Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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– Genial, hablaré con los franceses a lo largo de la mañana. -Guardó silencio al tiempo que Viv inspiraba bruscamente. La imaginó dando una calada a uno de sus Silva Thin en su cocina de paredes color violeta-. ¿De qué querías hablarme? -preguntó, esperando una invitación.

– Oh, casi se me olvida. -A la sombra de la noticia de Fitz, Alba había palidecido hasta quedar reducida a una mera insignificancia-. Ven a cenar esta noche. Tengo un trabajo para ti. Creo que te gustará. Cierta damisela afligida necesita a un caballero con su brillante armadura que la rescate de una macabra madrastra y de un padre que parece una morsa. Es justo lo que te va y, además, ella te gusta, ¿me equivoco? Pero no te enamores, Fitzroy.

– Allí estaré -dijo él con la voz ronca de pura excitación.

Viv puso en blanco sus ojos exageradamente maquillados y colocó el auricular en su sitio. No le parecía que, a la larga, estuviera haciéndole ningún favor. Todo iba a terminar en un mar de lágrimas.

Alba despertó sumida en un terrible vacío. Se levantó y se preparó una taza de té. No había nada que comer en la nevera, tan sólo medio cartón de leche, un par de botellas de vino y varias filas de pequeños botes de esmalte de uñas. La mañana era helada y tuvo frío a pesar de las estufas de parafina. Se envolvió con la bata y se frotó los ojos, bostezando ruidosamente. Saldría por ahí de compras para alegrarse el día y quizás almorzaría con Rupert, que trabajaba para una inmobiliaria de Mayfair. Quizá pudiera tomarse la tarde libre y podrían retozar en la cama hasta el anochecer. Rupert era justo lo que necesitaba para combatir la depresión y sentirse bien consigo misma. Le había hecho el amor con gran ternura y entusiasmo y lo cierto es que se le daba excepcionalmente bien. Nada de titubeos ni de jadeos excesivos, cosa que Alba odiaba, como también odiaba a los hombres que iban de seductores. Rupert no era de esos, y hasta la fecha tampoco la había atosigado a llamadas. Simplemente estaba ahí cuando ella le necesitaba y Alba se sintió mejor al pensar en su compañía.

A punto estaba de llamarle cuando alguien golpeó con fuerza a la puerta. Reconoció enseguida esa forma de llamar y sonrió. Era Harry Reed, también conocido como «El carrizo del río». Harry era un oficial de la Policía Fluvial que patrullaba el Támesis con su uniforme y sombrero azules. Aparte de pasar de vez en cuando a tomar un café con ella, le había calentado la cama en más de una ocasión. Sin embargo, su brusquedad amatoria no era lo que Alba necesitaba esa mañana.

– Hola -dijo Harry, asomando la cabeza por la puerta. Era un hombre alto y esbelto como un junco, con ojos marrones y una amplia y descarada sonrisa encajada en un rostro apuesto aunque ligeramente tosco-. Había olvidado el aspecto que tienes por la mañana -dijo de manera anhelante, quitándose la gorra y sosteniéndola en sus manos grandes y encallecidas.

– ¿Para eso has venido a llamar a mi puerta?

– ¿Tienes tiempo para tomar una taza de café con un policía aterido? ¡Al menos sabes que conmigo estás a salvo! -Eso era algo que Harry ya había dicho en otras ocasiones y se rió ante el comentario, aunque de forma demasiado exagerada.

– Me temo que no, Harry. Lo siento. Voy con un poco de prisa. Tengo una cita -mintió-. ¿Por qué no pasas esta noche, antes de cenar?

Los ojos de Harry brillaron en el frío de la mañana y volvió a ponerse la gorra, frotándose felizmente las manos.

– Pasaré a tomarme una copa a última hora. Voy a encontrarme con los chicos en el Star and Garter cuando termine mi turno. ¿Quizá te gustaría venir?

Alba se acordó de que Viv la había invitado a cenar con el tal Fitzroy no-sé-cuántos y tuvo que negarse, aunque lo cierto es que le gustaba sentarse en el ambiente cargado del pub en compañía de los policías fuera de servicio con sus jerséis azules.

