Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– No lo dudo.

– Pero también sabes que jamás lo utilizaría.

– Lo sé. Reconozco que puedo confiar en ti. Pero te has convertido en un estorbo para ellos y, en consecuencia, para mí. Mira, Jean-Luc y yo tenemos ya una vida aquí. Nos ha costado mucho. Hace demasiado tiempo que escapamos de un sitio a otro. Estamos cansados.

– Todos estamos cansados.

– Entonces, ¿por qué no te vas?

– Porque cada día tengo menos lugares a donde ir.

Gérard suspiró con un gesto teatral. Daba la sensación de que le preocupaba no dar con ninguna solución. Liam le ofreció una:

– Cumplo con el encargo, cobro y te doy mis efectos personales.

– Lloris debe vivir.

Entonces alguien tendrá que morir, pensó Liam.

– Me tomaré unos días para responderte -dijo, no obstante.

– No hay plazos -suspiró de nuevo Gérard-. Lo siento, de verdad que lo siento. El único pacto posible es que te vayas. Ahora mismo. Entrégame tus efectos personales y vete. Ya has cobrado la mitad. Sé que es un trabajo bien remunerado. Tienes bastante. África es un buen lugar para ti.

África. Liam pensó en Tanzania. Pensó que cualquier país ya no era un buen lugar para él. Observó de nuevo los alrededores. Había mucha gente en la plaza. De nuevo pensó en todas aquellas vidas normales. En el deseo de compartir con alguien una rutina diaria. No era el momento de desear, sino de pensar en un presente cada vez más turbio. Pisó el cigarrillo. Sentía dolores en el abdomen y una molestia incipiente en la pierna.

– Sé pragmático. Si te quedas, todos tendremos problemas.

– Te enviaré mis efectos personales cuando esté fuera del país. Mañana mismo.

– Dame tu palabra.

– Vale tanto como la tuya. En eso compartiremos el riesgo.

– De acuerdo. No se hable más. Adiós, irlandés. Te deseo suerte.

Seguido por Jean-Luc, Gérard anduvo en dirección opuesta al punto donde estaban los irlandeses, sentados, uno distanciado del otro, en la barandilla de la fuente de la plaza, cerca de la puerta de la basílica. Liam seguía a los franceses con la mirada. Cuando estaban a cien metros empezó a andar en su misma dirección. Ambos entraron en el parking de la plaza de la Reina. Liam esperó unos minutos con tal de comprobar que no salieran de allí. En una cafetería pidió una agua mineral y se tomó una Buscapina. Descansó un rato para que se le pasara la molestia de la pierna, ya un dolor agudo.

No tenía la menor duda de que Gérard le engañaba. Lo de sus efectos personales sólo era una estratagema para que se confiase. Sin la evidencia del cadáver -como noticia de prensa o verificada in situ-, nadie pagaría por un asesinato. Era cierto, y en eso creía al francés, que se veía obligado a matarle y que lo aceptaba a regañadientes. No era un encargo cuya víctima estuviera desprevenida, sino que, además, ambos se conocían perfectamente. De modo que Liam reordenó la estrategia para llevar a cabo, por una parte, el trabajo de liquidar a Lloris en el mínimo tiempo posible, y para evitar por otra enfrentarse a los franceses. Las pistas falsas que había dejado, el hotel Astoria y los traficantes de armas, ya serían conocidas por Gérard. Más que pensar en su plan, tenía que pensar en el de ellos. Probablemente hicieran lo mismo sin dejar de mantenerse cerca de Lloris, aunque quizá también les interesaba controlarle. Seguro que Gérard se imaginaba que los había seguido hasta el parking. Era una precaución básica. Aunque, si él fuese Gérard, habría ordenado a Jean-Luc salir por otra puerta del garaje. De modo que tendría cuidado con su socio, comprobaría que no le pisaba los talones. Se imponía otro detalle: irse del piso lo antes posible. Por la noche liquidaría el asunto Lloris. Ya había decidido hacerlo en el piso de su amante. Pensó en Dar es Salaam, en la joven negra, en el error de haber dejado cualquier testigo. También pensaba en Maria, en la necesidad de no ponerla en peligro. Era la única persona que conocía la ubicación del apartamento y podía presentarse de improviso.

