Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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17

Londres, 1971

Alba estaba haciendo la maleta. No sabía qué llevarse ni estaba del todo segura de cómo iba a llegar a su destino. Desde el día en que Fitz se había marchado de la casa flotante no había vuelto a hablar con él, y de eso hacía más de un mes. Al ver que él no la llamaba, había empezado a anhelar un encuentro casual con él en el pontón. Pero no había ni rastro de Fitz. Nada. El eco de una inconsolable soledad rebotaba entre las cuatro paredes de su habitación. A pesar de Rupert, Tim, James y de «El carrizo del río», el olor de Fitz impregnaba el aire y a veces, sorprendida con la guardia baja, se le llenaban los ojos de lágrimas. Además, también echaba de menos a su viejo perro estúpido. Reconocía una profunda ternura en la amistad que habían compartido. ¿Por qué no podía Fitz acompañarla en su aventura? Si de verdad la quería, habría ido con ella sin dudarlo un segundo. Quizá fuera demasiado exigente. Pero es que así era ella. Si Fitz no podía mantener su ritmo, lo mejor era que se retirara de la carrera. Aun así, le echaba de menos. Desde que se había ido, en su vida tan sólo había sexo y su alma anhelaba recuperar lo que había conocido durante aquel breve intervalo que compartieron los dos.

Naturalmente, Viv se había puesto de parte de él. Alba siempre había sospechado que su vecina era mujer de un solo hombre. Desde lo ocurrido, imaginaba que Viv quería a Fitz para ella, por mucho que la mujer estuviera para el arrastre. Al principio, Alba se había sentido sola y abandonada. Poco a poco había empezado a contar con Viv. Después había terminado queriendo a Fitz. Ambos se habían convertido en la familia que jamás había tenido. Recordaba con nostalgia la noche en que se habían tumbado bajo las estrellas. Había sido una noche perfecta.

Durante las últimas semanas, Viv la había ignorado. En las raras ocasiones en que se encontraban en el pontón, la escritora se había limitado a arrugar los labios y a soltar un bufido, alzando el mentón y pasando por su lado con paso firme, como si lo ocurrido fuera culpa suya. Obviamente, Fitz debía de haberse mostrado extremadamente lacónico a la hora de contar la verdad. En cualquier caso, si Viv era lo bastante estúpida como para creerle a él, ya podía la parejita ir olvidándose de ella. Se iba a Italia, y cuando por fin encontrara a su familia, quizá decidiera no regresar. Entonces lamentarían haberse comportado como lo habían hecho, ¿o quizá se equivocaba? En cualquier caso, a esas alturas ya estaría muy lejos de ambos.

Rupert, Jim y James se habían mostrado más que felices de volver a su cama, encantados en cuanto se enteraron de que Fitz por fin había desaparecido de escena.

– No es un buen corredor de fondo -dijo Rupert, jubiloso, seguro de que él sí lo era. «El carrizo del río» volvió a llamar a la puerta del barco y Alba fue con él a Wapping, escondiéndose en el suelo de la lancha del agente cuando se cruzaban con el sargento. Se juntaba a tomar unas cervezas con los chicos del Star & Garter y se unía a sus chanzas, disfrutando sobremanera con sus atenciones.

Les Pringle de la Chelsea Yacht and Boat Company la visitaba a menudo para entregarle el correo y llenar el depósito de agua del barco. A pesar de que era demasiado viejo para llevársela a la cama, se sentaba a la mesa de la cocina, se tomaba un café y cuchicheaba con ella sobre la gente curiosa que conocía, confesando, para diversión de Alba, que no había nadie tan excéntrico como Vivien Armitage.

– Los escritores son gente rara -musitaba-. Nunca se le llena el depósito del retrete. Yo creo que es porque obliga a sus amigos a mear por la borda.

– Qué idea tan genial -dijo Alba-. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Aunque -añadió con malicia- puede que sea muy lista, pero ¿la has visto sin maquillar? ¡Creía que Frankenstein daba miedo hasta que vi a Viv por la mañana con los rulos puestos!

