– De naipes a castillos -dijo Stone.
– Exactamente -respondió Flower-. Y de la charla a la comida. Lo crean o no, amigos míos, me parece que es hora de cenar.
Nashe ya no sabía qué pensar. Al principio había tomado a Flower y Stone por un par de amables excéntricos -más bien tontos, quizá, pero esencialmente inofensivos-, pero cuanto más veía de ellos y escuchaba lo que decían, más inciertos se volvían sus sentimientos. El dulce Stone, por ejemplo, cuya actitud era tan humilde y benévola, pasaba sus días construyendo la maqueta de un mundo extraño y totalitario. Desde luego era encantador, desde luego era habilidoso, brillante y admirable, pero había una especie de retorcida lógica de vudú en la cosa, como si debajo de toda la monería y dificultad uno percibiera una insinuación de violencia, un ambiente de crueldad y desquite. También con Flower todo era ambiguo, difícil de precisar. Un momento parecía perfectamente sensato; al siguiente, daba la impresión de un lunático, divagando sin cesar como un completo loco. No había duda de que era simpático, pero incluso su jovialidad parecía forzada, sugiriendo que si no les bombardease con toda aquella charla pedante y excesivamente precisa, tal vez la máscara de camaradería se le caería de la cara. ¿Y qué revelaría? Nashe no se había formado una opinión definida, pero sabía que se sentía cada vez más inquieto. Por lo menos, se dijo, debía observarles atentamente, mantenerse en guardia.
La cena resultó una situación ridícula, una farsa de baja categoría que pareció anular las dudas de Nashe y demostrar que Pozzi tenía razón: Flower y Stone no eran más que dos niños grandes, un par de payasos bobos que no merecían que se les tomara en serio. Cuando bajaron del ala este, la enorme mesa de nogal ya estaba puesta para cuatro. Flower y Stone ocuparon sus puestos habituales en las dos cabeceras y Nashe y Pozzi se sentaron en el medio uno frente a otro. La sorpresa inicial se produjo cuando Nashe miró su mantelito. Era una baratija de plástico que parecía datar de los años cincuenta y sobre la superficie de vinilo estaba estampada una fotografía a todo color de Hopalong Cassidy, el vaquero estrella de las viejas películas de las sesiones matinales de los sábados. La primera reacción de Nashe fue interpretarlo como un deliberado detalle kitsch, un pequeño gesto de humor por parte de sus anfitriones, pero luego llegó la comida, y ésta resultó ser un banquete infantil, una cena adecuada para niños de seis años: hamburguesas entre panecillos blan cos sin tostar, botellas de Coca-Cola con una pajita de plástico asomando por la boca, patatas fritas, mazorcas de maíz y un recipiente de salsa de tomate en forma de tomate. Aparte de la ausencia de gorros de papel y matasuegras, aquello le recordó a Nashe las fiestas de cumpleaños a las que asistía de pequeño. No paraba de mirar a Louise, la doncella negra que les servía, buscando en su expresión algo que revelara la broma, pero ella no sonrió ni una vez y hacía su trabajo con toda la solemnidad de una camarera de un restaurante de cuatro tenedores. Para empeorar las cosas, Flower comía con la servilleta de papel metida por el cuello de la camisa (probablemente para evitar salpicarse el traje blanco), y cuando vio que Stone se había dejado la mitad de su hamburguesa se inclinó hacia adelante con un brillo glotón en los ojos y le preguntó a su amigo si podía terminársela él. Stone estaba encantado de complacerle, pero, en lugar de pasarle el plato, sencillamente cogió con los dedos la hamburguesa a medio comer, se la tendió a Pozzi y le pidió que se la diera a Flower. Por la expresión de la cara de Pozzi en ese momento, Nashe pensó que estaba a punto de arrojársela al gordo, gritando algo como ¡Cógela! o ¡Piensa rápido! mientras la carne volaba por el aire. De postre, Louise trajo cuatro platos de jalea de frambuesa, cada uno coronado con un pequeño montículo de nata y una cereza glaseada.
