De qué se trata?
– Tenemos información de que entre el público que había hoy en la ópera se encontraban dos terroristas.
– ¡No me diga!
– Y nos consta que pusieron una bomba para volar el Municipal. Nosotros venimos a desarticularla.
– ¡Qué horror, mí teniente. ¿Y por qué alguien querría atentar contra este templo del arte?
Ángel Santiago se adelantó y expuso convincentemente el revólver a centímetros de la nariz del guardia.
– Justamente porque hay personas que sienten que la que aquí está ocurriendo es una profanación. Una ópera,, sobre ese bandido chileno, Joaquín Murieta, que nos desprestigió en Estados Unidos, escrita por el comunista Pablo Neruda, compuesta por el comunista Sergio Ortega, etcétera. ¿Me entiende?
– ¿Y usted quién es, joven?
– Detective Enrique Gutiérrez, de la Brigada de Homicidios.
Se tocó la chaqueta una fracción de segundo para que el guardia no alcanzara ver que bajo la contrasolapa no había más que el carnet falso de la Schendlen
– ¿Y qué debo hacer ahora?
– Usted y el personal, ponerse a salvo. ¿Quiénes quedan aún?
– El técnico de la caseta de iluminación, los acomodadores, el personal de limpieza.
– Dígales que vengan urgente a portería sin darles más detalles.
– Sí, mi teniente. ¿Debo llamar al alcalde?
– Por ningún motivo. No queremos que un hecho que tiene intención política desborde el aspecto policial.
– Le quieren bajar el perfil.
– Exactamente.
Las ampulosas cortinas de lujosa felpa fueron corridas manualmente por el propio Ángel Santiago, la coreógrafa Ruth Ulloa ubicó la radio Zenith sobre una bañadera de la escenografía de Fulgory muerte de Joaquín Murieta, y precisó el punto adecuado de volumen para no dilatarse cuando la Joma ballerina estuviese dispuesta, el cuidador de autos Neniesio Santelices pudo acertar con la palanca que encendió hasta la última lágrima de la portentosa lámpara sobre las cabezas del auditorio, y por su parte, con la misma técnica que empleaba para palpar las intimidades de las cerraduras de las cajas fuertes, Vergara Grey dio con los botones que en el control de mando le permitieron concentrar un spot en el centro del escenario.
El resto de los aficionados al ballet se sentaron solemnes en la quinta fila de platea, lejos en todo caso del lugar donde podría estar la eventual bomba terrorista -bromeó el cabo Zúñiga-, y tras intercambiar palabras de mutua felicitación por los esfuerzos en elegancia e ingenio que les habían permitido el ingreso al templo de las artes, todos se callaron simultáneamente cuando la bailarina Victoria Ponce se posó delicadamente en el epicentro del foco de luz otoñal, y con el gesto afirmativo que usa una soprano para indicarle a la pianista acompañante que ataque, le dio la orden a su maestra de que apretara la tecla de la radio con la música compuesta especialmente para ella por el señor Addis.
Ángel se mantuvo en una punta del escenario, deseoso de compartir la misma visión que su amada tendría de la sala cuando iniciara el baile, y al sentarse apoyado en el cortinaje que había abierto con destreza, puso el arma a la vista de todo el mundo, como un mensaje tácito de que si alguien intentaba interrumpir el espectáculo, debería atenerse a las consecuencias.
Tampoco Vergara Grey se ubicó en la fila de los privilegiados. Por mucho que la inminente culminación de un sueño que el azar le había puesto en el camino estuviese por efectuarse, su responsabilidad de coautor material del delito lo hizo permanecer de pie frente a la puerta, en caso de que policías reales o funcionarios histéricos quisieran interrumpir la velada.
Y entonces don Nemesio Santelices bajó la palanca del lamparón y gradualmente las lágrimas se apagaron, y no hubo otra luz en la sala que la que caía tenue sobre la muchacha, quien recibió el primer acorde del piano en cuclillas, como orando por el amado ausente.
Eran las veintidós horas cuarenta y cinco minutos cuando comenzó el recital de danza a cargo de Victoria Ponce en el teatro Municipal de Santiago de Chile.
TREINTA Y OCHO
En el periódico El Mercado apareció al día subsiguiente esta nota del especialista en artes musicales Sigfrido von Haseanhausen.
POESÍA Y DANZA
Más por rutina profesional que por entusiasmo ante un espectáculo nada auspicioso, asistí anteanoche a la premire de la ópera de Sergio Ortega sobre el texto de Pablo Neruda Fulgor y muerte de Joaquín Murieta. Ópera para mí es ópera, un género mayor, acaso el más elevado de la música, y el simpático texto de Neruda que vi en mi juventud en una versión teatral dirigida por Pedro Orthus daría, según mí recuerdo algo nublado por las décadas, no más que para una banal opereta llena de recursos truculentos.
No el menor de ellos es que, cuando el bandido chileno Joaquín Murieta es degollado por los yankees -toda esta jerga preglobalidad Procede tanto del liróforo Neruda como del militante Ortega-, su cabeza, ya separada del cuerpo, pronuncia un monólogo. Ni en Macbeth se habían visto pases a la galería de tal magnitud. El exilio de Ortega en Francia, donde ha compuesto desde obras sinfónicas hasta mínimas piezas de cámara, ha logrado mitigar el efecto Purgante que tiene en el público culto y moderado saber que el romántico maestro es autor de himnos carnavalescos como «El pueblo unido jamás será vencido», que en los tiempos rojos de Chile llevó con sus crescendos patéticos a decenas de mis compatriotas a vociferar la pegajosa arenga hasta dejarlos afónicos, sobre todo en aquellos desfiles de guarangos que habían roto el orden constitucional.
Pues bien, la democracia desprotegida que hoy reina en Chile ha permitido que el olvido avance más que el rencor, y he aquí que pica comu las puertas del teatro Municipal se abrieron para esta enasta, que anteanoche fue aplaudida por una galería bullente de empleados públicos con atronadores «bravos» y standig ovations, y con un silencio fúnebre de las damas aristocráticas.
Vi incluso retirarse en el intermedio a la Patrona de las bellas artes chilenas madame fleur MacKay, con la nariz arísca y labios ígneos, como quien acabara de morder un pescado podrido. Sé que en el lobby declaró a Radio Apícola que su teatro Municipal «había sido herido de muerte», y que consideraba abandonar las fundánes que la unían al directorio de la institución para dedicarse al modelaje de trajes distinguidos para damas de la tercera edad.
Esperaré hasta la edición del domingo -día en que el tirajo este periódico se quintuplica- para pronunciarme sobre el matrimonio Neruda-Ortega, pues quiero referir antes la extraña peripecia en la que me vi envuelto la misma noche de Joaquín Murieta y en el preciso escenario del teatro Municipal.
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