El tener como preferencia erótica, por ejemplo, el voyeurismo no es un problema psiquiátrico, el que esa elección comporte una neurosis no es un problema psicológico, lo es de entendimiento del hecho sexual. El tener, por ejemplo, una disfunción eréctil o eyaculatoria o vaginismo no es, en el 99,9 por ciento de los casos, un trastorno orgánico, es un asunto de entendimiento de lo que es el sexo.
Sin embargo, cada vez que nos asalta una «alteración» como las precedentes, acudimos al médico (psiquiatra o del aparato reproductor) o al psicólogo o al confesor; porque hemos hecho del sexo una patología. Hemos «medicalizado» nuestra condición de seres sexuados y hemos dejado que la moral, venga de donde venga, sea quien la juzgue (cuando uno no tiene más que no hacer daño al otro, y el otro y el uno, que no dejarse engañar por la chachara de los demás).
Una vez, alguien me dijo al oído lo siguiente: «Busca quién te solventa el problema y tendrás, muchas veces, el que lo ocasiona» (los políticos suelen ser un magnífico ejempío de esa máxima). Será porque, muchas veces, los mismos que nos absuelven nos inculcaron la culpa.
Al sexo lo hemos «normalizado» (tantas veces, de tantas formas y en tanto tiempo), lo hemos «normalizado» (tanto mide, tanto dura) y lo hemos hecho «finalista» (el famoso «coitorgasmo»), consiguiendo que se convierta en una actividad neurotizante. Que genera la neurosis de la culpa, y sus vastagos, la pena y la angustia.
Querer cortarse las uñas con una llave inglesa es muy frustrante, pero el origen de la neurosis es tan sencillo como saber para qué sirve una llave inglesa. Conviene que algunos que saben lo que es una llave inglesa lo expliquen, sin contarnos solamente los huesos que se pueden romper golpeando con ella, sin hacer que nos olvidemos la llave inglesa en casa porque estamos obsesionados con ponernos los guantes de soldador antes de usarla y sin dedicarse a curar las posibles lesiones que pueda ocasionar el uso de una llave inglesa, como si esas lesiones partieran de otra cosa que no fuera el hecho de no saber usar una llave inglesa.
La sexología puede ser el gran enemigo de la moral, quizá por eso, su existencia, pese a tener cien años de historia, sigue difuminada como una palabra rotulada en tinta a la que le hubiéramos escupido encima. Es una sabiduría sin formación específica propia (al menos, en España), sin colegiados, con sus puertas abiertas de par en par para el intrusismo y la charlatanería y sigue siendo tan extraña y puede llegar a ser tan demoledora que ni siquiera le hemos encontrado ni la necesidad ni el merchandising.
He conocido a lo largo de mi trayectoria y de mi formación a extraordinarios sexólogos; algunos actúan como tal, otros lo hacen bajo el amparo de las ciencias médicas y otros, desde la más profunda reflexión en las catacumbas de algún aula donde todavía se puede fumar. A todos ellos, mi ánimo y mi respeto.
Era una mañana de finales de marzo de 2007 y los ciruelos empezaban a mostrar las yemas de sus flores blancas. Allá en Japón, los tambores «taiko» debían tronar celebrando el fin del invierno. En casa, sonaba Mónteseos y Capuletos, de la suite de baile Romeo y Julieta, de Prokofiev. Tenía el sabor del eretismo todavía en el aliento y el olor de su piel en mi retina. Me incorporé en la cama y cogí la libreta en la que en la noche anterior había anotado algunas cosas que me habían interesado de la lectura de Elfriede Jelinek. Aparté de mi regazo a Monsieur Alfred, el gato mitad siamés mitad yo, que habíamos recogido hacía un año de un refugio, y con el mismo lápiz que había utilizado, empecé a escribir este libro.
Y anoté: Antimanual de sexo.
Para contar cosas como éstas.
Para hablar de Piolé, de los patos y de las llaves inglesas.
A Jorge de los Santos, el que me despierta por las mañanas, el que me acuna por las noches y pocas veces me duerme. Gracias, mi amor, por ayudarme en la construcción de este libro y por suministrarme fuentes inestimables a las que, sin ti, no hubiese podido acceder.
A Ana Lamente y a Belén López, dos seductoras que han hecho de estos Temas, Hoy, mi Planeta.
A Efigenio Amezúa, el sabio, que hizo del sexo el Sexo. Por enseñarnos a pensar en una sociedad que no nos quiere «pensantes» (sólo «biempensantes»).
A los que lean mi gratitud y sepan a lo que me refiero.
Al Trankimazin y al Lormetazepam (de 2 mg cada uno). A ellos también.
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