Lleva mucho tiempo actuando, desde los veintipocos años, y en el atestado restaurante no hay una sola persona que no sepa quién es, miradas y miradas se dirigen a su mesa, hay «ojos en sus ojos», pero ella finge no prestar atención, está acostumbrada a esas cosas, aunque Morris nota que en el fondo le gusta, que esa especie de silenciosa adulación es un regalo que siempre le viene bien. No muchos actores logran permanecer en activo durante treinta años, en particular las mujeres, y sobre todo las mujeres que trabajan en el cine, pero Mary-Lee ha sido lista y flexible, ha estado dispuesta a reinventarse a cada paso a lo largo de toda su trayectoria. Incluso durante la primera racha de éxitos cinematográficos que propiciaron su carrera, se tomaba tiempo libre para trabajar en el teatro, siempre con obras buenas, las mejores, el Bardo y sus herederos modernos, Ibsen, Chéjov, Williams, Albee, y luego, a los treinta y tantos, cuando los grandes estudios dejaron de hacer películas para mayores, no vaciló en aceptar papeles en films independientes de bajo presupuesto (muchos de ellos producidos por Korngold), y después, con más años a sus espaldas, cuando llegó al punto en que empezaba a hacer de madre, dio el salto a la televisión interpretando el papel protagonista en una serie llamada Martha Kane, abogada, que Morris y Willa veían de cuando en cuando, y por espacio de cinco años el programa atrajo a millones de espectadores y ella se hizo aún más popular, lo que quiere decir famosa de verdad. Drama y comedia, papeles de buena y de chica perversa, dinámica secretaria y buscona drogadicta, esposa, amante, cantante y pintora, policía secreta y alcaldesa de una gran ciudad: ha interpretado todo tipo de personajes en toda clase de películas, muchas bastante decentes, algunas de ellas rollos insoportables, pero ninguna actuación mediocre que Morris pueda recordar, con una serie de escenas memorables que lo emocionaron del mismo modo en que lo había conmovido cuando la vio por primera vez en 1978 en el papel de Cordelia. Se alegra de que interprete a Beckett, cree que ha sido inteligente al aceptar un papel de tan enormes proporciones, y mientras la mira ahora desde el otro lado de la mesa, se pregunta cómo esa mujer tan atractiva pero enteramente corriente, esa mujer de humor cambiante y una pasión vulgar por los chistes verdes, es capaz de transformarse en personajes tan diversos y completamente diferentes, de dar la sensación de que lleva toda la humanidad en su interior. ¿ Es que aparecer frente a un público de desconocidos y desnudarse las entrañas requiere un acto de valor o es una obsesión, una necesidad de ser mirado, una insensata falta de inhibición lo que impulsa a alguien a hacer eso? Nunca ha sido capaz de determinar la línea que separa la vida del arte. Renzo es igual que Mary-Lee, ambos son cautivos de sus actos, durante años se han lanzado de un proyecto a otro, han producido duraderas obras de arte y sin embargo su vida ha sido una cagada, ambos divorciados dos veces, con una enorme capacidad para compadecerse de sí mismos, en el fondo inaccesibles a los demás: no seres humanos fallidos, exactamente, pero tampoco triunfadores. Almas mutiladas. Los heridos ambulantes, abriéndose las venas y sangrando en público.
