– ¿Por qué llora el abuelito? -susurró Clara a su padre.
– Son lágrimas de alegría, Clara. La tía Sofía ha estado fuera mucho tiempo.
– ¿Por qué?
Sofía se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.
– Es una larga historia, gorda. Quizás algún día te la cuente -respondió al tiempo que miraba a su madre.
– Eso sería poco apropiado, ¿no crees? -dijo Anna en inglés. Pero no intentaba castigarla. Lo que intentaba era mostrar un poco de sentido del humor.
– Eso lo he entendido -se rió Clara, que sin duda estaba disfrutando con la escena. Cuanta más intriga intuía, más le gustaba su nueva tía.
Antes de que la conversación llegara a ser más embarazosa, empezó a llegar gente de todos los rincones de la granja. Grupos de niños curiosos, los sobrinos y sobrinas de Sofía, Chiquita y Miguel, un altísimo Panchito, y, para horror suyo, una Claudia hermosa y radiante. Sofía quedó profundamente conmovida por aquella bienvenida, cuya calidez jamás se habría atrevido a imaginar. Su tía Chiquita la abrazó largo rato. Sofía pudo leer en sus ojos que le agradecía que hubiera regresado para consolar a María en sus últimos días de vida. Parecía cansada y muy tensa, y en su rostro una expresión obsesionada, había sustituido a la elegante belleza que Sofía recordaba en él. Chiquita había sido siempre una mujer serena, como si la crueldad del mundo nunca invadiera su benevolente existencia. La enfermedad de María la había roto por completo.
Sofía no pudo evitar fijarse en la gracia de Claudia. Era todo lo que ella no era: femenina, llevaba el tipo de vestido que ella se había puesto para recibir a Santi cuando él había vuelto de Estados Unidos, el vestido que tanto había odiado. Tenía una larga y brillante melena negra e iba perfectamente maquillada. Si Santi había querido encontrar a una mujer que no se pareciera en nada a ella, no podría haber elegido mejor. Sofía se lamentó por no haberse esforzado más en volver a recuperar su figura después del nacimiento de India.
A pesar de que Claudia se mantuvo a distancia, Sofía no la perdía de vista. No sabía si Santi le había contado todo, pero en un arranque de celos deseó que se enterara. Quería que entendiera que Santi siempre había sido para ella, que Claudia había sido su segunda elección, una mera sustituía. No podía soportar la idea de tener que dirigirle la palabra, así que centró su atención en los niños. Sin embargo, de la misma forma que un animal marca su territorio, los ojos fríos y sonrientes de Claudia no conseguían disimular la desconfianza que la recorría por dentro.
Sofía reconoció de inmediato a uno de los hijos de Santi por su forma de caminar. Lento, seguro y relajado. Aparte de eso, era muy parecido a su madre. Debía de tener unos diez años. Sofía susurró algo al oído de Clara, y ella le ordenó a su hijo que se acercara.
– Tú debes de ser el hijo de Santi -dijo Sofía, sintiendo una dolorosa punzada en el pecho, puesto que en aquel niño veía lo que habría podido ser el suyo.
– Sí. ¿Tú quién eres? -replicó él con arrogancia, apartándose el pelo rubio de los ojos.
– Soy tu prima Sofía.
– ¿Cómo es que eres mi prima?
– Es mi tía. ¡La tía Sofía! -se rió Clara, tomando cariñosamente la mano de Sofía entre las suyas y apretándola.
El niño no acababa de fiarse del todo y entrecerró sus enormes ojos verdes, mirándolas con desconfianza.
– Ah, tú eres la que vive en Inglaterra -dijo.
– Eso es -respondió Sofía-. ¿Sabes?, ni siquiera sé cómo te llamas.
– Santiago.
Sofía palideció.
– Igual que tu padre.
– Sí.
– Y ¿cómo te llaman para no confundirte con él?
– Santiaguito.
Sofía intentó tragar para conseguir mantener sus sentimientos bajo control.
– ¿Santiaguito? -repitió despacio-. ¿Juegas al polo tan bien como tu padre? -consiguió preguntar, viendo cómo el pequeño cambiaba de postura.
