Tras examinar la puerta durante un momento, Nashe descubrió un pequeño botón blanco en uno de los pilares de piedra que sostenían la verja de hierro. Supuso que estaba conectado con un timbre dentro de la casa y lo apretó con la punta del índice. Como no oyó ningún sonido, lo apretó de nuevo para asegurarse, pues no sabía si tenía que sonar fuera. Pozzi frunció el ceño, impacientándose con tanto retraso, pero Nashe esperó en silencio, respirando los olores de la tierra húmeda, gozando de la tranquilidad que le rodeaba. Unos veinte segundos después vieron a un hombre que venia trotando de la casa en dirección a ellos. A medida que la figura se acercaba, Nashe dedujo que no podía ser ni Flower ni Stone, al menos a juzgar por la descripción de Pozzi. Éste era un hombre macizo, de edad indeterminada, vestido con pantalones de faena azules y una camisa de franela roja, y por su ropa Nashe supuso que era alguien que pertenecía al servicio de algún tipo: el jardinero o tal vez el guarda. El hombre les habló a través de los barrotes, todavía jadeante por la carrera.
– ¿Qué desean, muchachos? -dijo.
Era una pregunta neutra, ni amable ni hostil, como fuera la misma pregunta que le hacía a cada visitante que venía a la casa. Cuando Nashe examinó al hombre más atentamente, le chocó el notable azul de sus ojos, un azul tan claro que los ojos casi desaparecían cuando les daba el sol.
– Hemos venido a ver al señor Flower -dijo Pozzi.
– ¿Son los dos de Nueva York? -quiso saber el hombre, mirando más allá de ellos hacia el Saab parado en el camino de tierra.
– Efectivamente – contestó Pozzi-. Venimos directos del Hotel Plaza.
– ¿Qué me dicen del coche entonces? -dijo el hombre, pasándose los gruesos dedos por el pelo rubio canoso.
– ¿Qué pasa con el coche? -preguntó Pozzi.
– Pues que no lo entiendo -dijo el hombre-. Ustedes vienen de Nueva York, pero la matrícula del coche dice Minnesota, “la tierra de los diez mil lagos”. Me parece a mí que eso cae en dirección contraria.
– ¿Le pasa algo en la cabeza, jefe? -dijo Pozzi-. ¿Qué coño importa de dónde sea el coche?
– No hace falta que se ponga así, hombre -respondió el otro-. Yo estoy cumpliendo con mi trabajo. Mucha gente viene merodeando por aquí y no podemos dejar que se cuele nadie que no esté invitado.
– Nosotros sí estamos invitados -dijo Pozzi, tratando de dominar su mal genio-. Venimos a jugar a las cartas. Si no me cree, vaya a preguntarle a su jefe. Flower o Stone, da igual. Los dos son amigos míos.
– Se llama Pozzi -añadió Nashe-. Jack Pozzi. Supongo que le habrán dicho que le esperaban.
El hombre se metió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó un pedacito de papel, lo ocultó en la palma y lo estudió brevemente con el brazo extendido.
– Jack Pozzi -repitió-. ¿Y usted quién es? -preguntó mirando a Nashe.
– Nashe -contestó éste-. Jim Nashe.
El hombre se guardó el trozo de papel en el bolsillo y suspiro.
– No dejar pasar a nadie sin nombre -dijo-. Esa es la regla. Deberían habérmelo dicho desde el principio. Así no habría habido ningún problema.
– No nos lo preguntó -dijo Pozzi.
– Sí -masculló el hombre, casi para sí-. Bueno, a lo mejor se me ha olvidado.
Sin decir nada más, abrió la doble puerta de la verja y señaló hacia la casa que había detrás de él. Nashe y Pozzi volvieron al coche y entraron en el recinto.
El timbre de la puerta sonó con las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Ambos sonrieron estúpidamente por la sorpresa, pero antes de que pudieran hacer ningún comentario, una doncella negra vestida con un uniforme gris almidonado les abrió la puerta y les hizo pasar. Les condujo a través de un gran vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y negras, atestado de piezas de escultura rotas (una ninfa desnuda a la que le faltaba el brazo derecho, un cazador sin cabeza, un caballo sin patas que flotaba sobre un plinto de piedra con una barra de hierro unida al vientre), luego les hizo cruzar un comedor de techo alto con una enorme mesa de nogal en el centro y recorrer un pasillo mal iluminado cuyas paredes estaban decoradas con una serie de pequeños cuadros de paisajes, y finalmente llamó a una pesada puerta de madera. Contestó una voz desde dentro y la doncella abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar entrar a Nashe y a Pozzi.
