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Santa Montefiore: A la sombra del ombú

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Santa Montefiore A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra. Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Ponte como quieras, Anna Melody, pero cuanto antes dejes de poner palabras en boca de Dios y te hagas responsable de tus estados de ánimo, más feliz serás.

– Que Dios te perdone, papá -tartamudeaba mamá con las mejillas rojas como el color de su pelo.

Mamá tenía un pelo precioso. Le caía en bucles largos y rojos como la Venus de Botticelli, aunque nunca tuvo la serenidad de la Venus ni su poesía. Siempre estaba o demasiado tensa o demasiado enfadada. Tiempo atrás había sido una joven de una gran naturalidad. El abuelo me dijo que le gustaba correr descalza por Glengariff, la casa que tenían en el sur de Irlanda, como un animal salvaje que tuviera la tormenta grabada en los ojos. Dijo también que tenía los ojos azules, pero que a veces se le volvían grises como un típico día nublado irlandés cuando el sol intenta atravesar las nubes. A mí eso me sonaba muy poético. Me dijo que siempre se escapaba por las colinas.

– En un pueblecito como aquél era imposible perder algo, y menos si ese algo era alguien tan vivaz como Anna Melody O'Dwyer. Aunque una vez tu madre desapareció durante horas. La buscamos por las colinas, llamándola a gritos. Cuando la encontramos, estaba debajo de un árbol que había junto a un arroyo, jugando con media docena de crías de zorro que había encontrado. Sabía que la estábamos buscando, pero era incapaz de separarse de aquellas crías. Habían perdido a su madre, y ella no paraba de llorar.

Cuando le pregunté por qué mamá había cambiado, me respondió que la vida la había decepcionado.

– La tormenta sigue ahí, pero ya no veo al sol intentando atravesar las nubes.

Me habría gustado saber por qué la vida la había decepcionado tanto.

Mi padre, por el contrario, era un personaje romántico. Tenía los ojos azules como las flores del maíz, y las comisuras de los labios curvadas hacia arriba incluso cuando no sonreía. Era el señor Paco, y todo el mundo en la granja le respetaba. Era alto, delgado y velludo, aunque no tan velludo como su hermano Miguel. Miguel era como un oso, y tan moreno que le llamaban El Indio. Papá era de piel más clara, como su madre, y tan guapo que a Soledad, nuestra criada, se le subían los colores cuando servía a la mesa. Una vez me confesó que era incapaz de mirar a papá a los ojos. Papá creía que eso era una muestra de humildad. Yo no podía decirle que era porque a ella le gustaba, porque Soledad nunca me lo habría perdonado. Soledad no tenía mucho contacto con mi padre, eso era territorio de mamá, pero no se le escapaba una.

Para poder ver Argentina con ojos de extranjero, tengo que retroceder con la mente a mi niñez, cuando salíamos a pasear en el carro tirado por caballos y el abuelo O'Dwyer se sorprendía por cosas que para mí eran de lo más común y cotidiano. Empezaba hablando de por qué el pueblo argentino era así. Los españoles conquistaron Argentina en el siglo dieciséis. El país fue gobernado por los virreyes que representaban a la Corona española. La independencia del país se ganó en dos días -el 25 de mayo y el 9 de julio de 1816-. El abuelo decía que el hecho de tener dos fechas que celebrar era muy típico de los argentinos.

– Siempre tienen que hacerlo todo más grande y mejor que los demás -gruñía.

Supongo que tenía razón. Al fin y al cabo, la Avenida 9 de Julio de Buenos Aires es la más ancha del mundo. De pequeños eso era algo que nos enorgullecía mucho.

A finales del siglo diecinueve, en respuesta a la revolución agrícola, miles de europeos, sobre todo procedentes del norte de Italia y de España, emigraron a Argentina para explotar las ricas tierras de la pampa. Fue entonces cuando llegaron mis ancestros. Héctor Solanas no sólo era el cabeza de familia, sino que además era un tipo muy capaz. Si no hubiera sido por él, puede que nunca hubiéramos llegado a ver un ombú ni la llanura como galleta de jengibre.