– Sí. Mañana por la tarde juego con papá. Puedes venir a vernos si quieres.
– Me encantaría -respondió Sofía, y él le sonrió todavía sin relajarse del todo al tiempo que bajaba la mirada-. ¿A qué otras cosas juegan? Cuando yo era niña íbamos a pedir deseos al ombú. ¿Lo hacen ustedes también?
– Oh, no, papá no nos deja ir al ombú. Está en territorio prohibido -dijo.
– ¿En territorio prohibido? ¿Por qué? -preguntó Sofía, dejándose llevar por la curiosidad.
– Yo he estado allí -susurró Clara con orgullo-. Papá dice que el tío Santi está enfadado con el árbol porque una vez le pidió un deseo y no se le cumplió. Por eso no nos deja ir. Debe de haber sido un deseo muy importante para que siga tan enfadado.
De pronto Sofía sintió náuseas y se quedó sin aire. Bajó con cuidado a Clara de sus rodillas y caminó rápidamente en dirección de la cocina, dándose de bruces con Santi.
– ¡Santi! -balbuceó Sofía, parpadeando de pura sorpresa.
– Sofía, ¿estás bien? -dijo él casi al mismo tiempo. Apretaba los brazos de Sofía con más fuerza de lo que era su intención y sus ojos escudriñaban el rostro de su prima como si intentara leer en sus rasgos lo que pensaba.
– Oh, sí, estoy bien -tartamudeó Sofía, reprimiendo el impulso de echarse en sus brazos como si aquellos veinticuatro años no hubieran sido más que un suspiro en el tiempo.
– Supongo que habrás venido con Rafa. Te llamé al hotel pero ya te habías ido -dijo, incapaz de disimular su decepción.
– Oh, sí -respondió Sofía-. Lo siento. No pensé…
– No importa, no te preocupes -la tranquilizó. Se produjo un incómodo silencio durante el cual a ninguno de los dos se le ocurrió nada que decir. Sofía le miraba impotente y él le sonreía con timidez, sintiéndose totalmente incapaz-. ¿Adónde ibas con tanta prisa? -dijo por fin.
– Iba a ver a Soledad. No he tenido oportunidad de charlar con ella. Ya sabes lo mucho que nos queríamos.
– Sí, ya me acuerdo -dijo él, y sus ojos verde mar iluminaron los de ella como la luz de un faro que le mostrara el camino a casa.
Había mencionado el pasado por primera vez. Sofía sintió que se le secaba la garganta cuando se acordó con tristeza de que había sido Soledad quien había entregado a Santi aquella desesperada nota la noche en que se habían visto por última vez. Sintió que se hundía en la mirada de su primo. Él estaba intentando comunicarle algo sin ser capaz de encontrar las palabras para hacerlo. Ella deseaba hablar del pasado. Había muchísimas cosas que quería decir, pero ese no era el momento. Consciente de que veinte pares de ojos los miraban desde la terraza, Sofía volvió a controlarse una vez más para no revelar demasiado. Vio el dolor y los años de soledad escritos en las arrugas que cruzaban la frente de Santi y que le rodeaban los ojos, y deseó con toda su alma poder pasar los dedos por ellas y borrarlas. Deseaba hacerle saber que también ella había sufrido.
– Ya conozco a tu hijo Santiaguito. Es idéntico a ti -dijo al ver que no se le ocurría nada mejor. Santi se encogió de hombros, mostrando así su decepción al reconocer que la conversación se había reducido a temas triviales. De pronto se refugió en la indiferencia. En décimas de segundo, un muro se había interpuesto entre los dos y Sofía no sabía por qué.
– Sí, es un buen chico. Juega muy bien al polo -replicó con gran convencimiento.
– Me ha dicho que mañana va a jugar contigo.
– Depende de cómo esté María.
Sofía había estado tan cegada por sus propias preocupaciones que había olvidado por completo a María. Al fin y al cabo, ella era la razón de su regreso.
– ¿Cuándo la traen a casa? -preguntó.
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