Juan Vásquez - El Ruido de las Cosas al Caer

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El Ruido de las Cosas al Caer: краткое содержание, описание и аннотация

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El ruido de las cosas al caer ha sido calificado como "un negro balance de una época de terror y violencia", en una capital colombiana "descrita como un territorio literario lleno de significaciones". El novelista se vale de los recuerdos y peripecias de Antonio Yammara, empezando por la "exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder". Al dubitativo Yammara se suma la figura de Ricardo Laverde, un antiguo aviador de tintes faulknerianos que ha pasado 20 años en la cárcel y que, en cierto sentido, representa a la generación de los padres del protagonista.

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Cambió las cuatro colmenas rústicas por tres de panales móviles, y nunca más tuvo que matar a una abeja.

«Pero de eso hace ya siete años», le dije. «¿No ha vuelto a Bogotá en todo este tiempo?»

«Bueno, sí. Para cosas de abogados. Para buscar a la señora aquella, Consuelo Sandoval. Pero nunca he pasado la noche en Bogotá, ni siquiera he dejado que la noche me coja en Bogotá. No lo soportaría, no soporto más de algunas horas.»

«Y por eso prefiere que los demás vengamos a verla.»

«Nadie viene a verme. Pero sí, así es la cosa. Por eso preferí que usted viniera.» «Entiendo», dije. Maya levantó la cara.

«Sí, creo que usted me entiende», dijo. «Cosas de nuestra generación, me imagino. Los que hemos crecido en los ochenta, ¿verdad? Tenemos una relación especial con Bogotá, yo no creo que sea normal eso.»

Las últimas sílabas de su frase quedaron ahogadas en un zumbido estridente. Estábamos a unos pasos del apiario. El terreno allí era ligeramente inclinado, y a través del velo no me quedaba fácil mirar dónde ponía los pies, pero aun así pude asistir al mejor espectáculo del mundo: una persona haciendo bien su oficio. Maya Fritts me tomó del brazo para que nos acercáramos a las colmenas de lado, no de frente, y con señas me pidió la botella que yo había cargado todo el tiempo. La levantó a la altura de la cara y accionó el fuelle una vez, para probar el mecanismo, y un fantasma de humo blanco salió por la boquilla y se disolvió en el aire. Maya metió la boquilla por una abertura de la primera colmena y volvió a oprimir el fuelle amarillo, una vez, dos veces, tres, llenando la colmena de humo, y luego quitó la tapa para fumigar de un golpe el interior. Yo di un paso atrás y me llevé un brazo a la cara, por puro instinto; pero allí donde había pensado encontrarme una revolución de abejas histéricas saliendo a picar lo que se cruzara en su camino, lo que vi fue todo lo contrario: las abejas estaban quietas y tranquilas, y los cuerpos se solapaban. El zumbido cedió entonces: casi fue posible ver las alas deteniéndose, los anillos negros y amarillos dejando de vibrar como si se les hubieran acabado las pilas.

«¿Qué les echó?», pregunté. «¿Qué hay en esa botella?»

«Madera seca y boñiga de vaca», dijo Maya.

«¿Y el humo las duerme? ¿Qué les hace?»

No me contestó. Con ambas manos levantó el primer panal y le dio una brusca sacudida, y las abejas drogadas o dormidas o atontadas cayeron en la colmena. «Páseme el cepillo», me dijo Maya Fritts, y lo utilizó para barrer delicadamente a las pocas tercas que se habían mantenido aferradas a la miel. Algunas abejas se subían a los dedos, daban vueltas entre las cerdas suaves del cepillo, un poco curiosas o quizás borrachas, y Maya se las quitaba de encima con un movimiento fino, el trazo de un pincel. «No, linda», le decía a alguna, «tú a tu casa». O bien: «Bájate de ahí, que hoy no estamos para jugar».

El mismo procedimiento -la extracción de los panales, la barrida de las abejas, los diálogos cariñosos- se repitió en las demás colmenas, y mientras tanto Maya Fritts miraba todo con los ojos bien abiertos y de seguro tomaba notas mentales de cosas que veía y que yo, profano, era incapaz de ver. Les daba la vuelta a los marcos de madera, los miraba del derecho y del revés, un par de veces volvió a utilizar el humo de la botella, como si temiera que alguna abeja indisciplinada fuera a despertarse a destiempo, y yo aproveché para quitarme un guante y poner la mano en el chorro, sólo por saber un poco más acerca de aquel humo frío y oloroso: el olor, que tenía más de madera que de boñiga, permanecería en mi piel hasta bien entrada la noche. Además, quedaría para siempre asociado a la larga conversación con Maya Fritts.

