Paul Auster - La música del azar

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Cuando Jim Nashe es abandonado por su mujer, se lanza a la vida errante. Antes ha recibido una inesperada herencia de un padre que nunca conoció y que le permitirá vagabundear por América en un Saab rojo, el mejor coche que nunca tuvo. Nashe va de motel en motel, goza de la velocidad, vive en una soledad casi completa y, como otros personajes caros a Auster, experimenta la gozosa y desgarradora seducción del desarraigo absoluto.
Tras un año de esta vida, y cuando apenas le quedan diez mil dólares de los doscientos mil que heredara, conoce a Jack Pozzi, un jovencísimo jugador profesional de póquer. Los dos hombres entablan una peculiar relación y Jim Nashe se constituye en el socio capitalista de Pozzi. Una sola sesión de póquer podría hacerles ricos. Sus contrincantes serán Flower y Stone, dos curiosos millonarios que han ganado una fabulosa fortuna jugando a la lotería y viven juntos como dos modernos Buvard y Pecuchet.
A partir de aquí, de la mano de los dos excéntricos, amables en un principio y progresivamente ominosos después, la novela abandona en un sutil giro el territorio de la “novela de la carretera” americana, del pastiche chandleriano, y se interna en el dominio de la literatura gótica europea. Un gótico moderno, entre Kafka y Beckett. Nashe y Pozzi penetran en un ámbito sutilmente terrorífico, y la morada de los millonarios, a la cual llegaron como hombres libres y sin ataduras, se convertirá en una peculiar prisión, en un mundo dentro del mundo, cuyos ilusorios límites y leyes no menos ilusorias deberán descubrir.
“Este es un escritor en cuya obra resplandecen la inteligencia y la originalidad. Paul Auster construye maravillosos misterios sobre la identidad y la desaparición” (Don Delillo).
“Auster puede escribir con la velocidad y la maestría de un experto jugador de billar, y en sus novelas los más extraños acontecimientos colisionan limpia e inesperadamente contra otros no menos extraños” (Michiko Kakutani, New York Times).
“La originalidad de Auster es el resultado de su magistral utilización de las técnicas de la literatura de vanguardia europea -Perec, Calvino y Roussel, por ejemplo- aplicadas a la mitología americana. Auster es una de esas rara avis, un escritor experimental que es, a la vez, de lectura compulsiva. Sus mejores novelas, El Palacio de la Luna y La música del azar, operan en una multiplicidad de niveles, pero ambas son imposibles de abandonar a media lectura” (MarkFord, The Times Literary Supplement).
“Auster trabaja su escritura con los ojos de un poeta y las manos de un narrador, y produce páginas prodigiosas. La música del azar es otra rara muestra de la más exaltante literatura contemporánea” (Guy Mannes-Abbott, New Statement and Society).

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– Un dólar por cada piedra de su muro.

– Ciertamente -respondió Flower con un ligero tono condescendiente-. Y si Jack hace bien su trabajo, puede que tenga usted suficiente para construirse un castillo cuando hayamos terminado.

– Un castillo en España, quizá -intervino Stone de pronto.

Luego, sonriendo por su propia frase ingeniosa, se tiró al suelo inesperadamente, metió el brazo bajo la mesa de billar y sacó una pequeña bolsa. Aún en cuclillas sobre la alfombra, abrió la bolsa y empezó a sacar fajos de mil dólares en billetes, dejándolos de uno en uno, con un golpe seco, sobre la superficie de fieltro. Cuando hubo contado veinte de estos fajos, cerró la cremallera de la bolsa, la empujó debajo de la mesa y se puso de pie.

– Aquí tienes -le dijo a Flower-. Diez mil para ti y diez mil para mí.

Flower preguntó a Nashe y a Pozzi si deseaban contar el dinero, y Nashe se sorprendió cuando el muchacho dijo que sí. Mientras Pozzi contaba meticulosamente los fajos pasando los billetes con el índice, Nashe sacó diez billetes de mil dólares de su cartera y los puso suavemente sobre la mesa de billar. Por la mañana temprano había ido a un banco en Nueva York y había convertido su multitud de billetes de cien en aquellos monstruosos billetes. No era tanto por la comodidad como por ahorrarse el azoramiento cuando llegase el momento de adquirir las fichas; se daba cuenta de que no quería verse en la situación de tener que soltar pilas de billetes pequeños arrugados sobre la mesa de un extraño. Le parecía que había algo limpio y abstracto en hacerlo de aquella manera, una sensación de asombro matemático al ver su mundo reducido a diez pedazos de papel. Todavía le quedaba un poco, por supuesto, pero dos mil trescientos dólares no era mucho. Había conservado esta reserva en valores más modestos, había metido el dinero en dos sobres y luego se había guardado cada sobre en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta de sport. Por el momento eso era todo lo que tenía: dos mil trescientos dólares y una pila de fichas de póquer de plástico. Si perdía las fichas, no iría muy lejos. Tres o cuatro semanas, tal vez, y luego no tendría ni un orinal donde mear.

