Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Los zapatos nuevos de Aliide estaban esperándola en el fondo del armario de la habitación. Dejaría los viejos en el tren de Tallin. Los nuevos tenían un poco de tacón y ya no le haría falta suplirlo metiendo un trozo de madera dentro de los chanclos de goma.

Acababan de llegar del veterinario. Martin le había llevado al hombre una botella de vodka, y él les entregó unos papeles con los cuales la fábrica de salchichas les compraría una vaca que llevaba tiempo enferma y se les había muerto esa misma mañana. Aliide se quitó el pañuelo y encendió la lámpara de la cocina.

Había sangre en el suelo.

– ¿Le apetecería un poco de vodka a mi maridito para dormir mejor?

A Martin le apetecía. Cogió el Rahva H ää l («La Voz del Pueblo»), el diario del Partido.

Aliide le preparó una copa más abundante de lo normal. No vertió en el vaso los remedios de Maria Kreeli, sino que cogió unos polvos que le había birlado a su marido del bolsillo de la chaqueta, en el que también llevaba el reloj. Alguna vez, Martin se los había enseñado; eran de los hombres de la NKVD y no sabían a nada. Por la noche, Aliide había cambiado el contenido del envoltorio de papel por harina, y ahora los mezcló en la bebida.

– Mi dulce palomita siempre sabe lo que quiere un hombre -la alabó Martin después de apurar el vaso de un trago.

Luego le dio un mordisco al pan de centeno.

Aliide empezó a fregar los platos. El periódico de Martin cayó al suelo.

– ¿Ya estás cansado?

– Pues sí, de repente me siento muy cansado.

– Es que has tenido un día agotador.

Martin se levantó, se tambaleó hasta la habitación y se dejó caer en la cama. La paja del colchón crujió. El somier soltó un chirrido. Aliide fue a ver. Le dio un empujón, pero él no reaccionó. Lo dejó tumbado con las botas puestas, volvió a la cocina, corrió las cortinas y empezó a frotarse las manos con grasa de ganso.

– ¿Hay alguien ahí?

– Liide…

La voz venía del fondo de la cocina, del lado del armario, detrás de las cestas de patatas.

Aliide apartó las cosas y ayudó a Hans a salir. Le sangraba un hombro. Ella le abrió la chaqueta.

– Fuiste al bosque, ¿verdad?

– Liide…

– No a Tallin.

– Tenía que hacerlo.

– Me lo prometiste.

Aliide fue a buscar vodka y vendas y empezó a limpiarle la herida.

– Te encontraron, ¿eh?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Liide, no te enfades conmigo.

Hans hizo una mueca de dolor. Los habían rodeado. La emboscada había sido perfecta. Le habían dado, pero había conseguido huir.

– ¿Cogieron a los demás?

– No lo sé.

– ¿Le hablaste de mí a alguien en el bosque?

– No.

– En el bosque hay muchos agentes de la NKVD. Lo sé, Martin me lo contó. Por aquí también pasó uno antes de ir en busca de alguien cuyo grupo ya está infiltrado. Tienen vodka envenenado. Pudiste hablar sin saberlo.

– No bebí vodka con nadie.

Aliide le examinó el hombro. Sus manos se mancharon de rojo. Ni hablar de llevarlo al médico.

– Hans, voy a buscar a María Kreeli.

– Ingel está aquí. Me va a cuidar -dijo él, sonriendo y con la mirada perdida.

A Aliide se le cayó la botella. Los trozos de cristal se esparcieron y el vodka se extendió por el suelo. Se pasó la mano por la frente, olía a sangre y alcohol. Montó en cólera, sus rodillas cedieron bajo su peso. Abrió la boca, incapaz de articular frases, sólo le salían siseos y resuellos intermitentes. Le zumbaban los oídos. Buscó apoyo en el respaldo de la silla hasta que fue capaz de respirar otra vez. Hans se había desmayado. Ahora no podía perder los estribos, tenía que controlar la situación, podía hacerlo, fuese ésta cual fuese. Primero tenía que llevarlo al cuartucho, después iría a casa de Maria Kreeli. Lo agarró por las axilas. De su bolsillo asomaba algo. Una libreta. Soltó a Hans y la cogió con un movimiento brusco.

20 de mayo de 1950

¡ Por una Estonia libre!

