6 de febrero. Los escritores nunca deberían hablar con los periodistas. La entrevista es una forma literaria degradada que no sirve de nada salvo para simplificar lo que jamás debe simplificarse. Renzo lo sabe perfectamente y como es hombre que obra de acuerdo con su conocimiento, ha mantenido la boca cerrada durante años, pero esta noche, en la cena, concluida apenas hace una hora, te ha informado de que se ha pasado buena parte de la tarde hablando con una cinta magnetofónica, contestando las preguntas formuladas por un joven escritor de relatos que después de corregir el texto resultante tiene intención de publicarlo con el visto bueno de Renzo.
Circunstancias especiales, dijo como contestación a tu pregunta de por qué se había prestado a hacerlo. La petición se la había hecho Bing Nathan, que por casualidad es amigo del joven escritor de relatos, y como Renzo es consciente de la gran deuda que tienes con Bing, le pareció una grosería decirle que no, algo imperdonable. En resumidas cuentas, Renzo ha roto su silencio por su amistad contigo y tú le has dicho cuánto te conmovía ese gesto, lo agradecido que estabas, cómo te alegrabas de que entendiera lo mucho que para ti significaba que hubiera podido hacer algo por Bing. Una entrevista para hacer un favor a Bing, entonces, para hacerte un favor a ti, pero con ciertas restricciones que el joven escritor debía aceptar antes de que Renzo conviniera en hablar con él. Nada de preguntas sobre su vida ni su obra, ni cuestiones políticas, ni sobre cualquier tema que no fuese la obra de otros escritores, autores ya fallecidos a quienes Renzo hubiera conocido, a unos bien, a otros superficialmente, y a quienes él quisiera tributar alabanzas. Nada de ataques, insistió, únicamente alabanzas. Facilitó de antemano al entrevistador una lista de nombres invitándolo a elegir algunos, sólo cinco o seis, porque la lista era demasiado larga para hablar de todos ellos. William Gaddis, Joseph Heller, George Plimpton, Leonard Michaels, John Gregory Dunne, Alain Robbe-Grillet, Susan Sontag, Arthur Miller, Robert Creeley, Kenneth Koch, William Styron, Ryszard Kapusciáski, Kurt Vonnegut, Grace Paley, Norman Mailer, Harold Pinter y John Updike, que murió la semana pasada, toda una generación desaparecida en el espacio de unos cuantos años. Tú también conocías a muchos de esos autores, has hablado, te has codeado con ellos, los has admirado, y mientras Renzo iba recitando sus nombres, te asombrabas de lo numerosos que eran, y una tremenda tristeza os invadió a los dos mientras alzabais la copa en su memoria. Para animar el ambiente, Renzo se puso a contar una anécdota sobre William Styron, una pequeña y divertida historia que se remontaba a muchos años atrás referente a una revista francesa, Le Nouvel Observateur, que pensaba dedicar un número entero a Estados Unidos, y entre los artículos que esperaban incluir se contaba una larga conversación entre un novelista norteamericano viejo y otro joven. La revista ya se había puesto en contacto con Styron, que propuso a Renzo como el escritor joven con quien le gustaría charlar. Una redactora llamó a Renzo, que por entonces estaba enfrascado en una novela (como de costumbre), y cuando le dijo que estaba muy ocupado para aceptar -enormemente halagado por el ofrecimiento de Styron, pero muy ocupado-, la mujer se quedó tan pasmada por su negativa que amenazó con matarse, Je me suicide!, pero Renzo simplemente se echó a reír, diciéndole que nadie se suicidaba por tan poca cosa y que al día siguiente por la mañana se sentiría mejor. No conocía bien a Styron, sólo lo había visto un par de veces, pero tenía su número y tras la conversación con la redactora suicida llamó a Styron para darle las gracias por haber propuesto su nombre, pero también quería que supiera que estaba trabajando intensamente en una novela y había declinado la invitación. Esperaba que lo entendiera. Perfectamente, contestó Styron. En realidad, por eso había sugerido a Renzo en primer lugar. A él tampoco le apetecía esa conversación y estaba casi seguro, más o menos convencido, de que Renzo les diría que no y lo sacaría del apuro. Gracias, Renzo, concluyó, me has hecho un gran favor. Risas. Renzo y tú soltasteis una carcajada por la conclusión de Styron y luego Renzo dijo: «Qué hombre tan educado, qué modales tan exquisitos. Sencillamente no tenía valor para rechazar el ofrecimiento de la redactora, de manera que me utilizó para que lo hiciera por él. Por otra parte, ¿qué habría pasado de haber dicho que sí? Sospecho que habría fingido entusiasmo, haciendo ver que estaba encantado de que nos dieran a los dos la oportunidad de sentarnos frente a frente y ponernos a hablar sobre el estado del mundo. Ése era su modo de ser. Buena persona. Lo último que deseaba era herir los sentimientos de alguien». De la bondad de Styron pasasteis a hablar de la campaña del PEN en apoyo de Liu Xiaobo. El 20 de enero se había publicado una petición firmada por escritores del mundo entero, y el PEN está pensando en rendirle homenaje in absentia en su cena anual para recabar fondos, en abril. Tú estarás allí, desde luego, porque nunca dejas de asistir a esa cena, pero la situación es poco prometedora, y tienes pocas esperanzas de que dar a Liu Xiaobo un premio en Nueva York tenga efecto alguno en su situación en Pekín: detenido y sin duda pronto condenado. Según Renzo, una joven que trabaja en el PEN vive en Brooklyn, en la misma casa donde se aloja el chico. El mundo es un pañuelo, ¿no? Sí, Renzo, de verdad lo es.
