Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Salió corriendo a la calle y paró un taxi.

– Cheyne Walk -dijo, cerrando la puerta tras de sí-. Lo más deprisa que pueda, por favor.

El taxista asintió con gesto sombrío.

– Nadie dice nunca «tómese el tiempo que quiera, señor».

Fitz frunció el ceño, irritado.

– Supongo que no.

– Siempre voy tan deprisa como lo permite la ley -masculló el taxista, avanzando relajadamente por Queensgate.

– Conozco a muchos taxistas que disfrutan saltándose la ley -dijo Fitz, deseando que el taxista acelerara un poco. Quizás Alba estuviera saliendo del barco en ese preciso instante.

– Puede, pero las leyes existen por alguna razón, y no seré yo quien se las salte.

– ¿Y qué pasa con el decimoprimer mandamiento? -sugirió Fitz.

– Creía que eran sólo diez. -El taxista sorbió y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

– No, hay otro que olvidamos a menudo: no dejarás que te pillen. -Hasta el taxista soltó una risilla entre dientes.

– De acuerdo, amigo. Haré lo que pueda -respondió, y Fitz vio oscilar rápidamente el velocímetro.

Viv se despidió de su editora, encantada de verla contenta ante el desarrollo del libro en el que estaba trabajando. Ros Colmes era una mujer espléndida, pensó. Directa, sensata, sencilla y dotada de una calidez típicamente británica. Viv no soportaba a la gente demasiado efusiva. Ros no lo era, y no lo sería nunca, por muy brillante que fuera su trabajo, y en opinión de Viv, su obra estaba empezando a mostrar destellos de brillantez. Paró un taxi en Picadilly. Eran las siete menos cinco, de modo que llegaría un poco tarde. Podían esperarla en la terraza y admirar el nuevo jardín que había instalado en el techo de su camarote y sus limoneros. Pensó entonces en Alba y se sintió culpable. Quizá se había equivocado tratándola como lo había hecho. A fin de cuentas, Alba se había pasado muchas noches en su cocina, abriéndole su corazoncito entre infinitas copas de vino. Bajo su lenguaje afilado se ocultaba una chiquilla adorable. Viv ya era demasiado vieja para comportarse de ese modo. Alba no podía hablar con sus padres y además ya no contaba con Fitz…

– ¡Qué vergüenza! -siseó entre dientes-. Tendría que haberlo pensado mejor. ¡Un poco más deprisa, taxista! -gritó intentando hacerse oír por encima del vocerío procedente de la radio-. No soy ninguna turista, así que ya puede ir acelerando, ¿me oye?

El taxista se quedó tan desconcertado que, en un arranque de pánico, pisó a fondo el acelerador.

A Viv le pareció una coincidencia increíble llegar a Cheyne Walk a la vez que Fitz. Ninguno de los dijo nada. Ambos sabían que era mucho más importante alcanzar a Alba que explicar por qué cruzaban a toda prisa el pontón en dirección al Valentina. Fitz llamó a la puerta. La casa flotante parecía desolada. Tan sólo un puñado de ardillas jugaban en el techo del camarote.

– ¡Maldita sea! -maldijo Viv-. ¿Demasiado tarde?

– Eso parece -dijo Fitz.

– ¡Vuelve a llamar! -le apremió.

¿Y qué crees que estoy haciendo? -exclamó él, visiblemente irritado, golpeando la puerta con el puño. Siguió sin haber respuesta y las ardillas ni se inmutaron. Continuaron correteando por el techo con sus zarpas afiladas y diminutas.

– Bien, pues no hay nada que hacer. Se ha ido.

– No puedo creerlo. ¡Soy un auténtico idiota!

Viv le puso la mano en el hombro.

– No podías saberlo, cielo.

– Podría haber venido cualquier día durante este último mes, pero no lo he hecho. La he dejado sola cuando más me necesitaba. Ni siquiera la he llamado para desearle buena suerte.

– Volverá -le consoló Viv.

Fitz se volvió a mirarla con ojos furiosos.

– ¿Tú crees?

– Bueno, no tiene sentido seguir aquí llamando a su puerta. Vamos a tomar una copa. -Tiró de él, apartándole de la puerta.

