Manuel Rivas - El lápiz del carpintero

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En la cárcel de Santiago de Compostela, en plena Guerra Civil, un pintor dibuja el Pórtico de la Gloria con un lápiz de carpintero, reflejando los rostros… y aun más, las desesperación de sus compañeros de presidio. Un guardián, su futuro asesino, lo observa todo. A partir de aquí se dibuja una historia donde el amor logra vencer a la desesperación.

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Son presos, cabezón. Presos que están enfermos. Tuberculosos.

Y escupió en el suelo un salivazo y luego lo pisó como se hace con los bichos, que se pisan adrede.

Desde donde estaba, en línea con la puerta principal y con la sala de taquillas por el medio, el chaval vendedor de periódicos podía controlar quién entraba en la estación. Normal, pues, que viese a las dos mujeres en cuanto bajaron de un taxi. Una era mayor, sin ser vieja, y la otra más joven, pero vestían de forma parecida, como si compartiesen la ropa y la barra de labios. Bien, pensó el chaval vendedor de periódicos, estas dos tienen toda la pinta de comprar el periódico. Porque adivinaba quién compraba o no el periódico nada más verlos aunque, claro está, a veces se equivocaba e incluso se llevaba sorpresas. Una vez, por ejemplo, le compró el periódico un ciego. Y, además de los viajeros, tenía unos clientes fijos muy especiales, sus asiduos: la vendedora de flores descalza, la pescantina y el castañero. Seguramente, muchos periodistas desconocen la gran utilidad que tienen los periódicos. El castañero, por ejemplo, hacía unos cartuchos cónicos tan perfectos como las flores de cala que vendía la florista de los pies descalzos.

Estas dos señoritas de cara lavada, pensó ahora el chaval de los periódicos, seguro que me compran un periódico. Pero se equivocó. Quizá fue por su culpa. Porque la más joven, al principio, atendió a su llamada, e incluso quedó clavada ante la primera página con la histórica foto del Führer y Franco. Pero luego desvió la mirada hacia el andén y a él se le ocurrió decir:

Son presos, señorita. Presos enfermos.Tuberculosos.

Y dudó si escupir al suelo como había hecho el viejo Betún, pero no lo hizo por falta de confianza y porque, además, la mujer lo miró con ojos repentinamente llorosos, como si le hubiese entrado una arena, y se echó a correr hacia el andén como empujada por un resorte. Y sus zapatos de medio tacón llenaron de eco toda la estación, e incluso parecía que sacudían de su somnolencia la aguja de los minutos.

El chaval de los periódicos vio cómo la mujer joven recorría con angustia la fila de presos, sin contar números, y cómo al fin se abra zaba al hombre del traje viejo sin corbata. Ahora, en la estación, todo quedaba detenido, más detenido aún de lo normal, pues cuando pasaba el alboroto propio de las llegadas o salidas, la estación adquiría un aire de callejón sin salida. Todo fuera del tiempo, en el reloj parado, menos aquellos dos abrazándose. Hasta que un teniente salió de su propia estatua, se dirigió hacia ellos y los separó como hace el podador con las gavillas de las plantas.

Y por último, pasó un guardia que contaba muy despacito, como si no le importase que pensasen que no sabía contar, y que al hacerlo apuntaba a los presos con la batuta de un lápiz grueso y encarnado.

Como el que usa mi abuelo, pensó el chaval vendedor de periódicos. Un lápiz de carpintero.

17.

Se abrazaron en la estación, le contó Herbal a Maria da Visitaçáo. Ninguno de los dos se movió. No sabíamos muy bien qué hacer. Así que fue el teniente y los separó. Los apartó uno del otro, como hace el podador con las gavillas de las plantas.

Yo los había visto así en otra ocasión, sin que nadie pudiese separarlos.

Fue el día que descubrí que estaban enamorados. Nunca antes los había visto juntos, ni podía imaginar que Marisa Mallo y Daniel Da Barca fuesen a formar pareja. Eso estaría bien para una novela, pero no para la realidad de aquel tiempo. Era como echar pólvora en el incensario.

