Manuel Rivas - El lápiz del carpintero
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¿Quiere que le ayude?
No soy un difunto.
Y le dice que mejor hablan dando un paseo hacia la rosaleda, que hay que aprovechar el sol de invierno, que le va bien para combatir lo que él llama maldito reuma.
Estás muy guapa, dijo. Como siempre.
Marisa pensó en la última vez que se habían visto. Ella desangrándose, con las venas abiertas en el baño. Tuvieron que echar la puerta abajo. El abuelo decidió que aquello no había sucedido nunca.
Vengo a pedirle un favor.
Eso está bien. Es mi especialidad.
Hace ya un año y ocho meses que ha acabado la guerra. Dicen que habrá indultos para Navidad.
Benito Mallo se detuvo y tomó aire. El sol de invierno parpadeaba en la majestuosa vidriera de la araucaria. La respiración claudicante, pensó Marisa, buscando con la mirada la humareda del jardinero.
No te voy a engañar, Marisa. Hice todo lo posible para que lo matasen. Ahora, el mayor favor que os puedo hacer es no hacer nada.
Puedes más de lo que dices.
Se volvió hacia ella y la miró de frente, pero sin desafío, con la curiosidad de quien descubre un rostro ajeno reflejado en el río. Si re mueves el agua, el rostro se te escurre entre las manos, inasible, y se recompone como una segunda realidad.
¿Estás segura? Tú has podido conmigo.
Le iba a decir: ¿Cuándo te darás cuenta de que existe eso que llaman amor? Y recordarle, para picarlo, aquel delirio que le había dado con la poesía. El episodio de su único recital había quedado como astracanada imborrable en los anales de Fronteira. Benito Mallo le había regalado a un gitano que iba camino de Coimbra los libros de aquel anaquel del hechizo y mandó poner en su lugar los tomos del Código Civil. Pero Marisa calló. El amor, abuelo, existe.
El amor, musitó él como si tuviese en la boca arenas de sal. Y luego dijo con voz ronca, arrancada de la garganta: No voy a hacer nada más. Sigue tu camino. Ése es mi favor.
Marisa no protestó, pues era lo que esperaba conseguir. Según las leyes de Fronteira, puja diez para ganar uno. Además, la palabra del abuelo comprometía a todo el clan, empezando por sus padres, sumisos como corderos ante el albedrío de Benito Mallo. Un salvoconducto familiar. No más maniobras, no más pretendientes para Penélope. Sigue tu camino: Me casaré con mi amor encarcelado.
Voy a casarme con él, dijo.
Benito Mallo calló. Echó una última ojeada a la vidriera vegetal de la araucaria y se volvió hacia el pazo. Daba el paseo por acabado.
Se escuchó el silbato de los perros. Couto, el chófer que le hacía las veces de guardián, se acercó con discreción.
Dispense, señor. Está ahí la mujer del de Rosal. El huido ya está en Lisboa. Y ella quiere darle las gracias.
¿Las gracias? ¡Que pague lo acordado y que se vaya!
Marisa sabía a qué se referían. El abuelo era de los vencedores. En Fronteira, la represión había sido especialmente cruel. Un osario de calaveras con agujero de bala. Demasiado para el sentido práctico. Y él era un hombre práctico.
Pasado mañana, dijo volviéndose de nuevo hacia Marisa, sale un tren de Coruña. Un tren especial. Y tu doctor va en él.
16.
El reloj de la estación de tren de Coruña estaba siempre parado en las diez horas menos cinco minutos. El chaval vendedor de periódicos tenía a veces la impresión de que la aguja de los minutos, la más larga, temblaba levemente hasta rendirse de nuevo sin poder con su peso, como ala de gallina. El niño pensaba que, en el fondo, el reloj tenía razón y que aquella avería eterna era una determinación realista. También a él le gustaría quedarse parado, pero no en las diez menos cinco sino cuatro horas antes, justo cuando su padre lo despertaba en la casucha en que vivían en Eirís. Fuese invierno o verano, una nube de niebla se aposentaba en aquel lugar, una humedad compacta que parecía ir encogiendo la casa año tras año, combando el tejado, abriendo grietas en las paredes. El niño estaba seguro de que, por la noche, uno de sus tentáculos bajaba por la chimenea y se fijaba en el techo con sus grandes ventosas, dejando aquellas manchas circulares como imágenes de cráteres de un planeta gris. El primer paisaje del despertar. El niño tenía que atravesar la ciudad hasta la Porta Real, donde recogía los ejemplares de La Voz de Galicia . A veces, en invierno, corría para ahuyentarse el frío de los pies. Su padre le había hecho unas suelas con pedazos de neumático de coche. Cuando corría, el niño hacía runnn runnnn ruuuun para abrirse paso por entre la niebla.
