Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Reconozco que, de haber sido joven, me hubiera disgustado mucho salir de España sin haberme encontrado con el único hombre que supo fundir un poco los constantes glaciares que tuve que afrontar a lo largo de mi vida.
Pero llevábamos demasiados años nutriendo nuestra comunicación con el sonido que presta el teléfono a la voz. Por eso no me pesa abandonar esta ciudad sin haber visto a Jaime. Los encuentros tardíos pueden ser funestos.
En cuanto a Rosario (que tras acabar la guerra se instaló en Granada), dejó de existir hace ya cinco años.
Su muerte continúa doliéndome. También me duele su recuerdo siempre alegre y benévolo, luchando contra aquel estigma que tanto debió de hacerle sufrir. Pero sobre todo me duele el desgarro que durante los diez últimos años supuso para ella vivir.
En lo que a mí se refiere, la recordaré siempre como una amiga irrepetible. Jamás traspasó la raya que desde el principio de nuestro encuentro se trazó entre nosotras para convertir nuestra comunicación en una sólida amistad.
En cuanto a Jaime, tal como quedamos cuando me llamó por teléfono a Montecarlo pocos días antes del bautizo de mi bisnieto, no se presentó en Zarzuela, ni intentó visitarme mientras yo permanecía en el palacio de Liria. Tampoco insistió para que volviéramos a vernos: ha respetado mi decisión y yo me alegro de que así fuera.
Si cuando nos despedimos al empezar la guerra yo, como mujer, ofrecía un aspecto aceptable, actualmente soy tan sólo una vieja bien conservada. Él, en cambio, todavía puede presumir de ser un hombre atractivo: las deficiencias físicas que los años nos imponen se portan mejor con los hombres que con las mujeres.
Me pregunto ahora qué hubiera ocurrido si la Guerra Civil no nos hubiera separado. Quizá aquella afinidad entre amistosa y sentimental que nos unía hubiera continuado su curso sin interrupciones graves. No obstante, tal vez nuestra diferencia de edad y la implacable rutina que siempre se instala entre las parejas hubiera acabado por vencer y destruir el grato recuerdo que todavía hoy conservo de él. A veces conviene adelantarse al posible futuro, antes de que el futuro nos devore las ilusiones.
Ante nosotros nunca hubo desencanto: hubo un constante deseo de recuperarnos el uno al otro, un deseo imposible no sólo porque yo no podía regresar a España, sino por que Jaime, una vez metido en los destinos de Burgos, tampoco podía entrar en Francia.
Lo peor para mí fue la despedida. Duró tres días. Tres días de preparaciones, de infinidad de proyectos que nunca pudieron cumplirse.
«España está en guerra. Comprendo que vayáis los dos a prestar vuestros servicios a la junta de Burgos, pero dejadme al menos los niños. Estoy dispuesta a cuidarlos como si fueran mis hijos», les propuse.
Se negaron. Decían que ciertos familiares podrían ocuparse de ellos en San Sebastián. Allí la guerra era menos peligrosa.
En cuanto a Rosario, estaba dispuesta a prestar sus servicios como enfermera, tanto en la retaguardia como en el frente.
Pero ¿qué iba a ser de mí? Continuar en Fontainebleau era imposible. «Regresaré a Inglaterra», les dije.
No obstante, allí la vida se me convirtió en una verdadera pesadilla. De nuevo surgieron las insidias y las flechas envenenadas de reproches por haber abjurado de la religión inglesa, mi separación de Alfonso y mi apego a los Lécera. En aquellos momentos todo era adverso para mí.
Cansada de tanto asedio despreciativo, salí de mi propia tierra natal para pasar una temporada en Lausana con mi hijo Juan y su familia.
Únicamente regresé a Inglaterra tres años después de la muerte de Alfonso y en plena guerra mundial.
Mi madre, que se había instalado en Sussex, contrajo una enfermedad grave que la llevó a la tumba.
En aquellos momentos la guerra estaba en lo más alto de sus horrores y cruzar el canal de la Mancha era peligroso, pero yo no me resignaba a que mi madre muriese sin tenerme al lado.
