Como la casa le daba miedo, quería estar en ella el menor tiempo posible. Por motivos muy diferentes, a él le ocurría lo mismo, con lo cual anduvieron de un sitio para otro durante la mayor parte de su estancia, sobre todo por Manhattan, cenando en restaurantes la mayoría de las veces, en establecimientos baratos para no dilapidar el dinero, casas de comida rápida y pizzerías y puestos de comida china, y el noventa por ciento del tiempo que pasaban en casa se quedaban en la habitación, haciendo el amor o durmiendo. Sin embargo, estaban los inevitables encuentros con los demás, los desayunos por la mañana, las coincidencias frente a la puerta del cuarto de baño, la noche en que volvieron a casa a las diez y Alice los invitó a su habitación a ver una película, que describió como su «obsesión del momento», una película titulada Los mejores a ñ os de nuestra vida, porque quería saber lo que opinaban de ella (él le dio un notable alto en conjunto y un sobresaliente en fotografía, Pilar le confirió un sobresaliente por todo), pero el objetivo de Miles consistía en mantener al mínimo los contactos de Pilar con el resto de la casa. No es que no se mostraran amables con ella, pero había observado sus rostros cuando se la presentó la primera noche y después de percibir en ellos el breve instante de conmoción al ver lo joven que era, se sentía reacio a exponerla a situaciones en que pudieran tratarla con condescendencia, hacerla de menos, herirla. Habría sido distinto de medir más de uno sesenta y cinco, de tener más pecho y caderas más anchas, pero Pilar debió de parecerles poquita cosa, muy infantil, igual que a él la primera vez que la vio, y no tenía sentido intentar que modificaran su impresión inicial de ella. Su estancia iba a ser demasiado breve para eso y en cualquier caso la quería para él solo. Para ser justo con ellos, sin embargo, no ocurrió nada desagradable. Alice convino en ocuparse de hacer la cena mientras Pilar estaba en la ciudad y por tanto a él le correspondía únicamente ir a la compra, tarea que cumplía a primera hora de la mañana, y mientras él iba a la tienda, Alice y Pilar se quedaban charlando a solas a la mesa de la cocina. La primera no tardó mucho en ver lo inteligente que era Pilar, y después, cuando salían de casa, ésta le decía lo impresionada que estaba con Alice, cuánto admiraba el trabajo que estaba realizando y lo bien que le caía. Pero Alice era la única que tendía asiduamente la mano a Pilar. Bing parecía desconcertado, un poco perplejo, confuso por su presencia, y al segundo día había adoptado una actitud jocosa para comunicarse con ella (Bing tratando de hacerse el gracioso), hablando con voz de vaquero de película, dirigiéndose a ella como «señorita Pilar» y soltando observaciones tan originales como: ¿Qué tal le va, señorita Pilar, cómo está la linda dama? Ellen se mostraba cortés pero distante, y la única vez que Jake apareció por allí, no le hizo ni caso.
Se las arregla con su nueva situación en Florida, pero es la primera vez que vive sola y ha pasado por días difíciles, sombríos, en que ha tenido que luchar contra el impulso de rendirse y llorar durante horas seguidas. Sigue llevándose bien con Teresa y Maria, pero la ruptura con Angela es absoluta y para siempre, y evita ir a la casa cuando está su hermana mayor. Maria sigue saliendo con Eddie Martinez, y el marido de Teresa, Carlos, va a venir cuando concluya su período de servicio: está previsto que en marzo lo saquen de Irak y lo destinen a otro sitio. La aburre el instituto, está harta de ir allí todas las mañanas y tiene que poner mucha fuerza de voluntad para no perderse clases, días enteros, pero sigue adelante porque no quiere defraudarle. Los demás estudiantes le parecen idiotas, sobre todo los chicos, y sólo tiene unas pocas amigas, nada más que dos o tres en clase de inglés con las que vale la pena hablar. Tiene cuidado con el dinero, gasta lo menos posible y el único dispendio imprevisto ha ocurrido justo antes de su viaje a Nueva York, cuando tuvo que poner otro carburador y bujías nuevas en el Toyota. Sigue siendo muy mala cocinera, aunque un poco menos que antes, y no ha perdido ni ganado peso, lo que significa que se las arregla perfectamente a pesar de sus deficiencias. Mucha fruta y verdura, arroz y