No sé qué pensar. Estoy leyendo la carta más reciente de Ingel. La he recibido hoy, y la anterior hace dos días. Ingel escribe que ha estado recordando los sauces de su patria, en particular uno. Al principio me ha hecho sonreír. No estaría mal pensar en eso hasta su próxima carta, pensar en ese sauce. Tal vez al mismo tiempo que ella. Después me he dado cuenta de que algo fallaba. Su carta tiene todo el aspecto de haber sido manoseada y leída varias veces. Entonces, ¿por qué el sobre está más limpio? La última vez que deportaron gente, cuando empezaron a llegar sus cartas ni siquiera tenían sobre. Espero que haya sido alguno de los mensajeros el que metió la carta en el sobre, pero mi corazón ya no lo cree así.

Comparo la letra de las cartas con la letra de la Biblia que tenemos en casa. Ingel anotó el nombre y la fecha de nacimiento de Linda en las hojas interiores. La letra no es la misma. Se le parece, pero no es igual.

Liide me trae una botella de vodka. No quiero ni mirarla.

No me atrevo a romper esas cartas, aunque me gustaría. Liide podría preguntar por ellas, y entonces, ¿qué le diría? ¿Qué podría pedirle si sólo tengo ganas de pegarle?

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

20 de septiembre de 1951

¡ Por una Estonia libre!

Liide ha arreglado las cosas. Me ha conseguido un pasaporte. Estoy hojeándolo y pienso si realmente será auténtico. Pero lo es. Después se me ha ocurrido prometerle que no iría al bosque, sino a un albergue de Tallin. Me ha anotado la dirección y me ha dicho lo que tenía que hacer.

Pero no iré allí, eso está claro. Allí no hay campos ni bosques, y ¿qué clase de hombre sería yo en una ciudad?

A veces tengo ganas de apuntar a Liide con mi Walther.

Tengo la cabeza totalmente despejada, más de lo que la he tenido en mucho tiempo. Si pudiese volver a ver a Linda…

Ingel podría echar más sal en la salsa.

Hans Pekk,

hijo de Eerik,

campesino de Estonia

1951, oeste de Estonia

Aliide besa a Hans y limpia la sangre del suelo de la cocina

Aliide se dio cuenta de que estaba gritando, pero ya no le importaba. Arrojó el cubo de agua al suelo, lanzó tras él un bote de Moscú Rojo, tiró una pila de pliegos con patrones de la revista N ö ukogude Naine. Nunca se haría con ellos un vestido a la moda de Tallin, nunca iría a pasear con Hans cogida de su brazo por la Puerta de Tallin, sin preocupaciones, ya que no se cruzaría con conocidos, guapa y arreglada, porque los transeúntes no la reconocerían. Nunca iba a hacer con Hans nada de lo que había soñado durante los últimos meses mientras Martin roncaba a su lado. Pero ¡Hans se lo había prometido! Siguió gritando hasta quedarse afónica. ¿Qué más le daba si despertaba a Martin? ¿Qué más le daba qué, quién, cuándo? Todo se había hecho añicos. ¡Todo aquel trabajo! ¡Toda aquella energía malgastada! ¡Cobrar multas a los que no tenían hijos! Todo aquel trabajo ingente y las noches sin dormir y la vida cotidiana siempre con el miedo acechando, el cuerpo hediondo de Martin, su asentir interminable, sus mentiras interminables, el interminable revolcarse en la cama, el temblor interminable, las axilas del vestido de rayón empapadas de miedo, las manos peludas del dentista, los ojos vidriosos de Linda después de aquella noche, las bombillas y las botas militares… Todo aquello lo habría perdonado, todo aquello lo habría olvidado a cambio de un solo día con Hans en el parque de Tallin. Por eso se había cuidado la piel, por eso se había limpiado la cara con Amapola Roja, por eso se había acordado de untarse las manos varias veces al día con grasa de ganso. Para no parecer una aldeana. Nunca los habrían interrogado, podrían haber vivido en paz, pero ¡Hans no le daba ninguna importancia! Ella sólo había pedido una tarde con él en el parque. Le había dado de comer y lo había vestido, le había calentado agua para el baño, conseguido un nuevo perro guardián y llevado los periódicos, pan y mantequilla y leche, le había tricotado calcetines, procurado medicinas y vodka, y había escrito cartas. Había hecho todo lo posible para que estuviese cómodo. ¿Acaso él le había preguntado alguna vez cómo se las arreglaba para hacer todo aquello? ¿Acaso Hans se había preocupado por ella alguna vez? Ella había estado dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva, a abandonarlo todo, a perdonar toda la vergüenza que había pasado por su culpa. ¿Y qué hacía él? ¡Le mentía!

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