Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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La motora se acercó al muelle y Thomas saltó a tierra con su pequeña bolsa de pertenencias al hombro, vestido todavía con su cansado uniforme azul de la Armada. Recorrió con la mirada el puerto adormilado, bañado en el cálido sol primaveral. Al principio, nadie reparó en él. Pudo acariciar con los ojos las hileras de casas blancas, los balcones de hierro adornados como antaño con sus geranios de rojo carmín, y también la pequeña trattoria Fiorelli, pero no dudó en interrumpir sus emotivos recuerdos cuando los pescadores dejaron a un lado sus redes y las mujeres emergieron de las sombras, estrechando a sus pequeños contra sus delantales y mirándole con ojos entrecerrados que no disimulaban su sospecha. Entonces, el anciano que tocaba la concertina le reconoció. Le señaló con su dedo artrítico y su rostro marchito se derrumbó al tiempo que su boca se abría y esbozaba una sonrisa desdentada.

Ce l'inglese! -exclamó. El corazón de Thomas se inflamó de felicidad. Se acordaban de él.

Las confusas palabras del anciano fueron rebotando por el paseo marítimo a medida que los lugareños se hacían eco de la noticia.

E tornato l'inglese!

No pasó mucho tiempo hasta que la polvorienta calle estuvo abarrotada. Los vecinos aplaudían y lo saludaban. El pequeño que aquella primera vez le había ofrecido el saludo fascista se llevó la mano a la frente imitando el gesto de Lattarullo, y Thomas le sonrió, devolviéndole el saludo. Esta vez, la madre del chiquillo no le soltó una bofetada, sino que le acarició la cabeza con gesto orgulloso. El niño se sonrojó, y juntó con fuerza las piernas, pues con la excitación le habían entrado ganas de orinar.

Entonces los ojos de Thomas se volvieron hacia la trattoria Fiorelli. Los camareros estaban de pie junto a la puerta, boquiabiertos, con bandejas en las mismas manos que no mucho tiempo atrás habían soportado el peso de las armas. Los ancianos, que no se habían movido del pueblo, sonreían melancólicamente, recordando las canciones y la pequeña ardilla roja. El café estaba sumido en un silencio sepulcral que contrastaba con la multitud que se agitaba y se inflamaba alrededor de Thomas como las olas en el mar. Era como si el pequeño y modesto edificio contuviera el aliento, a la espera que ocurriera algo mágico. Entonces apareció ella. El corazón de Thomas se elevó en el aire y allí permaneció, en suspendida animación, ni subiendo ni bajando, sino inmóvil, temeroso de que, si se movía, el hechizo se rompería y Valentina desaparecería como un arco iris bajo la luz del sol.

Los camareros se hicieron a un lado. Ni una sola vez Valentina apartó los ojos del objeto de su amor, sino que caminó hacia él con ese andar único y vivaz. Llevaba en brazos a su pequeña de tres meses, envuelta tan sólo en una fina sábana blanca, y firmemente pegada contra su pecho. Tenía las mejillas encendidas de orgullo y sus labios se curvaron lentamente hasta dibujar en su rostro una leve sonrisa. Sólo cuando la tuvo más cerca, Thomas vio que tenía los ojos velados por las lágrimas.

Él se quitó la gorra y al hacerlo se dio cuenta de que le temblaban las manos. Valentina se quedó de pie delante de él. En cuanto vio al bebé mirándole entre parpadeos, le embargó una descarga de humildad. En mitad de todo ese horror y derramamiento de sangre, tenía ante sus ojos un alma pura e inocente. Era como si Dios hubiera encendido una luz brillante en un lugar hasta entonces sumido en la más profunda oscuridad. El rostro de la pequeña era el reflejo en miniatura del de su madre, con excepción de los ojos, de un gris pálido como los de él, en marcado contraste con el pelo oscuro y la piel aceitunada de la niña. La pequeña agitó su mano diminuta. Thomas la tomó y dejó que cerrara sus pequeños dedos alrededor de uno de los suyos. Entonces levantó los ojos hacia Valentina.