Lo cierto es que me los encontré por casualidad, paseando juntos al atardecer por la Rosaleda de Santiago, y decidí seguirlos. Era al final del otoño. Hablaban muy animados, sin cogerse, pero se acercaban más el uno al otro cuando las ráfagas de viento levantaban bandadas de hojas secas. En la Alameda se hicieron una foto, una de esas que van enmarcadas en un corazón. El fotógrafo tenía un cubo de agua en el que bañaba las fotos. Se puso a llover, y todos corrieron para el palco de música, pero yo me resguardé en los retretes públicos que había allí. Me los imaginé riendo, rozándose los cuerpos, mientras la brisa iba secando la foto. Y cuando escampó, ya anochecido, volví a seguirlos por las calles de la ciudad vieja. Fue un paseo interminable, sin arrimos ni carantoñas, y empecé a hartarme. Además, se puso a llover otra vez. Esa lluvia de Santiago que se te mete en los bronquios y vas como un anfibio. Hasta los caballos de piedra echan agua por la boca.

¿Y qué pasó?, preguntó con ansia Maria da Visitaçáo, desinteresada de los caballos que echan agua por la boca.

Lloviendo y todo, se pararon en medio de la Quintana dos Mortos. Debían de estar empapados, porque yo estaba chorreando, y eso que iba por los soportales. Están locos, pensé, van a coger una pulmonía. ¡Carajo con el médico! Pero entonces ocurrió aquello. Lo de la Berenguela.

¿Quién es la Berenguela?

Una campana. La Berenguela es una campana de la catedral, que da a la Quintana. A la primera campanada, ellos se abrazaron. Y fue como si no se fuesen a soltar nunca, porque daban las doce. Y la Berenguela va tan despacio que dicen que es buena para darle un punto al vino de los barriles, pero no sé cómo no vuelve locos a todos los relojes.

¿Cómo se abrazaban, Herbal?, le preguntó la chica del club de alterne.

He visto a un hombre y una mujer hacerse de todo, pero aquellos dos se bebían uno al otro. Se lamían el agua con los labios y con la lengua. Sorbían en las orejas, en el hueco de los ojos, cuello arriba desde los pechos. Estaban tan empapados que se debían de sentir desnudos. Se besaban como dos peces.

De repente, Herbal dibujó con el lápiz dos líneas paralelas en la servilleta de papel blanco. Y luego las cruzó con otras más gruesas y cortas. Las traviesas.

El tren, el tren perdido en la nieve.

Maria da Visitaçáo se fijó en el blanco de los ojos de Herbal. Un blanco algo amarillento, como de unto ahumado. Sobre ese fondo, el iris avivaba en los silencios como un tizón. Si lo dejase crecer, quizá el blanco del pelo tendría ya un tono venerable, pero aparecía en gris oscurecido por un drástico corte de recluta. Era un hombre ya mayor, por no decir viejo. Pero su constitución era flaca y tensa, de madera nudosa y enrojecida. Maria da Visitaçáo empezaba a pensar en la edad porque ya había cumplido veinte años el mes de octubre. Conocía gente mayor que parecía mucho más joven de lo que era por una especie de pacto alegre y despreocupado con el tiempo. Otras personas, como era el caso de Manila, la dueña del local, tenían una relación casi patética con la edad, intentando disimular sus huellas, en un empeño vano pues sus paramentos, los trajes demasiado ceñidos y el exceso de alhajas no hacían más que acentuar el contraste. Pero sólo conocía a una persona, y ésa era Herbal, que se mantenía más joven por fatalidad. No se sabía muy bien si sus ahogos eran por querer respirar o por no querer. Esa rabia contra el lento pasar del tiempo salía a relucir en los momentos difíciles de la noche. Bastaba con que desde el fondo de la barra apuntase con el fusil de su mirada para que el cliente más fanfarrón apoquinase el dinero sin rechistar.

A veces, cuando despierto con el ahogo tengo la sensación de que todavía estamos allí, parados en una vía nevada en la provincia de León. Y hay un lobo que nos mira, que mira el convoy, y yo bajo la media ventana y apunto con el fusil apoyado en el vidrio y el pintor me dice: Pero ¿qué haces? ¿No lo ves?, le digo yo, voy a matar a ese lobo. No deshagas la pintura, dice él. Me ha dado mucho trabajo.

El lobo da media vuelta y nos deja solos, en vía muerta.

Otro, señor, le dice un guardia al teniente. En el vagón nueve.

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