¿Cómo podía sentirse tan sola teniendo tantos amigos?, pensaba al tiempo que cerraba la maleta y se sentaba encima para lograr cerrar la cremallera. Era principios de junio. Hacía calor en Londres y Alba imaginó que haría aún más calor en Nápoles. Se llevaba casi toda la ropa de verano, convencida de que, en un pequeño pueblo de provincias junto al mar, causaría sensación. ¡Cómo que sola!

Sentada en cubierta, observaba ceñuda a las ardillas mientras echaba trozos de pan a los patos que chapoteaban en el agua. Miró desde allí a la casa flotante de Viv. Estaba impoluta. Las macetas de geranios colgaban de las barandillas y sus flores se derramaban sobre la borda del barco en largos tentáculos rojos. Había también unos grandes maceteros con limoneros y arbustos perfectamente podados. Hasta las ventanas resplandecían, inmaculadas. Se volvió entonces a mirar la cubierta de su propia casa flotante. También ella tenía macetas con flores, muchas, a decir verdad, aunque lo cierto es que todas necesitaban una buena poda, por no mencionar el riego. Hacía más de dos semanas que no llovía y llevaba meses sin barrer. A las ardillas les encantaba jugar allí, dejando nueces y excrementos que el viento barría a su paso y que la lluvia limpiaba hasta cierto punto, aunque la borda de su barco no estaba tan limpia como la de Viv. Tampoco la casa estaba ordenada y nadie le había reparado la gotera. Había confiado en que Fitz la arreglaría, pero él no había vuelto. Tenía además un agujero en el corazón que también goteaba, pero Fitz tampoco tenía ninguna intención de repararlo. Una vez más, se volvió a mirar el perfecto hogar de Viv y de repente se le ocurrió una idea.

La escritora tenía plantado césped sobre el camarote. Había ido al centro de jardinería y lo había comprado en cuadrados ya plantados. Verde y exuberante. Perfecto. Durante todo un fin de semana se había dedicado a tratar la cubierta para que el agua tuviera el espacio suficiente para drenar y no corroyera el techo, evitando que se le formaran goteras en el dormitorio. Luego había dispuesto el tepe con sumo cuidado para que pareciera que el camarote había sufrido un caro corte de pelo. Viv estaba muy orgullosa del resultado. Cultivaba margaritas y ranúnculos y había empezado a experimentar con las amapolas. Alba miró el techo de césped y sonrió. «Seguro que Viv no tiene la menor idea de lo buena jardinera que soy -pensó maliciosamente-. Creo que le mostraré lo innovadora que puedo llegar a ser.»

Alba se había comprado una preciosa Vespa rosa para moverse por la ciudad. Era más fácil de aparcar que el coche. Como su vuelo no salía hasta última hora de la tarde, tenía mucho tiempo por delante. Almorzar con Rupert en Mayfair se le antojaba un plan apetecible. Le había dicho que se iba a Italia, pero no que tenía planeado no regresar.

Antes del almuerzo llamaría por teléfono a su viejo amigo Les Pringle. Éste estaba dispuesto a hacer por ella lo que fuera y Alba tenía la certeza de que nadie le había pedido lo que ella tenía en mente.

Viv estaba sentada con Fitz en el pequeño café que él frecuentaba, situado en la esquina de la callejuela donde estaba su casa. Era un lugar tranquilo, chapado a la antigua, y el café que servían era extraordinario. Sprout estaba tumbado en la acera, mirando impasible los zapatos de la gente que pasaba por delante del local. Viv fumaba con los ojos ocultos tras unas grandes gafas de sol. Cuando Fitz las había admirado, calificándolas de modernas, ella había replicado, enojada:

– No tengo nada de moderna, Fitzroy, a estas alturas ya deberías saberlo. Estoy muy por encima de esas cosas. Al otro lado. Y no me mires así. Ya te he dicho que no quería ver tus preciosos ojos marrones velados por las lágrimas.

– Se va esta noche, ¿verdad? -preguntó Fitz, soltando un suspiro.

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