7 de febrero. Has visto al chico otras dos veces desde que te encontraste con él el 26 de enero. La primera vez, fuisteis juntos a ver D í as felices (cortesía de Mary-Lee, que dejó dos entradas para ti en taquilla), visteis la obra en una especie de pasmado arrobamiento (Mary-Lee estuvo espléndida) y después de la representación fuisteis a su camerino, donde os asaltó con unos besos frenéticos, eufóricos. El éxtasis de actuar ante un público vivo, una sobreabundancia de adrenalina discurriendo por su organismo, sus ojos ardientes. El chico parecía sumamente contento, sobre todo cuando su madre y tú os abrazasteis. Más tarde, te diste cuenta de que probablemente era la primera vez en su vida que veía algo así. Es consciente de que la guerra ya ha terminado, de que los combatientes hace mucho que han depuesto las armas convirtiendo las espadas en rejas de arado de tanto entrechocarlas. Después, cena con Korngold y lady Swann en un pequeño restaurante cerca de Union Square. El chico no habló mucho, pero estuvo muy solícito. Algunas observaciones sagaces sobre la obra, analizando la primera frase del segundo acto, «Salve, sagrada luz», y por qué Beckett había decidido aludir a Milton en ese punto, la ironía de esas palabras en el contexto de un mundo de eterno día, puesto que la luz sólo puede ser sagrada como antídoto de la oscuridad. Su madre sin quitarle los ojos de encima mientras hablaba, brillantes de adoración. Mary-Lee, la reina del exceso, la Madonna de los sentimientos viscerales, y sin embargo ahí estabas tú, observándola con una punzada de envidia: un tanto divertido, sí, pero preguntándote también por qué sigues conteniéndote. Te sentiste más a gusto en presencia del muchacho esa segunda vez. Como si te estuvieras habituando a él otra vez, quizá, pero aún sin estar dispuesto a mostrarle tu afecto. El siguiente encuentro fue más íntimo. Cena en Joe Junior's esta noche en recuerdo de los viejos tiempos, solos los dos, zampando grasientas hamburguesas y apelmazadas patatas fritas, y tú has hablado principalmente de béisbol, recordando las numerosas conversaciones que mantuviste con tu padre, sobre aquel tema apasionante pero enteramente neutral, terreno seguro por así decir, pero entonces él sacó a relucir la muerte de Herb Score y los tremendos deseos que tuvo de llamarte para hablar de él, del lanzador que vio su carrera frustrada por la misma clase de lesión que acabó con las aspiraciones de tu padre, el abuelo que no llegó a conocer, pero entonces pensó que una llamada interurbana no era lo más adecuado, y qué extraño que su primer contacto contigo acabara siendo de todas formas por teléfono, las llamadas de Brooklyn a Exeter cuando estabas en el hospital y el miedo que tuvo de no volver a verte más. Te lo llevaste a la calle Downing después de cenar y fue allí, en el salón del antiguo piso, donde súbitamente se derrumbó y rompió a llorar. Bobby y él se estaban peleando aquel día, te confesó, en aquella sofocante carretera tantos años atrás, y justo antes de que pasara el coche dio un empellón a Bobby, de menor estatura que él, lo empujó tan fuerte que lo tiró al suelo, y por eso lo atropellaron y resultó muerto. Tú escuchabas en silencio. Ya no tenías palabras. Todos esos años sin saber y ahora esto, esa abrumadora trivialidad, una disputa adolescente entre dos hermanastros, y todo el daño que ha causado ese empujón. Tantas cosas que se han aclarado con la confesión del chico. Su feroz repliegue sobre sí mismo, la fuga de su propia vida, los duros trabajos manuales como forma de expiación, más de una década en el infierno por un momento de ira. ¿Se le puede perdonar? Esta noche no has conseguido que las palabras salieran de tus labios, pero al menos has tenido el sentido común de abrazarlo y estrecharlo contra ti. Más en concreto: ¿hay algo que requiera perdón? Probablemente no. Y sin embargo, se le debe perdonar.
Читать дальше