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Santa Montefiore: A la sombra del ombú

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Santa Montefiore A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra. Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Jesús, mujer, dale un poco de libertad a la niña. Si la atas demasiado corto, cualquier día aprovechará la oportunidad y se escapará para no volver -gruñó el abuelo O'Dwyer, saliendo a la terraza con un par de tijeras de podar.

– ¿Qué piensas hacer con ellas, papá? -preguntó, sospechosa, entrecerrando sus acuosos ojos azules a la vez que le miraba avanzar tambaleándose entre la hierba.

– Bueno, no voy a cortarte la cabeza, si es eso lo que te preocupa, Anna Melody -soltó una carcajada, dedicándole un tijeretazo.

– Has estado bebiendo otra vez, papá.

– Un poco de licor no hace daño a nadie.

– Papá, Antonio se encarga del jardín. No tienes nada que hacer ahí -meneó la cabeza, exasperada.

– Tu querida madre adoraba el jardín. «Las espuelas de caballero están pidiendo a gritos que las sujeten con estacas», decía. Nadie adoraba tanto las espuelas de caballero como tu madre.

Dermot O'Dwyer nació y se crió en Glengariff, en Irlanda del Sur. Se casó con el amor de su infancia, Emer Melody, cuando apenas tenía edad para ganarse la vida. Pero Dermot O'Dwyer siempre supo lo que quería, y nada ni nadie podía convencerle de lo contrario. La mayor parte de su noviazgo había transcurrido en una abadía en ruinas situada a los pies de las colinas de Glengariff, y fue allí donde la pareja se casó. La abadía había perdido gran parte del techo, y a través de los grandes boquetes se enroscaban y se retorcían los avariciosos dedos de la hiedra, decididos a hacer suyo lo que todavía no habían destrozado.

Llovía tanto el día de su boda que la joven novia recorrió el pasillo de la abadía con botas de agua, sosteniendo el vestido blanco de gasa por encima de las rodillas, seguida por su gorda hermana, Dorothy Melody, que llevaba un paraguas blanco en sus manos temblorosas. Emer y Dorothy tenían ocho hermanos y hermanas; si los gemelos no hubieran muerto justo antes de su primer cumpleaños habrían sido diez. El padre O'Reilly se protegía de la lluvia bajo un gran paraguas negro, y dijo a la numerosa congregación de familiares y amigos que la lluvia era señal de buena suerte y que Dios estaba bendiciendo su unión con agua bendita caída de los cielos.

Tenía razón. Dermot y Emer se amaron hasta el día en que ella murió, una triste mañana de febrero de 1958. A él no le gustaba pensar en ella tumbada, pálida y fría, sobre el suelo de la cocina, así que recordaba a la Emer del día de su boda, treinta y dos años atrás, con madreselva en su larga melena pelirroja, la boca generosa y traviesa, y los ojos pequeños y sonrientes que brillaban sólo para él. Después de su muerte, todo en Glengariff le recordaba a ella, de manera que cogió sus pocas pertenencias -un libro de fotos, la cesta de costura de Emer, la Biblia de su padre y un fajo de cartas viejas- y se gastó hasta el último penique en un billete de ida a Argentina. Al principio su hija le creyó cuando él le dijo que sólo pensaba quedarse con ella unas semanas, pero cuando las semanas se convirtieron en meses, Anna se dio cuenta de que su padre había ido para quedarse.

Anna Melody recibió el nombre de su madre, Emer Melody. A Dermot le gustaba tanto su «melodioso» nombre que quiso llamar al bebé simplemente Melody O'Dwyer, pero Emer era de la opinión que Melody a secas sonaba a nombre de gato, así que la niña fue bautizada con el nombre de Anna como su abuela.

Después del nacimiento de Anna Melody, Emer creyó que Dios había decidido que ya no necesitaban más hijos. Decía que Anna Melody era tan hermosa que Dios no quería darles más hijos para evitar que vivieran a la sombra de su hermana. El Dios de Emer era bueno y sabía lo que era mejor para ella y para su familia, pero Emer deseaba más hijos. Veía cómo sus hermanos y hermanas criaban hijos suficientes para poblar una ciudad entera, pero su madre siempre le había enseñado a dar gracias a Dios por lo que Él creía adecuado darle. Era lo suficientemente afortunada teniendo una niña a la que amar. Así que vertió todo el amor que llevaba dentro y que había pensado dedicar a una familia de doce a su familia de dos, y suprimió la punzante envidia que sentía en su corazón cada vez que llevaba a Anna Melody a visitar a sus primos.

