«¿Es para mí?», le dije.
«No, no es un regalo», dijo ella. «O sí, pero es para ambos. Mierda, no sé, no sé cómo se hacen estas cosas.» La vergüenza no era un sentimiento que molestara con frecuencia a Aura, y sin embargo era eso, vergüenza, lo que le llenaba los gestos. Lo siguiente fue su voz (su voz nerviosa) explicándome dónde había comprado el vibrador, cuánto le había costado, de qué forma había pagado para que no quedara constancia de esa compra en ninguna parte, cómo había detestado en ese instante los muchos años de educación religiosa que le habían hecho sentir, al entrar a la tienda de la avenida 19, que cosas muy malas iban a sucederle como castigo, que con esa compra acababa de merecer un lugar permanente en el infierno.
Era un aparato de color violeta y de textura rugosa, con más botones y posibilidades que las que yo hubiera imaginado, pero no tenía la forma que yo le hubiera asignado con mi imaginación demasiado literal. Yo lo miraba (ahí, dormido en mi mano) y Aura me miraba mirarlo. No pude evitar que la palabra consolador, que también se usa a veces para este objeto, se me apareciera en la mente: Aura como mujer necesitada de consuelo, o Aura como mujer desconsolada.
«¿Qué es esto?», le dije. Una pregunta estúpida donde las haya.
«Bueno, es lo que es», dijo Aura. «Es para nosotros.»
«No», dije yo, «para nosotros no es».
Me puse de pie y lo dejé caer sobre la mesa de vidrio y el aparato rebotó ligeramente (después de todo, estaba hecho de materiales elásticos). En otro momento el sonido me hubiera causado gracia, pero no allí, no entonces. Aura me cogió del brazo.
«No tiene nada, Antonio, es para nosotros.»
«No es para nosotros.»
«Tú tuviste un accidente, no pasa nada, yo te quiero», dijo Aura. «No pasa nada, estamos juntos.»
El vibrador o el consolador violeta se veía medio perdido entre los ceniceros y los posavasos y los libros de la mesa, todos escogidos por Aura: Colombia desde el aire, un libro grande sobre José Celestino Mutis y otro reciente de un fotógrafo argentino sobre París (éste no lo había escogido Aura, se lo habían regalado). Sentí vergüenza, una vergüenza infantil y absurda. «¿Necesitas consuelo?», le dije a Aura. Mi tono me sorprendió incluso a mí.
«¿Qué?»
«Esto es un consolador. ¿Necesitas consuelo?»
«No hagas esto, Antonio. Estamos juntos. Tuviste un accidente y estamos juntos.»
«El accidente lo tuve yo, no seas imbécil», dije. «El tiro me lo pegaron a mí.» Me calmé un poco. «Perdón», dije. Y luego: «El médico me lo dijo».
«Pero es que fue hace tres años.»
«Que no me preocupara, que el cuerpo sabe cómo hace sus vainas.»
«Hace tres años, Antonio. Lo que está pasando es otra cosa. Y yo te quiero, y estamos juntos.»
No dije nada.
«Podemos encontrar la manera», dijo Aura.
No dije nada.
«Hay tantas parejas», dijo Aura. «No somos los únicos.»
Pero yo no dije nada. Un bombillo de alguna parte se debió de fundir en ese momento, porque la sala estaba de repente un poco más oscura, el sofá y las dos sillas y el único cuadro -unos billaristas de Saturnino Ramírez que juegan, por razones que nunca he logrado descubrir, con gafas oscuras- habían perdido los contornos. Me sentí cansado y necesitado de un analgésico. Aura se había sentado de nuevo en el sofá y ahora tenía la cara entre las manos, pero no me pareció que estuviera llorando.
