Estoy en la cama de mi hermano y siento como si fuera mía, piensa Gonzalo, echado junto a Zoe, que lo abraza, viendo una vieja película en la televisión. Se han quitado los zapatos pero no se han metido en la cama. Zoe ha dejado, en su mesa de noche, un té de melocotón ya frío; Gonzalo no ha querido seguir bebiendo vino y ha puesto sobre la alfombra, al lado de la cama, una pequeña botella de agua mineral. Me da tanta paz estar con él, piensa Zoe. Me siento completa, acompañada, en armonía con el mundo. No debo forzar las cosas, piensa él. Está sensible, necesita un poco de cariño, nada de sexo esta noche y quizás nunca, pero está bien así. No importa. Sé que mi compañía la hace feliz y eso me basta. Zoe descansa su cabeza sobre el hombro de su cuñado y él la rodea con un brazo, acogiéndola. Ella bosteza, se encoge y hace un ovillo, como una niña desamparada, y él siente lástima y la besa en la frente.
– Te mueres de sueño -dice-. Es hora de irme.
Zoe lo mira a los ojos y le da un beso fugaz en los labios.
– No te vayas -le pide-. Quédate. Quédate a dormir.
Si no quiere hacer el amor conmigo, ¿por qué me tienta de esta manera?, piensa él. ¿Por qué se tienta a sí misma? Será difícil dormir con ella y no terminar revolcándonos.
– No sé si es una buena idea -dice, con una sonrisa.
– ¿Por qué? ¿No te provoca dormir acá?
– Me parece peligroso.
– ¿Tienes miedo a que Ignacio aparezca mañana temprano? Es imposible. Vendrá tarde en la noche. Confía en mí. Yo no correría riesgos absurdos.
– No me da miedo Ignacio. Me doy miedo yo.
– ¿Qué te da miedo? -pregunta ella, y le acaricia el pelo negro, largo, tirado hacia atrás, y piensa: es rico estar con un hombre que lleve el pelo desordenado, que no se corte el pelo religiosamente cada dos semanas como el cuadrado de mi marido.
– Me da miedo no poder controlarme.
– ¿Por qué?
– Tú sabes por qué. Tú sabes que me perturbas.
– Pero no debemos, mi niño.
Zoe se ha sorprendido de decirle «mi niño». No lo ha pensado, le ha salido del fondo del corazón. A su marido nunca le ha dicho eso. En realidad, nunca se lo había dicho a nadie.
– Yo sé, yo sé. Pero no me tientes. No soy de piedra. Va a ser una agonía dormir contigo y no poder tocarte. Yo me conozco.
Es tan rico sentirse así, deseada, piensa ella, y lo besa en esa mejilla que lleva días sin afeitar. Éste es un hombre de verdad. Éste es un hombre. Mi marido es un monigote. Gonzalo me quiere bien, es mi amigo, pero también es un hombre y tiene la boca seca de sólo pensar en hacerme el amor. Eso es lo que yo necesito para ser feliz: un hombre que no pueda dormir de las puras ganas de tirar conmigo. Un hombre que no necesite tapones en los oídos para dormir.
– No me dejes, Gonzalo, por favor. Duerme conmigo esta noche.
Gonzalo se ha puesto de pie y, al contemplar a su cuñada, tendida en esa cama muy ancha, el vestido algo arrugado, se asombra de verla tan hermosa y a la vez vulnerable.
– Está bien. Me quedo.
No me importa si no duermo, piensa. Será una delicia verla dormir, tenerla a mi lado, oírla respirar. No hay nada más hermoso que ver dormir a la persona que más deseas.
– Gracias, mi niño. Te adoro. Eres tan bueno conmigo. Ven acá, metámonos a la cama.
Gonzalo se quita la camisa gris y el pantalón negro y queda en unos calzoncillos blancos y una camiseta del mismo color. Ella lo mira desde la cama. Es un bombón, piensa. Me lo comería a besos.
– Qué frío -se queja él, y se mete a la cama con calcetines.
Una vez dentro de la cama, se saca las medias y las tira.
– Esta cama es una delicia -dice, tocando las sábanas de seda, acurrucándose en una almohada muy suave-. Ven, métete, no te quedes ahí afuera.
– ¿No tienes frío? ¿No quieres ponerte una pijama de Ignacio?
