Valérie Tasso - Antimanual de sexo

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El sexo que conocemos es un "discurso normativo sobre el sexo". Este discurso, este manual para “todos los públicos”, está escrito siempre desde la moral (científica, religiosa, ecologista, económica o la que sea), nunca desde la voz del propio sexo. El objetivo de esta inmensa arquitectura de palabras es dar justificación a un modelo de sexualidad, nunca a la sexualidad en sí.
Partiendo de esta premisa Valérie Tasso busca los puntos de anclaje de ese vastísimo y homogeneizador discurso interesado que llamamos sexualidad humana y lo encuentra en el “tópico”. Las expresiones y valoraciones que sólo por fuerza de repetir y no por su veracidad, nos acabamos creyendo todos. De manera inteligente, amena, asequible y tremendamente descarada, Valérie Tasso va desarmando uno a uno una selección de esos “lugares comunes” no con intención de generar otro discurso sino con intención de cuestionar el existente.
Desde la exposición vital de su propia sexualidad, Valérie confecciona este “Antimanual de Sexo” destinado no a disfrutar de trucos y recetas para mejorar nuestras aptitudes y rendimientos en esta sexualidad que nos hacen vivir sino para cuestionar el propio manual de uso.
Quien cree, entre otras muchas cosas, que los preliminares anticipan el coito, que la prostituta vende su cuerpo, que el sexo está para pasárselo bien, que la relación sexual concluye en el orgasmo, que con la edad se pierden las ganas, que los afrodisíacos existen, que sabemos de sexo más que antes, que el sexo entraña muchos peligros, que existe algo no natural en el sexo, que la eyaculación precoz es cosa de hombres o que la religión y el sexo nunca se han llevado bien, o quien quiera saber porqué Valérie admira la glicinia debería acercarse a las páginas de esta sofisticada revolución que es Valérie Tasso.
“No son temibles las normas, sólo aquellos que se las creen…” En definitiva un libro de Valérie Tasso

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Es tanta su fijación sobre la sexualidad que estas auténticas escuelas de proselitismo moral revelado creen que sexo y moral son lo mismo, que cualquier acción realizada desde nuestra condición de seres sexuados conlleva implícita una regulación moral sancionadora y una valoración moral inculpatoria. Y acaban confundiendo a los feligreses y a los que no lo son, pero viven inmersos en su cultura de la culpa.

La religión, con demasiada frecuencia, sirve mucho más para «regular» el tráfico que para «religar» al hombre con su sentido de lo absoluto. Tampoco conviene olvidar eso. Cuando de un sentimiento humano perenne y original como el de trascendencia se hace un oficio, ocurren estas cosas; cuando no es el sentimiento al que dejamos hablar, sino a un «oficiante» de él, éste hace, en su nombre, estas cosas. El problema de la religión son los oficiantes religiosos, y el problema de los oficiantes religiosos es que hacen de la religión su sustento.

Louise tenía de cliente a un sacerdote católico. Era un tipo particular que vivía absolutamente obsesionado por dos cosas: el practicar sexo y el evitar pagar los servicios de Louise (quizá por haber hecho voto de pobreza…).

Personalmente, siento cierta inclinación por las personas que son capaces de cuestionarse y de cuestionar los dogmas para obrar en consecuencia con sus creencias. Personalmente, siento repugnancia por los corruptos. El «cura» de Louise era de los segundos. En el burdel, baboseaba sobre todo lo que pasara por sus proximidades, mientras fuera, seguía predicando y exigiendo de los demás mortales contención sexual y recato moral. Nunca vi en sus ojos la más mínima señal de duda.

Cuando Louise, harta ya de su mezquindad y de su cicatería, lo mandó de vuelta a la parroquia, él se echó a los brazos de Raisha. Hicieron magníficas migas. A ella le bastaba con saber que la prefería a Louise y al otro le bastaba con meterla en caliente de franco. Entre los dos hicieron correr el bulo de que Louise padecía de un herpes genital, cosa que hizo que Louise tuviera que acabar abandonando aquella casa.

Interpretar el sexo como algo contaminante no ha sido siempre consustancial al cristianismo. Han sido numerosas las «herejías» que, incluso dentro de esta religión del amor fraternal, han intentado conciliar el uso de la sexualidad con la doctrina evangélica. Pero ya sabemos cómo se las gasta la ortodoxia con la heterodoxia, y si es en el nombre del Padre, más.

Los hermanos y hermanas del Libre Espíritu, una herejía que se funda en el siglo xii, de raíces gnósticas, niegan cualquier autoridad eclesiástica terrenal. En su carácter panteísta, manifiestan la ausencia de pecado (por ser Dios el Todo y estar el pecado ajeno a Él) y hacen efectiva la inmolación del hijo para redimir a los hombres del pecado (Cristo en verdad, con su sacrificio, libró de pecado al hombre). Repudian, por tanto, los sacramentos (inútiles cuando no se «puede» pecar), hacen del infierno y del cielo estados anímicos (el segundo derivado del conocimiento y el primero de la culpa ignorante) y proclaman el gozo como santificación de Dios y el sexo como ofrenda a su manifestación. Libertinos y hedonistas fueron todos pasados por la pica, algunos de ellos, según cuenta Michel Onfray, ajusticiados, otros, como Amaury de Béne, inhumados, quemados sus restos y esparcidos por los pastos. Cualquier cosa en nombre del amor y la caridad cristiana.