– Esta noche no, Harry.

– Cuando quieras te llevo a dar una vuelta. ¿Te acuerdas de cuando tuve que dejarte en Chelsea Reach? El sargento me los habría cortado en rodajas si hubiera llegado a enterarse.

– Fue divertido -concedió Alba, recordando la estimulante sensación del viento azotándole el pelo-. Intentaré pasar inadvertida, aunque quizá me guste tu sargento.

– Te aseguro que tú a él sí le gustarías, Alba.

«Eso les pasa a todos», pensó ella. A veces, resultaba agotador ser blanco de semejante adoración.

– ¿Una copa entonces? -confirmó Harry, empeñado en que Alba no olvidara la cita.

– Si estás de suerte y no se me olvida. -Alba le sonrió. El pareció desfallecer de puro placer.

– Eres única.

– Como tú bien te encargas de recordarme, Harry.

– Te veo esta noche. -Volvió a subir a la lancha y se alejó a toda velocidad Támesis abajo, saludándola con la gorra con evidente deleite.

Alba se fue de compras. Se compró una camisa y unos pantalones de campana en Escapade, sita en Brompton Road, por catorce libras, y un par de zapatos en el Chelsea Cobbler por cinco antes de ir en taxi a Mayfair a almorzar con Rupert. Este apenas pudo reprimir su alegría al verla, después de lo mucho que le preocupaba la posibilidad de haberla aburrido. No esperaba volver a saber de ella. Desgraciadamente, y para su frustración, tenía que ver a un cliente por la tarde, así que se despidieron a las dos y Alba se quedó sin nada que hacer en el parque mientras Rupert enseñaba casas en Bayswater e imaginaba a una Alba de piel color miel acostada en todas y cada una de las camas que encontraban sus ojos. Aburrida del parque y cansada de vagar desganada de tienda en tienda, se fue a casa en autobús buscando un poco de distracción. Había dejado de fijarse en que la gente quedaba prendada de su belleza y miraba con furia a los hombres que intentaban darle conversación, aunque en cualquier caso le divertía más que coger un taxi y además le llevaba más tiempo. Disfrutaba observando a la gente, escuchando sus conversaciones, imaginando cómo vivían. Esperaba ansiosa la cena con Viv y también la copa con «El carrizo del río». En ningún momento se le ocurrió pensar que llevaba una vida vacía. Tenía amigos y echaba mano de alguno de sus amantes siempre que necesitaba compañía al llegar la noche. No analizaba su existencia ni intentaba llenar los días con algo que mereciera la pena. Simplemente se limitaba a arreglárselas con lo que tenía y a salir adelante. Además, no había nada que consiguiera inspirarla. No como Viv y su avidez por la vida, ese modo de engullir el tiempo pasando horas sentada delante de la máquina de escribir, produciendo libros que reflejaban su entusiasmo (había quien lo calificaba de cinismo) por la gente y por sus manías. Alba no deseaba casarse ni tener hijos, por mucho que tuviera veintiséis años y estuviera «haciéndose mayor», como Viv no dudaba en recordarle. Nunca pensaba en el futuro. No era consciente de que lo evitaba por miedo, porque estaba vacío.

Envuelta en una toalla después del baño y de haberse lavado el pelo, Alba se pintaba flores en las uñas de los pies cuando la lancha de «El carrizo del río» dejó oír el rugido de su motor. En su entusiasmo, Harry se había adelantado. Llegaba impregnado de loción para después del afeitado y se había peinado hacia atrás con un peine mojado. Estaba guapo y a Alba le encantó verle. No necesitó indicarle dónde estaban las bebidas y él no perdió el tiempo y sirvió unas copas de vino. Alba percibió cómo la mirada de Harry se colaba bajo su toalla y cambió defensivamente de postura. No estaba de humor y, además, había quedado para cenar. Tras pintarse la última uña, se recostó contra el respaldo del sofá para que se le secaran.

– Esta tarde Revel se ha encontrado un brazo en el río -dijo Harry, instalándose en una silla, estirando las piernas y poniéndose cómodo.

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