Los lugareños siguieron mirando la escena, embelesados, mientras Thomas inclinaba la cabeza y besaba a Valentina en la frente. Mantuvo durante un largo instante los labios sobre la frente de la joven, inspirando su olor único y saboreando la sal de su piel.

De pronto, una potente voz tronó por encima de los aplausos y los vítores de los vecinos.

– Vamos, moveos. ¡Esto no es ningún espectáculo! Es un momento íntimo. Basta ya. Moveos. Moveos. -La voz de Lattarullo era inconfundible. Poco a poco, y dando muestras de una patente reticencia, el gentío empezó a dispersarse. Todos ellos habían visto crecer el vientre de Valentina, siendo testigos de su ansiedad y a menudo también de su desesperación. Apareció entonces Lattarullo, acalorado, sudoroso y sin dejar de rascarse la entrepierna, mientras el pueblo volvía a sus siestas vespertinas, los pescadores a sus velas y sus redes y los niños a sus juegos.

Signor Arbuckle -le saludó el agente mientras Thomas retiraba a regañadientes los labios de la frente de Valentina-. Eran muchos en el pueblo los que dudaban de su regreso. Me alegra decir que yo no estaba entre ellos. No, jamás dudé de usted. Y no crea que pretendo simplemente halagarlo por creerle un hombre de palabra, sino que también soy consciente del poder de la belleza de la signorina. ¡Helena de Troya no era tan hermosa, y mire el efecto que tenía en los hombres! Me habría dejado usted perplejo, por no decir mucho más pobre, si no hubiera vuelto a buscar a la signorina Fiorelli.

Thomas se los imaginó sentados en el café, haciendo sus apuestas sobre si volvería o no a buscar a Valentina.

Fueron a la trattoria Fiorelli. Dentro del café, como un pequeño y solemne murciélago, estaba sentada Immacolata. Iba vestida de negro, desde el chal que le cubría la cabeza a los zapatos, y se abanicaba con un gran abanico negro bordado con flores.

Cuando vio a Thomas, dejó el abanico encima de la mesa y fue hacia él con las manos extendidas como una ciega pidiendo limosna.

– Sabía que Dios te reservaría para Valentina -dijo, y en sus ojillos brillaron las lágrimas-. Hoy es un día bendito. -Thomas dejó que la anciana le abofeteara afectuosamente, aunque cuando se apartó de ella, las mejillas empezaron a escocerle y a teñírsele de rosa-. Siéntate, Tommasino. Debes de estar cansado. Tómate una copa y cuéntamelo todo. Tres de mis cuatro hijos han regresado a casa. Dios decidió llevarse a mi Ernesto. Que su alma descanse en paz. Ahora has hecho que mi felicidad sea completa.

Thomas se sentó. Resultaba del todo imposible no obedecer a Immacolata. Era una mujer formidable, acostumbrada a ser obedecida. Además, no estaba en posición de desobedecer. La anciana era una mujer profundamente religiosa y él había dejado embarazada a su hija sin estar casados. Se estremeció al pensar en lo que Immacolata diría al respecto. Para su sorpresa, ella le había dispensado una cálida bienvenida. Aun así, con su primera pregunta desveló su verdadera intención.

– Y bien -empezó, viendo cómo el camarero servía dos copas de vino-, ¿has venido a casarte con mi hija?

Thomas pareció avergonzado.

– Pensaba pedirle su permiso formalmente -respondió.

La comprensión retorció el rostro de Immacolata.

– Cuando es la voluntad de Dios, no hay que pedirle permiso a nadie. -Habló con voz suave, la voz de una jovencita.

Thomas tomó a Valentina de la mano.

– Sabía que estábamos destinados a casarnos desde el momento en que la vi.

– Lo sé -dijo ella, asintiendo con gravedad-. Mi hija es muy hermosa y te ha dado una hija. Alba.

– ¿Alba? Un nombre precioso -dijo, negándose en ese momento a pensar en cuál podía ser la reacción de sus padres. Quizá podría ponerle Lavender de segundo nombre.

– Alba Immacolata -añadió Valentina. «O quizá no», pensó Thomas. Le alivió que Jack no estuviera allí para ser testigo de la conversación.

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