judías, de vez en cuando un filete de pollo o una hamburguesa (ambas cosas fáciles de cocinar), y un desayuno de verdad por la mañana: melón, yogur natural y frutas del bosque, copos de avena especiales. Ha sido una extraña temporada, le dice en su último día en Nueva York, la época más rara que ha vivido nunca, y desearía que el tiempo pasara más rápidamente allá abajo, que los días no fueran tan largos, pero las manillas del reloj avanzan tan despacio como un viejo gordo subiendo una escalera de cien escalones y ahora que debe volver va a ser aún peor, porque cuando él se marchó a ella le quedaba la ilusión de que en tres semanas iría a Nueva York y eso le daba ánimos, pero ahora que tienen tres meses por delante, apenas puede hacerse a la idea, nada menos que tres meses antes de volver a verlo, y será como vivir en el limbo, corno ir de vacaciones al infierno, y todo por la estúpida fecha en su partida de nacimiento, una cifra arbitraria, un número irracional que no significa nada para nadie. Durante toda su estancia ha estado tentado de decirle la verdad sobre sí mismo, de sincerarse con ella y contarle toda la historia de principio a fin: sus padres y Bobby, su infancia en Nueva York, los tres años en Brown, el delirante autoexilio de siete años y medio, todo. La mañana que deambularon por el Village, pasaron frente a Saint Vincent's, el hospital donde nació, por el colegio 41, a cuyas aulas asistió de pequeño, por la casa de la calle Downing, el edificio donde su padre y su madrastra siguen viviendo, y luego almorzaron en Joe Junior's, la taberna familiar de los primeros veinte años de su vida, toda la mañana y parte de la tarde en el corazón de su antiguo territorio, y aquél fue el día en que más cerca estuvo de hacerlo, pero por desesperado que estuviera por contarle esas cosas de sí mismo, se contuvo y no le dijo nada. El miedo se lo impidió. Podía habérselo explicado entonces, pero no quería estropear los buenos momentos que estaban viviendo. Pilar estaba pasando apuros en Florida, con el viaje a Nueva York se había animado, recuperando su esperanza y energía de antes, y sencillamente no era el momento de confesarle sus mentiras, deprimirla con la sombría crónica de la familia Heller. Lo hará en el momento adecuado, que sólo llegará cuando haya hablado con su padre y con su madre, únicamente cuando haya visto a sus padres, sólo después de haberles pedido que vuelvan a acogerlo en su seno. Ya está preparado para presentarse ante ellos, listo para enfrentarse al horror que les causó, y sólo a Pilar le debe el coraje para hacerlo, porque, a fin de merecerla, ha debido armarse de valor.
Ella salió para Florida el 3, hace dos días. Qué espantosas las despedidas, qué tormento contemplar su rostro por la ventanilla, antes de que el autocar bajara por la rampa y desapareciese. Volvió en metro a Sunset Park y en cuanto entró en su habitación se sentó en la cama, sacó el teléfono móvil y llamó a su madre. No podría hablar con su padre hasta el lunes, pero ahora tenía que hacer algo, después de ver el autocar bajar por la rampa era imposible quedarse sin hacer nada, y si su padre no estaba disponible, entonces empezaría con su madre. Estuvo a punto de llamar primero al teatro, pensando que sería la mejor manera de localizarla, pero luego se le ocurrió que a lo mejor tenía el mismo número de móvil que siete años atrás. Llamó para averiguarlo y allí estaba su voz, anunciando al mundo que viviría en Nueva York durante los próximos siete meses y que si querías ponerte en contacto con ella, ése era el número. Era sábado por la tarde, un frío sábado de principios de enero, y supuso que en un día horrible como aquél su madre estaría en casa, con los pies calentitos y haciendo crucigramas en el sofá, y cuando llamó al número de Nueva York, estaba plenamente convencido de que contestaría al segundo o tercer tono. Pero no cogió el teléfono. Sonó cuatro veces y entonces vino un mensaje, otro mensaje con su voz, diciendo al que llamaba que no estaba en casa y que por favor esperase la señal. Lo desconcertó tanto esa circunstancia inesperada que de pronto se quedó en blanco y lo único que pudo decir fue: «Hum». Larga pausa. «Lo siento.» Larga pausa. «Volveré a llamar.»
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