Las adicciones, como las mariposas, se clasifican. Pero, mientras en el caso de las segundas, se suelen seguir criterios morfológicos y científicos, las adicciones se rigen por parámetros morales. Y la moral, mucho más allá de incluir y excluir, exculpa o condena. En el caso de la adicción al sexo, se culpa menos la adicción que el sexo. Hablar de sexoadicto es cumplir una triple condena: la propia de la adicción, la de ser considerado un adicto y la del sexo.
Resulta curioso que, como hemos apuntado ya, el término «sexo» tenga una particular inclinación a ser usado como adjetivo; unas veces para demostrar que el sexo sólo se entiende desde otros sitios que no son el propio sexo (hablamos de «antropología sexual» o «psicología sexual», rara vez de eso que está por definir y que se denomina «sexología»), y otras para hacer de un delito un delito específicamente cometido en su nombre («delito sexual» o «abuso sexual», cuando éstos son, simplemente, un delito o un abuso). Cuando el sexo abandona su condición de adjetivo, no parece que normalmente la cosa le vaya mucho mejor. Un adicto al juego es un ludópata, uno al robo, un cleptómano, uno al ejercicio físico es un vigoréxico, al alcohol puede ser un dipsomaníaco o un alcohólico, pero un sexoadicto es un adicto al sexo, no un «sexólico» o un «sexomano», no, un sexoadicto. Mientras, alguien que refleja unas poderosas dotes en el uso de su erótica no es un «sexo talento», sino un «buen amante». «Estar muy bien dotado», en un marco sexual, no es actuar con inteligencia en el uso de la propia sexualidad, es, sólo, tener unos genitales grandes. Elucubraciones mías.
Maite se mostró reservada y confusa.
Un reconocido psiquiatra de Barcelona me habló, con cierta reserva, de ella y de su disposición a dar su testimonio, siempre que camufláramos, en la emisión o durante la grabación, su rostro.
Vivía casada desde hacía algunos años con un diletante que exigía en su casa una escrupulosa disciplina religiosa. Tenía un hijo de unos seis meses del que podía asegurar a quién correspondía la paternidad.
Intenté que se relajara sin ningún éxito.
Cuando le pedí que me aclarase un poco mejor en qué consistía su adicción, ella balbuceó que no podía resistirse a la tentación de sucumbir frente a las insinuaciones de algunos compañeros de trabajo. Cuando le pregunté que me cuantificara el número de encuentros fortuitos o estables que había tenido en, por ejemplo, el último año, ella me dijo que dos. Le pregunté por si mantenía actualmente alguna relación paralela a su matrimonio y ella respondió que no. Que se estaba curando.
Después, igual de confusa, pero menos inhibida, me habló de sentimientos mezclados y del sufrimiento que le producía desear a la chica que venía los martes o al chico de la garita de entrada.
«No lo puedo evitar…»
Insistí en si, con alguno de los dos, había mantenido relaciones eróticas. Respondió que no, que debía de ser gracias a la medicación. Sobre si, antes de tomar la medicación, las hubiera mantenido, dudó y concluyó que tampoco, pero que sin duda hubiera sufrido más porque le hubiera distraído de su trabajo, prueba irrefutable de su adicción maníaca al sexo. No supe qué más preguntar. Le di las gracias.
En un aparte, mientras a la invitada le quitaban el micrófono, le inquirí al médico sobre por qué me había propuesto ese testimonio. «A ella le gusta pensar que es adicta al sexo. El diagnóstico se lo ha puesto ella, no yo… a veces es mejor curarles de lo que no tienen…» Ante la brillante respuesta que me dio el médico, lo convencí para entrevistarlo a él al día siguiente.