Beguinos, bigardos, goliardos, sarabaítas, picardos, adamitas, pietistas de Kónigsberg, nicolaítas, los chlystes (que de ascetas pasaron a condenar sólo las relaciones sexuales que se mantuvieran dentro del matrimonio y a fomentar el resto), los carpocratianos… herejes, la mayoría místicos, que en mayor o menor medida y partiendo de suposiciones muy diversas, intentaron hacer, dentro de los preceptos del cristianismo, mediante la entrega voluntaria de sus cuerpos y de su capacidad para recibir y provocar placer, una verdadera praxis del amor al prójimo.

Pero hacer del mundo un estado sensible donde la satisfacción es posible y de nuestra sexualidad un regalo para ofrecer cuando se pide y no la condena que no se pide, es algo que los que prefieren rebaños a personas no toleran con misericordia. La lógica masoquista en la que no hay más recompensa que la que procura la exaltación del sufrimiento tiene muchísimos más seguidores de los que encontramos a los pies de las «dominas». Éstos, al menos, saben lo que hacen, no imponen el proselitismo de su preferencia y revierten la mortificación en placer erótico (no la mortificación en mortificación), quizá por eso, y por ser el «retrato» irónico de los que no se reconocen, también son marginados.

La orgía (la «celebración de Dionisos») es el acto de desprendimiento por excelencia, de despojamiento de los egos viciados en la búsqueda de algo mayor, que los trasciende. Sólo existe un placer que se persigue: el común, la unidad de intervención es la comunidad, no los individuos. Es una manifestación religiosa paradigmática. En ella, se sintetizan y se ejecutan en acto todos los principios conceptuales que conforman el fenómeno religioso: la manifestación del amor a lo divino en el prójimo, el amor al otro que se conforma como yo mediante la entrega gratuita y ejemplar, la trascendencia para alcanzar místicamente (sin confesores ni gestores) una comunión directa con el sentido de la divinidad, la generación de un comportamiento que persigue el gozo… Sin dependencias de los sistemas sociales de control, demostrando que somos algo más que aquello de cómo nos caracterizan y contraviniendo los «códigos de circulación», inútiles en los páramos abiertos. Siendo amoralmente éticos.

Las expresiones de gozo suelen ser aclamaciones a la divinidad. Dios aparece mucho más en los orgasmos que en las charlas teológicas. Han hecho falta siglos de represión carnal, de mortificación de los sentidos y de neurosis culpabilizadora para olvidar eso. Y para convertir la orgía en lo que hoy es una orgía.

Sexo y religión son piezas de un mismo puzle, en el que el modelo es el ser humano. Un puzle de millones de piezas, para el que los sabios emplean una vida en completar, mientras los temerosos, los que descartan las piezas que «no les gustan», no completarán nunca. Aunque crean lo contrario y nos lo manifiesten desde tarimas. Porque para ellos, no hay más modelo que el que se inventaron ni más montaje que el que son capaces de completar.

Porque ellos confunden una pieza con el puzle.

La estimulación anal es cosa de homosexuales

Oscuro y arrugado como un clavel violeta Entre el musgo respira humildemente oculto, Húmedo aún del amor que la pendiente sigue De las nalgas blancas al borde de su abismo

(…)

Soneto al ojo del culo Paul Verlaine y Arthur Rimbaud (Los dos primeros cuartetos del soneto fueron de Paul Verlaine, los dos tercetos de cierre los escribió Rimbaud.

Lo crearon como mofa del poemario que Albert Mérat dedicó a la mujer y en el que loaba sus distintas partes del cuerpo. Mérat no dijo nada del, también femenino, ojal de los glúteos. Verlaine y Rimbaud taparon ese hueco. Posiblemente después de, o durante, una noche de amor.)

La virtud, como todas las catalogaciones morales, ha sido como dice la celebérrima aria del Rigoletto de Verdi de la mujer, mobile, qual piuma al vento, muta d'accento, e di pensiero. Voluble, como una pluma al viento, cambia de palabra y de pensamiento; así ha sido, y es, el «inmutable» código moral que ha regido nuestra sexualidad.

Entre las prácticas «virtuosas», las propias del varón (las del vir), las varoniles, estaba, en la íntegra Roma antigua, la sodomización. Pero las reglas virtuosas, la moral de entonces, exigían que el virtuoso debía ser un sujeto activo, el «penetrador» (quizá por eso, de manera despectiva, mandamos más a que den por ahí que a dar por él) y siempre con alguien de una clase inferior, un esclavo o un homo (un hombre esclavizado, que se rige por el código humanitas del sometido, no por la virtus del dominador). La virtuosidad de la época no contemplaba la edad del sujeto receptor de la sodomización, y mucho menos el género, sólo la clase social y la «masculinidad» con la que se realizaba. El ano era una puerta de entrada más para los masculinos virtuosos, y el recto, un conducto «respetable».

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