Fue en ese preciso instante de absoluta desesperación cuando ambos repararon en la increíble visión del jardín hermosamente recortado del techo de Viv. Esta se llevó la mano a la boca al tiempo que soltaba un sofocado jadeo. En el rostro de Fitz se dibujó una amplia sonrisa.

– ¡Alba! -exclamaron al unísono.

– ¿Cómo diantre…? -empezó Viv, pero su voz se apagó y por una vez se quedó sin palabras.

– ¡Qué propio de ella! -dijo Fitz, que había empezado a sentirse un poco mejor.

– En fin, supongo queme lo tengo merecido -añadió Viv con un suspiro, meneando la cabeza.

Sobre el césped perfectamente cortado plantado encima del techo de su camarote, una cabra masticaba tranquilamente los ranúnculos y las margaritas, llevándose probablemente a su paso las semillas de amapola.

Alba iba en el taxi de camino a Heathrow. Pensó en la cabra que había dejado en la casa flotante de Viv y deseó que a esas alturas hubiera terminado con todo el césped del tejado. Con suerte, se le habría colado en el dormitorio y se le estaría zampando la ropa interior. ¡El bueno de Les! De todos modos, y a pesar de la broma, no podía evitar sentirse desgraciada. Fitz ni siquiera se había molestado en llamarla para desearle suerte y ya no lo haría, pues ni siquiera ella estaba segura de adonde iba. Sabía que tenía que coger el vuelo a Nápoles, un tren a Sorrento y un barco que la llevaría a Incantellaria. El chico de la agencia de viajes le había avisado que las carreteras eran estrechas y estaban llenas de curvas y ella no tenía la menor intención de jugarse su vida con un italiano al volante. Además, en Italia conducían por la derecha. No, le convenía más coger un barco. Era una aventura. Fitz había dicho que tenía que ir sola. Estaba a punto de encontrar a su madre, y la perspectiva le resultó de pronto tan liberadora como aterradora.

El segundo retrato

18

En cuanto Alba se hundió en el asiento del avión, sus reservas de energía se secaron y bostezó, adormilada. Estaba agotada. Agotada bajo el peso del mismo vacío de siempre y agotada de esperar que Fitz acudiera a llenarlo. Le iría bien poner un poco de distancia de por medio. Dejarlo todo atrás. Empezar de nuevo en un sitio nuevo, rodeada de gente nueva.

Había elegido deliberadamente un asiento junto a la ventanilla para tener que tratar con un solo desconocido. Al menos en un autobús podía sentarse donde le apeteciera y cambiar de asiento si algún indeseable se le sentaba al lado. En un avión las cosas eran muy distintas. Tendría que aguantar a quienquiera que el Destino hubiera elegido sentar en el 13B. El número trece no auguraba nada bueno. En ese momento vio entrar en el avión a un guapo italiano que, por su expresión de fastidio, parecía estar harto de la lenta cola de gente que avanzaba pesadamente por el pasillo, deteniéndose cada pocos pasos mientras alguien colocaba la maleta en el compartimento situado encima de los asientos. El hombre y ella se miraron. A Alba no le sorprendió que él no apartara la mirada. Raras veces lo hacían. Ella siguió mirándole, segura de sí, hasta que, ante el descaro de su mirada, el hombre no tuvo más remedio que bajar los ojos y concentrarse durante unos segundos en el billete que llevaba en la mano. Alba albergó la esperanza de que le hubiera tocado el número de la mala suerte, que, bien pensado, no podía ser tan desafortunado si lo tenía él. A fin de cuentas, era el único hombre decente que había visto hasta el momento, y sin duda sería agradable hablar con alguien, sobre todo con lo nerviosa que estaba ante la perspectiva de volar hacia lo desconocido.

Siguió observándole mientras él avanzaba por el pasillo. Sin lugar a dudas, sus ojos claros le tenían desconcertado. A juzgar por su repentino retraimiento, no se trataba del típico machito de aquí te pillo aquí te mato, pensó Alba, animándose por momentos. No estaba de humor para aventuras de una noche. El tipo le dedicó una breve mirada antes de seguir hacia el fondo del avión. Alba soltó un bufido de fastidio y se cruzó de brazos. Antes de que pudiera echar un vistazo al resto del pasaje, un hombre corpulento y obeso, una pirámide de grasa de ballena, se dejó caer en el asiento contiguo.

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