Le parece raro estar con ella ahora, otra vez sentado a una mesa de un restaurante neoyorquino, frente a su ex mujer y su marido, extraño porque el amor que una vez sintió por ella ha desaparecido por completo y sabe que Korngold es mucho mejor marido para Mary-Lee de lo que él hubiera sido, y es afortunada de tener a un hombre como ése que se ocupe de ella, que la sostenga cada vez que se tambalee, que le procure los consejos que ella ha escuchado y seguido durante años, que la quiera de un modo que apacigüe sus inquietudes y malos humores, mientras que él, Morris, nunca estuvo a la altura de la tarea de quererla de la forma en que necesitaba ser amada, jamás podría haberle dado consejos sobre su carrera, ni haberla ayudado a mantenerse en pie ni a comprender lo que levantaba remolinos en esa preciosa cabeza suya. Ella es mucho mejor persona de lo que era hace treinta años y todo el mérito es de Korngold, lo admira por haberla rescatado después de dos fracasos matrimoniales, por tirar las botellas de vodka y los frascos de pastillas que empezó a acumular a raíz de su segundo divorcio, por permanecer a su lado en momentos desgarradores, y además de lo que Korngold ha hecho por Mary-Lee, Morris lo admira pura y simplemente por sí mismo, no sólo porque se portó bien con su hijo durante los años en que el muchacho aún estaba con ellos, no sólo porque sufrió la desaparición de Miles como un auténtico miembro de la familia, sino porque además hace muchos años que descubrió que Simon Korngold es una persona absolutamente amable, y lo que a Morris más le gusta de él es el hecho de que nunca se queja. Todo el mundo está padeciendo la crisis, la recesión, cualquiera que sea la palabra que la gente emplee para referirse a la nueva depresión, incluidos los editores de libros, por supuesto, pero Simon se encuentra en una situación mucho peor que la suya: la industria del cine independiente ha quedado destruida, productoras y distribuidoras están cerrando una tras otra y ya hace dos años que realizó su última película, lo que significa que este otoño se ha retirado extraoficialmente y en vez de hacer cine ha aceptado un trabajo para enseñar cinematografía en la Universidad de California, pero no está amargado por eso, o al menos no da muestras de resentimiento, y lo único que dice para explicar lo que le ha pasado es que tiene cincuenta y ocho años y que producir cine independiente es labor para jóvenes. La agotadora búsqueda de capital puede destrozarte la moral a menos que estés hecho de acero, añade, y el fondo de la cuestión es que él ya no tiene temple para eso.
Pero eso viene después. La conversación sobre Winnie y «Salve, sagrada luz» y los hombres de acero no empieza hasta después de que hayan hablado de por qué Mary-Lee ha llamado a Morris hace tres horas para invitarlo a cenar con tan poca antelación. Hay noticias. Ése es el primer punto del orden del día, y momentos después de entrar en el restaurante y ocupar sus asientos a la mesa, Mary-Lee le cuenta lo del mensaje que ha encontrado en el contestador automático a las cuatro de esa misma tarde.
Era Miles, afirma. He reconocido su voz.
Su voz, dice Morris. ¿Quieres decir que no ha dicho su nombre?
No. Sólo el mensaje, un recado breve y confuso. Tal como repito, íntegramente. «Hum.» Larga pausa. «Lo siento.» Larga pausa. «Volveré a llamar.»
¿Estás segura de que era Miles?
Absolutamente.
Korngold dice: Sigo tratando de averiguar lo que quiere decir «lo siento». ¿Siente haber llamado? ¿Siente estar tan azorado como para no dejar un mensaje como es debido? ¿Siente todo lo que ha hecho?
Imposible saberlo, contesta Morris, pero yo me inclinaría por lo de azorado.
Algo va a pasar, asegura Mary-Lee. Muy pronto. Cualquier día.
He hablado con Bing esta mañana, informa Morris, sólo para asegurarme de que todo iba bien. Me ha dicho que Miles tiene novia, una joven cubana de Florida que ha venido a Nueva York a estar con él una semana o así. Creo que se ha marchado hoy. Según Bing, Miles pensaba ponerse en contacto con nosotros en cuanto ella se marchara. Eso explicaría el mensaje.
Pero ¿por qué llamarme a mí y no a ti?, pregunta Mary-Lee.
Porque Miles piensa que todavía sigo en Inglaterra y no estaré localizable hasta el lunes.
¿Y cómo sabe él eso?, pregunta Korngold.
Al parecer, llamó a mi oficina hace dos o tres semanas y le dijeron que el día 5 volvería al trabajo. Eso es lo que me ha dicho Bing, en cualquier caso, y no veo por qué iba a mentirme el muchacho.
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