Cuando salió de la cafetería, en vez de continuar por la plaza de la Reina, por la que transitaba mucha gente, dio la vuelta por la estrecha calle de la Correjería. Había algunos vecinos en los portales de los edificios y un grupo reducido de extranjeros que visitaban el casco antiguo de la ciudad. No vio a Jean-Luc. Ni a los dos irlandeses, cercanos al grupo, como si formaran parte de él, aunque tampoco le hubieran llamado la atención, dado el carácter turístico de la zona. Tan pronto como llegó al final de la calle, empezó a andar con más rapidez hacia la de San Vicente. La Buscapina le había hecho efecto. Apenas notaba el dolor en la pierna. Se metió por un callejón peatonal que llevaba al estanco. Antes de llegar se cercioró en tres ocasiones de que no le siguieran. En todo caso, el hecho de entrar a un estanco no levantaba sospechas. Por eso había decidido hablar con Maria allí. Se dirigió a la cava de los puros. Maria comprendió que quería verla. Su compañera se encargó de los clientes del mostrador. Liam palpaba un puro, comprobando su firmeza y humedad. Por una intuición no necesariamente femenina, Maria estaba convencida de que la inesperada visita de Liam era un mal augurio. El gesto inquieto de él también lo delataba así.

– No te esperaba.

El irlandés observó otras cajas de puros. Resultaba evidente que no era un fumador habitual de habanos, iba de una a otra sin decidirse. En realidad, no sabía qué hacer, cómo decírselo.

– Tengo que irme unos días a Madrid.

– ¿Cuántos?

– Dos o tres. Mi socio me ha llamado por teléfono. Tenemos un problema con una remesa de muebles que ha llegado dañada. Me ha pedido que lo compruebe.

– ¿Por eso estás tan serio?

– Me cabrea tener que ir.

– Parece que te vayas al fin del mundo.

Lo parecía. La conversación se volvía un lastre para Liam. Empezaba a darse cuenta de que quizá no tendría que haberle dicho nada. Marcharse sin decir adiós. Con el tiempo, y quién sabe si con muy poco, ella habría descubierto sus motivos. Unos motivos que él desearía explicarle personalmente, aunque Maria en ningún caso los entendiera. Pero no era capaz de irse de su vida sin verla por última vez, aquel encuentro inútil al que él intentaba dar sentido, para no dejar tras de sí un vacío absurdo, una huida inexplicable. Aunque no sabía cómo enfrentarse al momento, por lo menos estaba allí para evidenciar, aunque fuese con su estúpida presencia, un interés honesto. Un gesto simbólico de despedida que pretendía evitar la salida por la puerta falsa. Pero ni podía ni sabía cómo hacerlo, y además era consciente de que ella lo estaba intuyendo todo. La cogió con afecto por los brazos. No decía nada, pero su gesto lo explicitaba. Maria observó a la gente que se congregaba en el mostrador. Su compañera le hizo una señal para que se diese prisa con el cliente de la cava. Dio un paso atrás, separándose con suavidad de sus brazos. Tenían que dejarlo, como una de tantas aventuras parecidas que acontecen a diario en todo el mundo. ¿Por qué debería ser distinto para ella? Quizá había sido una ingenua, casi convencida de la sinceridad apresurada que él le había ofrecido. Al fin y al cabo, sólo era un turista con otra vida en otro país; tal vez un visitante de los que aprovechaban la oportunidad de una aventura. El comportamiento extraño de Liam se ratificaba en aquel encuentro. Debían dejarlo allí. Días atrás había entrado como un cliente y como un cliente se iría.

– Adiós, Liam. Dondequiera que vayas, que tengas buen viaje.

Maria se dirigió al mostrador. Liam todavía permaneció unos minutos allí, quieto ante una caja de puros. Lanzó un profundo suspiro, con un nudo en la garganta. Habría dado lo que fuese por desmentirle lo que pensaba. Sin embargo, se daba cuenta de que era tarde; sería inútil, ella no le creería. Además, cualquier cosa que hiciese podría implicarla. El tiempo se le agotaba, pero aún tenía el suficiente para al menos dejarla al margen. Cerró de un golpe la caja de puros. Salió del estanco sin el valor de mirarla, con una inequívoca sensación de pérdida. En realidad, sólo había ganado el paréntesis de unas semanas. No podía agradecer mucho más a su destino. Se sentía mal por ella, por el desencanto y la tramposa impresión que le dejaba. Ahora sólo se enfrentaba al único futuro que le esperaba: elegir, si todo salía bien, un lugar para morir.

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