Apelé al Gobierno británico y enseguida me proporcionaron un bombardero camuflado a mi disposición que me trasladó a Londres. Pero desgraciadamente llegué junto a mi madre cuando agonizaba.
De nuevo los recuerdos, los autorreproches, los lastres vencidos que se empeñaban en cobrar vigencia: mi petición de mano en Biarritz, la alegría truncada al enterarse de que su primer nieto era un enfermo, enseguida las sonrisas convertidas en ceños cuando mi marido departía con ella. Nunca se llevaron bien. Si Alfonso no le perdonaba el hecho de haber contaminado a su hija de una enfermedad terrible, ella no le perdonaba las constantes infidelidades que estaban destruyendo como mujer mi confianza en él.
Todo parecía repetirse en cada estertor y en cada síntoma mortal que afilaba sus pasiones y amarilleaba su rostro. De pronto comprendí que con ella moría también mi último soporte, nada tras aquella muerte podía ya servirme de apoyo. Se acabaron sus consejos y consuelos; todo quedaba en una triste anécdota y en un punto final. Se acabó la isla de Wight. Se acabó la última columna donde podía apoyarme. Comprendí que a partir de su muerte el soporte de toda la familia debía ser yo. Pero qué duro era sentirse soporte. Qué duro era comprender que en adelante yo debía ser ya la roca firme de una dinastía sin contar con alguien capaz de sostenerme.
Cuando Jaime se enteró de aquella nueva desgracia, me mandó a través del duque de Baena (nuestro ya conocido cartero Pepe Mamblas) un cariñoso mensaje ofreciendo de nuevo su ayuda para lo que fuera preciso.
Se lo agradecí. Hacía aproximadamente ocho años que, salvo por correo más o menos seguro, y a través de una inesperada comunicación telefónica, nuestra relación amistosa iba entrando poco a poco en esa dimensión ambigua que se nutre de lejanías.
Por eso aquel nuevo intento de aproximación fue para mí una ayuda, pero también algo parecido a un barrido de despojos.
Imposible era ya realizar cualquier acto, o programar cualquier futuro con su presencia y su voz. Se acabaron los proyectos de viajes compartiendo con él pareceres y costumbres; se acabó aquel continuo departir desinteresado y siempre respetuoso; se acabó el constante aleteo alegre de los niños que continuaban profesándome tanto cariño. Nada en adelante iba a ser igual a lo que durante cinco años había ido alimentando la parte más debilitada de mi existencia. Sin embargo, la raíz de aquel sueño persistía. Era como si aquellos cinco años que compartí con Rosario y con él se negaran a morir.
Cierto que el transcurso del tiempo suele ser implacable. Pero yo me resistía a que aquel recuerdo pudiera esfumarse. O tal vez no: quizá era el recuerdo lo que se empeñaba en mantenerse intacto, más allá del tiempo perdido. Muchos son los sentimientos que en el transcurso de los años se refuerzan. Especialmente si, cuando fueron realidades, nunca cayeron en deslices equivocados o en comportamientos prestos a defraudar. Jamás entre nosotros hubo tiranteces, ni desidias, ni el menor rastro de cansancios vivenciales.
Por eso los recuerdos se empeñan, de vez en cuando, en horadar mi mente e instalarse en ella para despertar y revivir momentos cruciales.
En ocasiones me despierto angustiada; seguramente habré soñado que aquella mañana en Fontainebleau todos los relojes se habían parado y que, al llegar a la estación, el tren había emprendido su ruta hacia París.
Ese sueño se repite muchas veces a lo largo de mi vida. Tal vez porque cuando los Lécera y yo salimos de Fontainebleau para separarnos definitivamente yo ansiaba con todas mis fuerzas perder el tren.
No lo perdimos. Era otoño: España continuaba en el horror de la guerra y yo en la guerra particular de mi propia sangre. Aunque sin gravedad extrema (como ocurrió dos años después), mi hijo Alfonso me rogó desde Nueva York que fuera a verlo. Al parecer había caído enfermo y precisaba tenerme al lado.
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