Lo más extraño de la cena fue que nadie dijo nada sobre ella. Flower y Stone se comportaban como si fuese perfectamente normal que los adultos comiesen así, y ninguno de los dos ofreció disculpas ni explicaciones. En un momento dado Flower mencionó que ellos siempre tomaban hamburguesas los lunes por la noche, pero eso fue todo. Por lo demás, la conversación transcurrió igual que antes (es decir, Flower peroró largamente y los demás le escucharon), y cuando estaban masticando las últimas patatas fritas la charla había vuelto al tema del póquer. Flower enumeró todas las razones por las que el juego le resultaba tan atractivo -la sensación de riesgo, el combate mental, su absoluta pureza-, y por una vez pareció que Pozzi le prestaba algo más que una fingida atención. Nashe no dijo nada, sabiendo que era poco lo que podía añadir al tema. Luego la cena acabó y al fin los cuatro se levantaron de la mesa. Flower preguntó si a alguien le apetecía una copa y, cuando Nashe y Pozzi declinaron la invitación, Stone se frotó las manos y dijo:
– Entonces tal vez deberíamos pasar a la otra habitación y abrir la baraja.
Y así empezó la partida.
Jugaron en la misma habitación en que les habían servido la merienda. Habían colocado una gran mesa plegable en un espacio abierto entre el sofá y las ventanas, y cuando vio aquella superficie de madera desnuda y las cuatro sillas vacías puestas a su alrededor, Nashe comprendió repentinamente cuánto estaba en juego para él. Aquélla era la primera vez que se enfrentaba seriamente a lo que estaba haciendo, y la fuerza de esa conciencia vino muy bruscamente, con una aceleración del pulso y un frenético martilleo en la cabeza. Estaba a punto de jugarse su vida en aquella mesa, y la locura de ese riesgo le llenó de una especie de temor reverencial.
Flower y Stone se entregaron a sus preparativos con una obstinada, casi inexorable resolución, y mientras miraba cómo contaban las fichas y examinaban las barajas selladas Nashe comprendió que no iba a ser sencillo, que el triunfo de Pozzi no era ni mucho menos seguro. El muchacho había salido a buscar sus cigarrillos al coche y cuando entró en la habitación ya iba fumando, dando cortas y nerviosas caladas a su cigarrillo. El ambiente festivo de hacía un rato pareció desvanecerse en aquel humo, y todos se pusieron tensos de repente por la expectación. Nashe hubiera deseado tener un papel más activo en lo que iba a suceder, pero aquél era el trato que había hecho con Pozzi: una vez que se repartiera la primera carta, él quedaría al margen y a partir de ese momento no podría hacer nada excepto esperar y mirar.
Flower se dirigió al otro extremo de la habitación, abrió una caja fuerte en la pared que había al lado de la mesa de billar y pidió a Nashe y a Pozzi que se acercaran a mirar en su interior.
– Como pueden ver -dijo- está completamente vacía. He pensado que podríamos usarla como banco. Las fichas se cambian por dinero en efectivo y el dinero lo metemos aquí. Una vez que hayamos terminado, abrimos la caja de nuevo y repartimos el dinero de acuerdo con lo sucedido. ¿Alguno de ustedes tiene algo que objetar? -Ninguno objetó nada y Flower continuó-: En interés de la justicia, me parece que todos deberíamos participar con la misma cantidad. El veredicto será más decisivo de ese modo, y puesto que Willie y yo no jugamos únicamente por el dinero, aceptaremos encantados cualquier cantidad que decidan. ¿Qué me dice, señor Nashe? ¿Cuánto pensaba gastar en avalar a su hermano?
– Diez mil dólares -contestó Nashe-. Si no es problema para usted creo que me gustaría convertir en fichas la cantidad total antes de empezar.
– Excelente -dijo Flower-. Diez mil dólares es una buena cifra redonda.
Nashe vaciló un momento y luego dijo:
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