Jaime Bayly - La Mujer De Mi Hermano

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Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio. Tiene treinta y cinco años y se pasa el día trabajando, es banquero. Lleva nueve años casado con la bellísima Zoe, a quien irrita comprobar que su marido le hace muy poco caso. En cuanto a Gonzalo, el hermano de Ignacio, se dedica a la pintura y es un seductor nato; y aunque su cuñada le gusta, ha decidido no intentarlo «por respeto a su hermano». De momento… Pero el triángulo está servido. Y es una bomba que va desencadenar secretos familiares, el furor contenido de los celos, la fuerza ingobernable del deseo…, y también la melancolía del desamor. Todo ello, narrado a un ritmo trepidante, en una historia que es a la vez tierna y descarada, tragicómica. El Jaime Bayly más deslumbrante.

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Cuando están pidiendo las entradas, Gonzalo aparece con una gran sonrisa.

– Feliz día, mamá -dice, con una voz que Ignacio encuentra demasiado alta, y abraza a su madre, que se ha puesto de pie para saludarlo.

– Qué bueno que llegaste, Gonzalito -dice doña Cristina, feliz de verlo.

– Perdonen la demora -dice Gonzalo, y estrecha la mano de Ignacio con una cierta tensión-. Estaba distraído y me quedé pintando hasta ahora.

Se nota, piensa Ignacio. Podrías haberte duchado y cambiado. Estás hecho un asco. Pareces un pordiosero. Gonzalo viste unos vaqueros viejos, camisa celeste y un saco negro.

– Hola, Zoe -dice, y besa a su cuñada en la mejilla.

– Hola -dice ella, y no se pone de pie, y se alegra de llevar ese vestido escotado, pensando en que tal vez Gonzalo ha podido admirar con placer el nacimiento de esos pechos que ella se enorgullece de mantener erguidos.

– Bueno, ahora sí, a comer -dice Ignacio, como si llevara prisa.

Tú siempre apurado, corriendo para meterte a la cama y dormir temprano, piensa Zoe. No tienes arreglo.

– Mira lo que me ha regalado tu hermano -le enseña doña Cristina el collar de perlas a Gonzalo.

– Está lindo -dice él, sin demasiado entusiasmo.

Ignacio sólo sabe regalar joyas, piensa. Es una manera de mostrar su dinero, de recordarme que puede hacer regalos costosos, de humillarme. Es tan vulgar eso de regalar joyas.

– ¿Qué le vas a regalar a mamá? -pregunta Ignacio, sabiendo que seguramente su hermano ha olvidado comprar un regalo.

Gonzalo le dirige una mirada poco amigable y luego mira a su madre con cariño.

– Nada -dice, sonriendo, tomándola de la mano-. Mamá no necesita que le haga regalos para saber que la quiero, ¿no es cierto?

– Por supuesto, Gonzalito -dice ella, encantada, y se deja besar en la mejilla por su hijo-. Yo ya sé que tú eres un bohemio y que siempre te olvidas de los cumpleaños.

Ignacio se enfurece pensando en que su hermano es un patán y un manipulador. Podrías haberte dado el trabajo de comprarle algún detalle, alguna tontería, al menos un ramo de flores, piensa. Pero no: eres un egoísta, no pierdes tu tiempo pensando en los demás y vienes acá a tragar porque sabes que yo pagaré. Eres un perdedor. Y tú, mamá, lo tratas con un cariño que él no merece. Debería molestarte que Gonzalo llegue una hora tarde y no te regale nada. Pero igual lo consientes y le dices Gonzalito y le recuerdas que es un artista y por eso puede hacer lo que le venga en gana.

– Voy al baño a lavarme las manos -dice Gonzalo, y se pone de pie.

Zoe lo sigue con la mirada. Estás guapísimo, piensa. Me gustas así, sucio y desarreglado. Me provoca cogerte a besos. Quiero comerme un pan con mantequilla. Quiero besarte, Gonzalo.

– Yo también voy al baño un segundo -dice Zoe, muy seria, y se levanta.

Caminan hacia los baños, Zoe detrás de él, mientras Ignacio le dice a su madre:

– ¿Cómo puede venir sin un regalo para ti?

– No le des importancia a esas cosas, Ignacio -dice doña Cristina, y toma un trago-. Lo único que importa es que estamos los cuatro acá y yo estoy feliz. No necesito más regalos que verlos contentos a ustedes.

Ignacio piensa que no debe ser tan severo con su hermano y que debe acostumbrarse a quererlo con sus caprichos, descuidos e imperfecciones. Es un buen chico, después de todo. Sigue siendo un niño. Tengo que acostumbrarme a pensar que es sólo el niño Gonzalito que se resiste a crecer.