– Sus invitados están aquí -dijo, casi sin mirar hacia la habitación, y luego cerró la puerta y se fue rápida y silenciosamente.
Era una habitación enorme, casi exageradamente masculina. De pie en el umbral durante los primeros instantes, Nashe se fijó en la madera oscura que cubría las paredes, la mesa de billar, la gastada alfombra persa, la chimenea de piedra, los sillones de cuero, el ventilador de techo girando. Le recordó más que nada el decorado de una película, una imitación de un club de hombres británico en algún lejano lugar colonial a principios de siglo. Se dio cuenta de que eso lo había provocado Pozzi. Tanto hablar de Laurel y Hardy había dejado en la mente de Nashe una asociación con Hollywood, y ahora que estaba allí le resultaba difícil no ver la casa como un espejismo.
Flower y Stone llevaban trajes de verano de color blanco. Uno estaba de pie junto a la chimenea filmando un puro y el otro sentado en un sillón de cuero con un vaso en la mano que lo mismo podía contener agua que ginebra. Los trajes blancos contribuían sin duda al ambiente colonial, pero una vez que Flower habló para darles la bienvenida con su áspera aunque no desagradable voz americana, el espejismo se hizo pedazos. Sí, pensó Nashe, uno era gordo y el otro delgado, pero ahí se acababa el parecido. Stone parecía tenso y demacrado, y recordaba más a Fred Astaire que a la cara larga y llorosa de Laurel, y Flower era más fornido que gordo, con una cara de fuerte mandíbula que recordaba a algún personaje pesado como Edward Arnold o Eugene Pallette más que al corpulento pero ágil Hardy. Pero a pesar de estas sutiles diferencias, Nashe entendía a lo que se refería Pozzi.
– Saludos, caballeros -dijo Flower, acercándose a ellos con la mano extendida-. Encantado de que hayan podido venir.
– Hola, Bill -dijo Pozzi-. Me alegro de volver a verte. Este es mi hermano mayor, Jim.
– Jim Nashe, ¿no? -dijo Flower cordialmente.
– Eso es -dijo Nashe-. Jack y yo somos hermanastros. La misma madre, diferentes padres.
– No sé quién será el responsable -dijo Flower, señalando con la cabeza en dirección a Pozzi-, pero es un jugador de póquer endiablado.
– Le inicié yo cuando no era más que un chiquillo -dijo Nashe, incapaz de resistirse al papel-. Cuando se ve que hay talento es un deber estimularlo.
– Así es -dijo Pozzi-. Jim fue mi mentor. Me enseñó todo lo que sé.
– Pero ahora me da sopas con honda -comentó Nashe-. Ya ni siquiera me atrevo a sentarme a la misma mesa que él.
A todo esto Stone había logrado ya levantarse de su sillón y venía hacia ellos, aún con la copa en la mano. Se presentó a Nashe, le estrechó la mano a Pozzi y un momento después los cuatro estaban sentados en torno a la chimenea vacía esperando que les trajeran la merienda. Puesto que Flower llevaba todo el peso de la conversación, Nashe dedujo que era el elemento dominante de los dos, pero a pesar de toda la cordialidad y el fanfarrón sentido del humor del gordo, Nashe se encontró más atraído hacia el silencioso y tímido Stone. El flaco escuchaba atentamente lo que los otros decían y, aunque hacía pocos comentarios (balbuceando confusamente cuando hablaba, casi azorado por el sonido de su propia voz), había una calma y serenidad en sus ojos que Nashe encontraba profundamente simpática. Flower era todo agitación y precipitada buena voluntad, pero había algo tosco en él, pensó Nashe, un filo de ansiedad que le hacía parecer incómodo consigo mismo. Stone, por el contrario, era un tipo más sencillo y dulce, un hombre sin pretensiones que se sentía a gusto en su pellejo. Pero Nashe se daba cuenta de que éstas eran sólo las primeras impresiones. Mientras observaba a Stone, que continuaba bebiendo sorbos del claro líquido que había en su vaso, se le ocurrió que tal vez estuviese borracho.
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