Cuando vuelvo con el recuerdo a esas fragantes llanuras, son los rostros oscuros y toscos de los gauchos los que emergen en toda su extravagancia de la nebulosa de mi memoria y me hacen suspirar, porque el gaucho es el símbolo romántico de lo que es Argentina. Históricamente eran mestizos salvajes e indómitos, proscritos que vivían de los grandes rebaños de vacas que pastaban en las pampas. Capturaban caballos y los usaban para guiar a los rebaños. Luego vendían la piel de las vacas y el sebo, que era muy apreciado, a cambio de mate y tabaco. Naturalmente, eso era antes de que la carne se convirtiera en una gran fuente de exportación. Ahora el mate es la infusión tradicional que se sorbe de una calabaza redonda y decorada a través de una «pajita» de plata ornamentada llamada bombilla. Es bastante adictivo y, según nuestras criadas, también servía para adelgazar.

La vida del gaucho transcurre a caballo. Posiblemente su habilidad como jinete no encuentre parangón en el mundo. En Santa Catalina los gauchos eran una parte pintoresca del escenario. La vestimenta del gaucho es muy vistosa, además de práctica. Llevan bombachas, unos pantalones anchos cogidos por botones en las pantorrillas y que embuten en sus botas de cuero. Una faja o fajín de lana que se atan a la cintura y que luego cubren con una rastra, un cinturón rígido de cuero decorado con monedas de plata. La rastra les protege la espalda durante los largos días a caballo. Tradicionalmente llevan un facón, un cuchillo que usan para castrar y despellejar, así como para defenderse y para comer. Una vez el abuelo O'Dwyer dijo en broma que por su pericia con el caballo y por la pinta que llevaba, José, nuestro jefe gaucho, debería haber trabajado en el circo. Mi padre estaba a la vez furioso y agradecido de que su suegro no hablara ni una palabra de español.

Los gauchos son tan orgullosos como hábiles. A un nivel romántico son parte de la cultura nacional argentina, y se han escrito sobre ellos muchas novelas, poemas y canciones. El gaucho Martín Fierro, el poema épico de José Hernández, es el más claro ejemplo de ellos (lo conozco porque tuvimos que memorizar largos fragmentos en el colegio). A veces, cuando mis padres recibían visitas extranjeras en Santa Catalina, los gauchos montaban para ellos espectáculos fantásticos que incluían rodeos, doma de caballos y monta al galope enloquecido haciendo chasquear sus látigos en el aire como serpientes demoníacas.

José me enseñó a jugar al polo, algo muy raro para una niña en aquellos tiempos. Los chicos odiaban que yo jugara porque lo hacía mejor que muchos de ellos, y desde luego mucho mejor que cualquier otra niña.

Mi padre siempre estuvo muy orgulloso de que los argentinos fueran sin duda los mejores jugadores de polo del mundo, a pesar de que como juego empezara en India y de que fueran los británicos los que lo trajeran a Argentina. Mis padres iban a ver los grandes torneos de polo que se jugaban en Buenos Aires durante los meses de octubre y noviembre en los campos de polo de Palermo. Recuerdo que mis hermanos y mis primos usaban esos torneos para tontear con las chicas, igual que cuando iban a misa a la ciudad y casi nadie prestaba atención al cura porque estaban demasiado ocupados lanzándose miraditas. Pero en Santa Catalina se jugaba al polo durante casi todo el año. Los petíseros (o mozos de cuadra) adiestraban y cuidaban de los ponis, y nosotros sólo teníamos que llamar al puesto para hacerles saber cuándo pensábamos jugar, y ellos ensillaban los ponis y los tenían a punto, al amparo de la sombra de los eucaliptos, para cuando los quisiéramos.

♦ ♦ ♦

En aquellos tiempos, los años sesenta, Argentina era presa del desempleo y de la inflación, del crimen, la inquietud social y la represión, aunque no siempre había sido así. Durante la primera parte del siglo veinte, Argentina había sido un país de gran riqueza gracias a la exportación de carne y de trigo, que es como mi familia amasó su fortuna. Era el país más rico de Sudamérica, la edad dorada de la abundancia y la elegancia. Mi abuelo, Héctor Solanas, culpaba a la durísima dictadura del presidente Juan Domingo Perón del declive del país, que tuvo como consecuencia el exilio de Perón en 1955, cuando se produjo la intervención militar. Al igual que durante los días de su dictadura, Perón sigue siendo un candente tema de conversación. Inspira amor u odio extremos, pero nunca indiferencia.

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