«Pensé que te iba a parecer bien», dijo. «Pensé que estaba haciendo algo bueno.» Me di la vuelta y la dejé sola, tal vez incluso a media frase, y me encerré en nuestro baño. En el estrecho armario azul busqué las pastillas, el tarrito de plástico blanco y su tapa roja que una vez Leticia había mascado hasta estropear, para gran alarma nuestra (resultó al final que no había descubierto las pastillas escondidas debajo del algodón, pero una niña de dos o tres años está en riesgo todo el tiempo, el mundo entero es un peligro para ella). A punta de agua de la llave me tomé tres pastillas, una dosis mayor de la recomendada o recomendable, pero mi tamaño y mi peso me permiten esos excesos cuando el dolor es mucho. Luego me di una ducha larga, cosa que siempre me alivia; para cuando volví a nuestro cuarto Aura dormía o fingía dormir, y procuré no despertarla o mantener la conveniente ficción. Me desvestí, me acosté a su lado pero de espaldas a ella, y luego ya no supe más: un sueño inmediato me cayó encima.
Era muy temprano, sobre todo para un Viernes Santo, cuando salí a la mañana siguiente. La luz todavía no llenaba el aire del apartamento. Quise creer que fue por eso, por la somnolencia general que flotaba en el mundo, que no desperté a nadie para despedirme. El vibrador seguía en la mesa de la sala, colorido y plástico como un juguete que Leticia hubiera extraviado por ahí.
En el Alto del Trigo una neblina dura bajó sobre los viajeros, repentina como una nube que hubiera perdido el rumbo, y la visibilidad casi nula me obligó a reducir tanto la marcha que las campesinas en bicicleta iban más rápido que yo. La neblina se acumulaba en el vidrio como rocío, de manera que era necesario usar los limpiaparabrisas aunque no hubiera lluvia, y las figuras -el carro de adelante, un par de soldados flanqueando la vía con sus metralletas terciadas, un burro de carga- surgían poco a poco entre aquella sopa lechosa que no dejaba pasar la luz. Pensé en aviones volando bajo: «Arriba, arriba, arriba». Pensé en la neblina y recordé el célebre accidente de El Tablazo, en los remotos años cuarenta, pero no recordé si había sido culpa de la visibilidad de estas alturas traicioneras. «Arriba, arriba, arriba», me dije. Y luego, al bajar hacia Guaduas, la neblina se levantó como se había posado, y de repente se abrió el cielo y un golpe de calor transformó el día: estalló la vegetación, estallaron los olores, aparecieron puestos de frutas a la vera del camino.
Comencé a sudar. Al abrir la ventana en algún momento, para comprarle a un vendedor ambulante una de las cervezas que se calentaban lentamente en una caja llena de hielo, mis gafas oscuras se empañaron con el golpe de calor. Pero el sudor era lo que más me molestaba. Los poros de mi cuerpo estaban, de repente, en el centro de mi conciencia.
Sólo pasado el mediodía llegué a la zona. Después de un trancón de casi una hora a la altura de Guarinocito (un camión con un eje roto puede ser letal en una vía de sólo dos carriles que carece de berma), después de que los farallones se alzaran en la distancia y mi carro entrara en la zona de las haciendas ganaderas, vi la rudimentaria escuelita que debía ver, seguí la distancia indicada junto a un gran tubo blanco que bordeaba la vía y giré a la derecha, en dirección al río Magdalena. Pasé junto a una estructura metálica donde alguna vez hubo una pancarta publicitaria, pero que ahora, vista desde lejos, era una suerte de gran corsé abandonado (unos cuantos gallinazos vigilaban la parcela desde los travesaños); pasé junto a un abrevadero donde bebían dos vacas, los cuerpos muy juntos, estorbándose y empujándose, las cabezas protegidas del sol por un escuálido techo de aluminio.
Al cabo de trescientos metros de una carretera despavimentada, me encontré pasando junto a varios grupos de niños de torso desnudo que se gritaban y reían y levantaban una nube de polvo suelto al avanzar. Uno de ellos alargó una mano pequeña y morena con un pulgar extendido. Me detuve, acerqué el carro a la berma; ya quieto, sentí de nuevo en la cara y en el cuerpo el golpe violento del calor de las doce. Sentí de nuevo la humedad; sentí los olores. El niño habló primero.
«Yo voy hasta donde usté vaya, don.»
«Voy para Las Acacias», le dije. «Si sabe dónde es, lo llevo hasta allá.»
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