En un pasillo interior que se dirige a los baños, a salvo de las miradas de los comensales, Gonzalo y Zoe se detienen al abrir las puertas, se miran un instante y sienten el vértigo del deseo. Están solos, Gonzalo en la puerta del baño de hombres, que a primera vista parece vacío, y Zoe en el umbral del baño de mujeres. Apenas se miran dos segundos, pero es suficiente para saber que sus cuerpos se han encendido y que, a pesar del riesgo, debe ocurrir lo que Gonzalo no teme hacer: coge a Zoe de la mano, la jala fuertemente, la mete al baño de hombres, donde no hay nadie más, y le da un beso furioso, agónico, como si fuera el último que se darán. En seguida se separan, pero él la jala de nuevo, la besa apretándola contra su cuerpo, y luego le dice mirándola a los ojos:

– Ven a verme. Te estoy esperando.

– Iré pronto -dice ella, y sale del baño de prisa, entra al de mujeres, se mira en el espejo y siente que su corazón va a estallar.

Ignacio se ha levantado muy temprano, cuando todavía no amanecía, se ha dado una ducha rápida, ha preparado el maletín de mano con la seguridad que sólo se obtiene habiendo viajado tantas veces y, tras besar a su esposa en la frente con delicadeza para no despertarla, ha tomado un jugo de naranja en la cocina y partido de prisa rumbo al aeropuerto, dándose tiempo, sin embargo, para detenerse un instante y dejarle, sobre la mesa del comedor, una nota a Zoe: «Cuídate. Regreso pasado mañana. Te voy a extrañar.» Ella finge dormir cuando su esposo se alista en el baño, la besa en la frente, desayuna de pie en la cocina y sale con apuro, pero en realidad está despierta, esperando el momento que ahora le produce una extraña sensación de alivio y felicidad: el ruido de la puerta de la casa y del motor del taxi que se aleja con su marido. Estoy soltera, piensa Zoe, dándose vuelta en la cama, estirando el brazo por la sábana donde ha dormido Ignacio. Estoy soltera dos días. Qué rico sentirme libre. Ojalá tengas mucho trabajo y te quedes por allá unos días más, Ignacio. Me viene del cielo este descanso. Luego cierra los ojos, piensa en Gonzalo durmiendo a su lado con la espalda desnuda, piensa en ella acariciándole la espalda, besándosela. Me encantaría que vinieras a dormir conmigo, piensa, los ojos cerrados, y luego se tiende de costado, la cabeza sobre la almohada arrugada, mirando hacia ese espacio vacío de la cama donde ella imagina al hermano de su esposo, y se queda dormida con la libertad de saber que puede despertar a la hora que le dé la gana.

Despierta muy tarde, casi a mediodía, y se levanta de la cama con una sonrisa. Ha soñado con Gonzalo. Estaban juntos en un auto recorriendo de noche la ciudad. Gonzalo manejaba. Se miraban, sonreían, sentían la llamada del deseo, él la tocaba entre las piernas, por encima del pantalón blanco, mientras conducía con lentitud, y ella se dejaba tocar y gozaba. Desde el beso de la otra noche en el restaurante, Zoe ha quedado muy perturbada. No lo ha llamado ni se ha atrevido a visitarlo, pero tampoco ha podido sacárselo de la cabeza y por eso se ha alegrado secretamente cuando Ignacio le ha dicho que debía salir de la ciudad un par de días en un viaje de negocios. Cuando él le sugirió que lo acompañase, ella declinó con una sonrisa, diciéndole que era mejor que viajase solo y atendiese sus asuntos con absoluta libertad.

– Los viajes me provocan cada vez menos -mintió.

– A mí también, pero tengo que ir -dijo Ignacio.

Ahora Zoe camina por su casa descalza, con un calzón blanco y una camiseta gris muy gastada, la ropa que ha usado para dormir, y prepara un café con leche en la cocina y, al ver sus pies sobre el piso de cerámica, recuerda que a su esposo le irrita verla así, caminando por la casa con los pies descalzos, y puede oír las palabras que él seguramente le diría si estuvieran juntos: «Ponte unas pantuflas, Zoe. Es de mal gusto caminar con los pies al aire. Es poco higiénico ir pisando la suciedad del suelo. ¿Qué te cuesta levantarte y ponerte unas pantuflas? No me pondré las aburridas pantuflas de señora asquienta que no puede pisar el suelo, piensa Zoe, sonriendo, agradeciendo que su marido esté lejos. Recuerda a Ignacio siempre protegido por unas pantuflas de cuero marrón, forradas con lana por dentro, ya viejas y gastadas, pero que no está dispuesto a cambiar por otras más nuevas. No hay nada menos sexy que ver a un hombre con medias y pantuflas, piensa Zoe, y se estira en la cocina, con los brazos hacia arriba, dejando ver su ombligo, su barriga lisa, cero grasa. Quiero a un hombre que no tenga asco de ensuciarse los pies. Quiero a un hombre que no tenga asco de ensuciarse conmigo en la cama.

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