Después de revisar las colmenas, después de devolver ahumadores y cepillos y palanquetas a sus lugares en el cobertizo, Maya me llevó a la casa y me sorprendió con una lechona que sus empleados habían estado cocinando toda la mañana para nosotros. Lo primero que sentí al entrar fue el alivio instantáneo del cuerpo, que se había acostumbrado sin chistar al calor del mediodía, pero que al recibir ese golpe de sombra y aire fresco se dio cuenta por fin de cuánto había sufrido antes, metido en el overol y los guantes y la máscara. Tenía la espalda empapada de sudor y la camisa pegada al pecho, y mi cuerpo pedía a gritos un consuelo cualquiera.

Dos ventiladores, uno sobre el salón y otro sobre el comedor, giraban furiosamente.

Antes de sentarnos a almorzar, Maya Fritts sacó de alguna parte una caja y la trajo al comedor. Era una artesanía de mimbre del tamaño de una maleta pequeña, con una tapa rígida y fondo reforzado, y en cada extremo llevaba una manija o asa tejida para poder levantarla mejor, cargarla mejor. Maya la puso en la cabecera de la mesa, como un invitado, y se sentó en la cabecera opuesta. Entonces, mientras se servía la ensalada en un cuenco de madera, me preguntó qué había llegado a saber de Ricardo Laverde, si había llegado a conocerlo a fondo.

«No mucho», le dije. «Fueron unos meses solamente.»

«¿Le molesta recordar estas cosas? Por lo de su accidente, digo.»

«Ya no», dije. «Pero es como le digo, no sé gran cosa. Sé que quería mucho a su madre. Sé lo del vuelo de Miami. No sabía de usted, en cambio.»

«¿Nada? ¿Él nunca habló de mí?»

«Nunca. Sólo de su madre. Elena, ¿no?»

«Elaine. Se llamaba Elaine, los colombianos le cambiaron el nombre por Elena y ella se dejó. O se acostumbró.»

«Pero Elena no quiere decir Elaine.»

«Si supiera», me dijo, «cuántas veces la oí explicar eso».

«Elaine Fritts», dije. «Para mí debería ser una extraña, y no lo es. Es raro. Bueno, usted sabrá lo de la caja negra.»

«¿Lo del cassete?»

«Sí. Yo no tenía manera de saber que estaría hoy aquí, Maya. Habría tratado de quedarme con esa cinta. No creo que hubiera sido tan difícil.»

«Ah, por eso no se preocupe», dijo Maya. «Yo la tengo.»

«¿Cómo?»

«Claro, ¿qué esperaba? Es el avión donde murió mi madre, Antonio. Yo me demoré un poco más que usted. En encontrar la cinta, quiero decir, la casa de Ricardo y la cinta. Usted me llevaba ventaja, usted que lo acompañó al final, pero bueno, busqué y al fin llegué, tampoco es culpa mía.»

«Y Consu le dio la cinta.»

«Me la dio, sí. Y ahí la tengo. La primera vez que la oí quedé destrozada. Tuve que dejar que pasaran días enteros antes de volverla a oír, y con todo y eso me parece que he sido muy valiente, otra persona la habría guardado para no oírla nunca más. Pero yo sí, yo sí volví a oírla, y luego ya no he parado. No sé cuántas veces, veinte o treinta. Al principio pensaba que volvía a ponerla para encontrar algo en ella. Luego me he dado cuenta de que la pongo precisamente porque no voy a encontrar nada. Papá la oyó una sola vez, ¿verdad?»

«Que yo sepa.»

«Ni me puedo imaginar lo que sintió.» Maya hizo una pausa. «La adoraba, adoraba a mi madre. Como las buenas parejas, claro, pero con él era especial. Por lo que se fue.»

«No entiendo.»

«Pues que él se fue y ella siguió siendo la misma de antes. Quedó como paralizada en su memoria, por decirlo así.»

Se quitó las gafas, se llevó dos dedos (una pinza) a los lagrimales: el gesto universal de los que no quieren llorar. Me pregunté en qué parte de nuestro código genético están esos gestos que se repiten en cualquier parte del mundo, en todas las razas y todas las culturas, o casi. O tal vez no era así, pero el cine ubicuo nos lo había hecho creer. Sí, eso también era posible. «Perdón», decía Maya Fritts. «Todavía me pasa.» En la piel pálida de su nariz apareció un rubor, un repentino resfrío.

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