Saludé a Maite con un gesto y abandoné rápido la consulta… no fuera a ser que me imaginara desnuda, a mí, que aquel día no me había arreglado el pubis. Con las ninfómanas, nunca se sabe…
La adicción al sexo es cosa de determinados «tiempos» y de determinadas costumbres. «¡Oh, témpora, oh, mores!», como dijo Cicerón, cuando todavía no existía la adicción al sexo. En EE UU pueden encontrarse infinidad de asociaciones locales, estatales y federales de unidad y apoyo a los afectados por esta auténtica plaga que asóla el territorio norteamericano, mientras que en Europa, hay que buscar a los afectados como Diógenes buscaba un hombre: con un farol y la paciencia de un cínico. Parece que, mientras más estricta sexualmente es una sociedad, más adictos al sexo hay. Cuando no se puede hacer nada, algo es demasiado.
Quizá, a lo que falte un adicto al sexo no sea a un uso normalizado de su propia sexualidad, sino a un orden moral siempre sensible a las cosas del comer y el sufrimiento de la adicción sea mucho más por vulnerar la castidad y las buenas formas que por ningún otro motivo. Un sufrimiento propio que no se origina en lo propio, sino en lo impropio de los demás. Quizá, el adicto al sexo sea «un enfermo» que manifiesta no un nivel de exceso de sexo, sino un defecto de moral en sangre, un uso demasiado bajo de puritanismo. Quizá, la adicción al sexo no sea una adicción al «sexo», sino a la culpa.
Si disecaran a los culpabilizados…
La pornografía es basta y el erotismo es elegante
CXIII. La fuente de la sangre
(…)
En el amor busqué un sueño sin memoria;
Mas para mí el amor sólo es lecho de agujas
Para dar de beber a esas crueles rameras.
Las flores del mal
Charles Baudelaire
Las flores del mal fue un libro de poemas considerado pornográfico. El 21 de agosto de 1857, Charles Baudelaire fue condenado a pagar trescientos francos por haberlo publicado, acusado de «ultraje contra la moral pública». Baudelaire fue rehabilitado por la Corte de Casación Francesa en 1949, ochenta y dos años después de su muerte.
El término «pornografía» es un invento Victoriano. Antes del siglo xix, nunca se empleaba, no sólo porque no existiera, sino porque no había necesidad de diferenciar la catadura moral de los espectadores de escenas o relatos sicalípticos. «Pornografía» es, por tanto, como término, una valoración discriminatoria entre cultos que saborean y ordinarios que engullen, nacida al amparo de una nueva concepción puritana de lo que debe ser, sigue siendo y nunca ha sido la sexualidad humana.
Parrasio fue posiblemente el primer pintor de putas. Ciudadano ateniense, aunque nacido en Efeso, su vida se desarrolló entre el siglo V y IV antes de nuestra era. A las grafías de Parrasio, que gustaba de representar alguna porne («prostituta»), nadie las tildó nunca de pornográficas. Parrasio fue el primer pornógrafo sin que llegara nunca a saberlo. La mirada que siempre incrimina tenía, por aquel entonces, los ojos cerrados.
El descubrimiento de los gineceos (las «salas de mujeres») y los burdeles en las ruinas de las sepultadas Pompeya y Herculano proporcionó, a principios del XIX, un buen número de escenas concupiscentes. El peligro surgió de inmediato; ¿qué harían las mentes embrutecidas e ignorantes con aquel material sensible? La mayoría de los frescos fueron a parar a colecciones «eróticas» privadas (sólo los ricos «erotómanos» podían formar colecciones), mientras que las que se consideraron que debían permanecer en la propiedad pública fueron restringidas, por el duque de Calabria en 1819, al «Gabinete de los objetos obscenos» o, como también se llamó, a «La colección pornográfica», a la que sólo tenían acceso aquellos visitantes de «edad madura y moralidad probada».
Los inicios de la fotografía, que permitieron que imágenes de cualquier índole pudieran divulgarse con facilidad, consolidaron el término «pornográfico», siempre mucho más en función de quién observara la imagen que del contenido de la misma. Las primeras películas eróticas fueron eso, eróticas y no pornográficas; sólo tenían acceso a ellas las clases adineradas, los nobles y la monarquía.
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