Anna Melody disfrutó de una infancia feliz. Fue muy mimada por sus padres, nunca tuvo que compartir sus juguetes o esperar su turno, y cuando estaba con sus primos no tenía más que lloriquear si no se salía con la suya, y su madre acudía corriendo para hacer lo que fuera preciso para conseguir que su niña volviera a sonreír. Eso hizo que sus primos desconfiaran de ella. Se quejaban de que echaba a perder sus juegos. Pedían a sus padres que no la invitaran a sus casas. Cuando ella aparecía la ignoraban, le decían que se fuera a su casa, que no era bienvenida. Así que Anna Melody quedó excluida de sus juegos. No es que le importara demasiado. A ella sus primos tampoco le gustaban. Era una niña rara, más feliz vagando sola por las colinas que en compañía de un grupo claustrofóbico de jovencitos sudorosos que corrían por las calles de Glengariff como gatos salvajes. En aquellas colinas podía ser quien quisiera y soñar con una vida lujosa como la de esas estrellas de cine que veía en las películas, siempre resplandecientes y radiantes, con esos vestidos maravillosos y esas pestañas largas y centelleantes. Katharine Hepburn, Lauren Bacall, Deborah Kerr. Miraba desde allí la ciudad y se decía a sí misma que un día sería mejor que todos ellos. Dejaría atrás a sus horribles primos y no volvería nunca.

Cuando Anna Melody se casó con Paco y se fue de Glengariff para siempre, apenas pensó en sus padres, que se vieron de pronto abandonados y con sólo el recuerdo de su hija con el que consolarse. Sin el calor de la risa y del amor de Anna Melody, la casa se volvió fría y oscura. Emer ya nunca volvió a ser la misma. Los diez años que sufrió sin su hija fueron años vacíos y tristes. Las frecuentes cartas de Anna Melody estaban llenas de promesas de que iría a visitarlos, y esas promesas mantenían viva la esperanza de sus padres, hasta que comprendieron que no eran más que palabras escritas sin pensar y, desde luego, carentes de toda intención.

Cuando Emer murió, en 1958, Dermot tuvo la certeza de que había muerto porque su corazón había perdido su savia y había terminado rompiéndose. Pero él era más fuerte que ella y mucho más valiente. Ya en Buenos Aires no dejaba de preguntarse por qué demonios no se había venido hacía años; si lo hubiera hecho, quizá su querida mujer todavía estaría a su lado.

Anna (sólo Dermot O'Dwyer llamaba a su hija Anna Melody) miraba cómo su padre rebuscaba entre la hierba del arriate y deseó que fuera como los abuelos de otros niños. El padre de Paco, llamado Héctor Solanas como su abuelo, siempre había ido perfectamente vestido y afeitado, hasta en los días de diario. Llevaba jerséis de cachemira, camisas traídas de Savile Row, Londres, y había hecho gala de una gran dignidad, como el rey Jorge de Inglaterra. Para Anna él había sido lo más cercano a la realeza, y nunca había caído de su pedestal. Incluso después de muerto su sombra seguía cerniéndose sobre ella, y Anna todavía añoraba su aprobación. Después de tantos años aún anhelaba poder llegar a sentirse parte de aquel mundo, lo que, de algún modo y a pesar de todos sus esfuerzos, seguía eludiéndola. A veces tenía la impresión de estar mirando el mundo que la rodeaba desde el otro lado de un invisible cristal, un lugar en el que nadie parecía capaz de llegar a ella.

– Señora Anna, señora Anna, la señora Chiquita está al teléfono. Es para usted.

Anna volvió de golpe al presente y a su padre quien, como un botánico loco, podaba todo lo verde que encontraba a su paso.

– Gracias, Soledad. No esperaremos a la señorita Sofía. Cenaremos a las nueve, como siempre -replicó, y entró en la casa para hablar con su cuñada.

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