Tras una breve discusión, Flower, Stone y Pozzi se pusieron de acuerdo respecto a las reglas del juego. Jugarían póquer descubierto de siete cartas desde el principio hasta el final, sin comodines; béisbol puro y duro, como dijo Pozzi. Si Pozzi se les adelantaba pronto, los otros dos podrían aumentar la cantidad inicial hasta un máximo de treinta mil dólares. Habría un límite de quinientos dólares en las apuestas y la partida continuaría hasta que uno de los jugadores fuese barrido. Si los tres conseguían mantenerse, terminarían al cabo de veinticuatro horas, sin hacer preguntas. Luego, como diplomáticos que acaban de concluir un tratado de paz, se dieron la mano y se acercaron a la mesa de billar para recoger sus fichas.

Nashe tomó asiento detrás del hombro derecho de Pozzi. Ni Flower ni Stone lo mencionaron, pero él sabía que estaría mal visto que paseara por la habitación mientras jugaban. Era parte interesada, después de todo, y tenía que evitar hacer cualquier cosa que pudiera parecer sospechosa. Si casualmente se situaba en un lugar desde donde pudiera ver sus cartas, ellos podrían pensar que Pozzi y él eran unos tramposos que se comunicaban por medio de un código de señales acordado: toses, por ejemplo, o guiños, o rascándose la cabeza. Las posibilidades de engaño eran infinitas. Todos lo sabían y por lo tanto nadie se molestó en decir nada.

Las primeras manos fueron poco espectaculares. Los tres jugaban con cautela, dando vueltas como boxeadores en los primeros asaltos de un combate, poniéndose a prueba con golpes rápidos y fintas, tanteando y adaptándose gradualmente al cuadrilátero. Flower encendió un nuevo puro, Stone mascaba chicle de menta y Pozzi mantenía un cigarrillo encendido entre los dedos de la mano izquierda. Todos estaban pensativos y retraídos, y a Nashe empezó a sorprenderle un poco la falta de conversación. Siempre había asociado el póquer a una especie de charla despreocupada y agresiva, un intercambio de bromas groseras e insultos amistosos, pero aquellos tres eran todo seriedad, y no pasó mucho rato antes de que Nashe percibiera que un ambiente de auténtico antagonismo se insinuaba en la habitación. Los sonidos del juego ocuparon su conciencia, como si todo lo demás se hubiera borrado: el tintineo de las fichas, el ruido de las cartas nuevas al ser barajadas antes de cada mano, los secos anuncios de las apuestas y las subidas, los silencios absolutos. Al final, Nashe empezó a coger cigarrillos del paquete que Pozzi tenía sobre la mesa y a encenderlos inconscientemente, sin darse cuenta de que estaba fumando por primera vez en cinco años.

Esperaba una rápida escabechina, una masacre, pero durante las primeras horas Pozzi sólo se mantuvo, ganando aproximadamente un tercio de las manos y haciendo pocos progresos. No le acudían buenas cartas, y varias veces se vio obligado a retirarse después de apostar a las tres o cuatro primeras cartas de una mano. De vez en cuando utilizó su mala suerte para lograr una victoria de farol, pero estaba claro que no quería abusar de esa táctica. Afortunadamente, las apuestas eran bastante bajas al principio, pues nadie se atrevía a subir más de ciento cincuenta o doscientos en ninguna mano, cosa que contribuyó a reducir los daños al mínimo. Pozzi no mostraba señales de pánico. Eso tranquilizó a Nashe, y a medida que pasaba el tiempo pensó que la paciencia del chico les iba a salvar. No obstante, eso significaba renunciar a su sueño de una rápida aniquilación, lo cual era un poco decepcionante. Comprendió que iba a ser una partida intensa y muy reñida y esto demostraba que Flower y Stone ya no eran los mismos jugadores que Pozzi había visto en Atlantic City. Tal vez fueran las lecciones con Sid Zeno la causa del cambio. O tal vez siempre habían sido buenos y habían utilizado la otra partida para atraer a Pozzi a ésta. De las dos posibilidades, Nashe encontraba la segunda mucho más inquietante que la primera.

Luego las cosas dieron un giro para mejor. Justo antes de las once el muchacho se llevó tres mil dólares con ases y reinas y durante la hora siguiente entró en una buena racha, ganando tres de cada cuatro manos y jugando con tal aplomo y astucia que Nashe notó que los otros dos empezaban a hundirse, como si su voluntad vacilase, cediendo visiblemente ante el ataque. Flower adquirió fichas por otros diez mil dólares a medianoche y quince minutos después Stone se levantó para coger cinco mil más. La habitación se había llenado de humo, y cuando Flower finalmente entreabrió unos centímetros una de las ventanas, a Nashe le sobresaltó el estruendo de los grillos que cantaban en la hierba. En ese momento Pozzi tenía delante veintisiete mil dólares, y, por primera vez en toda la noche, Nashe dejó que su mente se apartara del juego, considerando que su concentración ya no era necesaria. Todo estaba bajo control ahora y no podía haber ningún mal en alejarse un poco, en entregarse a alguna fantasía sobre el futuro. Aunque más tarde le pareció incongruente, hasta empezó a pensar en instalarse en algún sitio, en marcharse a Minnesota y comprar allí una casa con el dinero que iba a ganar. Los precios eran bajos en esa parte del país y seguramente habría suficiente para pagar la entrada. Después hablaría con Donna para que Juliette volviese a vivir con él y luego quizá utilizase sus contactos en Boston para que le consiguiesen un puesto en el cuerpo de bomberos de Northfield. Se acordó de que allí los coches de bomberos eran verde pálido y le hizo gracia pensarlo. Se preguntó cuántas otras cosas serían distintas en el Medio Oeste y cuántas serían lo mismo.

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