Todos sabían que el expreso de Madrid llegaría con mucho retraso. El niño no entendía muy bien por qué lo llamaban retraso si el tren siempre llegaba puntual dos horas después. Pero allí estaban todos, los taxistas, los maleteros, el viejo Betún, diciendo: Parece que viene con retraso. Eran ellos, empeñados en su error, los que llegaban a destiempo. Si aceptasen la realidad, él podría dormir un poco más y no tendría que cortar la niebla con su bocina fantástica.
El viejo Betún le dijo:
Sí, claro. Pero ¿y si un día llega a tiempo? Te crees muy listo, ¿eh, cabezón?
A él le gustaría vender tabaco. Pero eso ya lo hacía el viejo Betún, que antes había sido limpiabotas. Vendía tabaco y vendía de todo. Su abrigo era un gran almacén con un surtido imprevisible. Por eso lo llevaba puesto también en verano. Pero el niño solamente vendía periódicos. Hoy podría ser un buen día si los comprasen algunos de aquellos hombres. Entre ellos y los del expreso despacharía el lote y no tendría que andar voceando por ahí. De regreso iría dando un paseo con las manos en los bolsillos y compraría un botellín de gaseosa.
Pero ninguno de aquellos hombres que caminaban en fila iba a comprar el periódico. Sólo uno, alto, con un traje viejo sin corbata y un maletín de cuero gastado por las esquinas, se paró un instante y miró la primera página. Un titular en grandes caracteres. «Hitler y Franco se entrevistan.» El hombre del traje sin corbata y maletín de cuero siguió leyendo a medida que se alejaba. La entradilla de la noticia en tipo destacado: «El Führer ha tenido hoy, con el jefe del Estado español, Generalísimo Franco, una entrevista en la frontera hispano-francesa. La entrevista ha tenido lugar en el ambiente de camaradería existente entre ambas naciones». Puesto que parecía interesarle la noticia, si aquel hombre comprase un periódico podría encontrar en el interior un comentario de la agencia oficial Efe en el que se señalaba que «la figura señera y soberana del Caudillo, en la ya histórica entrevista con el Führer, ha ratificado ante Europa y el mundo la voluntad imperial de nuestra Patria». Pero aquel hombre no podía abrir el periódico por la sencilla razón de que formaba parte de la fila, aunque casi era el último, y justamente llevaba detrás un guardia de tricornio y capote, armado de fusil, que no se detuvo ante el chaval vendedor de periódicos sino que siguió marcando el paso.
A esa hora no estaba prevista la salida de ningún tren, pero esta mañana había estacionado un convoy en una de las vías principales. Era un convoy de vagones cerrados con madera, de los usados para transporte de mercancías y ganado. Los hombres formaron en el andén y dejaron en el suelo los mínimos atados de ropa que llevaban. Un guardia los fue contando diciendo en voz alta sus respectivos números. El niño pensó que de llamarse por un número le gustaría ser el 10, que era el que le correspondía a Chacho, su futbolista preferido, aquel que decía: ¡Hay que pasar la bola colgada de un hilo! Pero apareció de nuevo otro guardia, distinto del de antes, y los contó de nuevo. Y uno de los factores de la estación también pasó cantando los números, éste mucho más rápido, como si compitiese con los anteriores. Quizá les faltaba uno, pensó el niño, y miró alrededor y debajo de los vagones. Pero a quien encontró fue al viejo Betún que le dijo:
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