– No -ríe Gonzalo-. Deben de ser pijamas de viejo. Así estoy bien. Yo no duermo con pijama. Duermo con la ropa que llevo encima, una camiseta y mis calzoncillos y ya.
Zoe se pone de pie, bosteza, bebe un trago del té frío y, de espaldas a él, se quita el vestido a la luz vacilante del televisor, mientras Gonzalo la mira con intensidad. Eres una belleza, piensa, al verla en calzón. Tienes un cuerpo espectacular. Qué calzoncito tan rico. Me estás torturando, Zoe. Ella disfruta sabiendo que él, desde la cama, está mirándole el trasero, del que se siente orgullosa, gozando con ese calzón atrevido, y por eso se demora un poco al quitarse el vestido y doblarlo y ponerlo sobre una silla. Mírame, Gonzalo. Mírame y deséame. No puedes tocarme pero me excita saber que me miras como nunca me ha mirado tu hermano. Mírame todo lo que quieras. Luego camina hacia un armario de madera, saca una camiseta de manga larga, se despoja del sostén dándole la espalda a Gonzalo -yo sé que me estás mirando el poto, yo sé que te ha sorprendido verme con este calzón de puta, pero tengo un poto precioso y quiero sentirme tu puta esta noche, quiero sentir que enloqueces por mí- y se pone la camiseta.
– Eres una diosa, Zoe -dice él desde la cama, y se incopora y bebe un trago de agua-. Eres preciosa.
– Ojalá Ignacio me dijera esas cosas -sonríe ella y camina hacia la cama.
– Ignacio es un idiota. ¿Cómo puede desperdiciarte? No puedo creer que sólo quiera hacerte el amor una vez por semana. Me parece increíble. Me da vergüenza que sea mi hermano.
– Él es así y no lo podemos cambiar -dice ella, al otro lado de la cama, y da un último sorbo al té frío, y se mete a la cama.
Gonzalo no se mueve, no busca el cuerpo de su cuñada, sabe que debe portarse como un amigo y nada más.
– Ven, abrázame -susurra ella.
Gonzalo la abraza y se enciende al sentirla apretada contra él, suspirando en su cuello, pero recuerda que debe contenerse, sólo la abraza, aunque no puede evitar que su sexo se endurezca y por eso se aleja ligeramente, para que ella no sienta su erección. Zoe, sin embargo, la ha sentido y se acerca más a él, abrazados de costado.
– Ay, Gonzalo -suspira, y besa su cuello-. Me hace tan feliz estar así contigo.
– A mí también me hace feliz -dice él, pero no la besa, se esfuerza por cumplir con dignidad el papel de amigo.
– Bésame -dice ella.
– Mejor no.
– Bésame.
– Si te beso, no voy a poder parar.
– Sólo bésame, por favor.
Gonzalo la mira unos segundos a los ojos, se pierde en ella, siente que ha soñado ese momento y la besa primero con suavidad y luego con cierta violencia. Luego le levanta la camiseta, admira esos pechos que ha imaginado tanto tiempo y hace lo que, agitando el recuerdo de esa mujer que ahora tiene a su lado, ha hecho con frecuencia en las noches insomnes, afiebradas: los besa, los besa admirándolos, agradecido.
– Para, para -ruega ella-. No sigas.
Pero Gonzalo no le hace caso y ella se deja besar y goza con los ojos cerrados. Cuando él, besándola, comienza a descender, juega con el ombligo, ella se incopora y lo detiene.
– No, no sigas. Para, por favor. Esto no debe ocurrir.
Gonzalo obedece, se aleja, no pierde la sonrisa.
– Como quieras -dice-. No quiero incomodarte. Mejor veamos la tele.
– Lo siento, mi niño -dice ella, cubriéndose con el edredón, acercándose a él-. Yo también me muero de ganas, tú lo sabes. Pero sé que después me voy a arrepentir.
– Comprendo -dice él, resignado-. Como quieras. Duérmete. Voy a ver un poco de televisión para que me venga el sueño.
– ¿Estás molesto?
– Para nada. ¿Cómo se te ocurre? Estoy feliz de estar acá contigo.
– Yo también estoy feliz, Gonzalo. Te adoro. Eres tan lindo. Me muero por ti.
Se ha sorprendido de decir esas palabras que decía en su adolescencia, cuando se enamoraba de algún jovencito apuesto: me muero por ti. Es algo que no le he dicho en años a Ignacio, piensa.
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