Paul Auster - Mr. Vértigo

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El deseo de volar. Un huérfano de nueve años. La ciudad de Saint Louis. Los años veinte. Un judío de origen húngaro, mitad místico, mitad prestidigitador. Una granja perdida en las praderas de Kansas. Ritos iniciáticos. Una anciana india que trabajó en el espectáculo de Buffalo Bill. Un joven etíope. El Ku Klux Klan. Las ferias, los circos. El despertar de la sexualidad. La Depresión. Hollywood. Los gángsters de Chicago. Un jugador de béisbol en decadencia. La Segunda Guerra Mundial. El fin de la pubertad… Y un anciano que recuerda.
Ésta es la historia de Walt, el niño al que el Maestro Yehudi enseñó a levitar y a volar. La historia de un adolescente que se convierte en adulto y pierde la magia. La historia de un hombre que trata desesperadamente de reencontrar el sentido de su existencia. La historia de un país. Estados Unidos, desde los «felices años veinte» hasta la dura posguerra. Una vez más Paul Auster, dueño de una prosa admirable y de una poderosa imaginación, logra atrapar y fascinar al lector, con una novela que toma como punto de partida uno de los más ancestrales sueños del ser humano: el deseo de volar.
«Inquietante, sorprendente y emocionante» (J. Melmoth, The Sunday Times).
«Auster sabe dotar de cuerpo, solidez y emoción a aquello que narra. Y lo que narra, como siempre, es en el sentido estricto de la palabra sumamente singular. Es decir, a un tiempo extraño y único. Al diablo con los abominables mensajes y las moralejas. En lugar de eso, se nos propone asistir a las aventuras sorprendentes, trágicas, cómicas, patéticas, sentimentales, policiacas, épicas, místicas, sensuales y acrobáticas del joven Walt» (Frédéric Vitoux, Le Nouvel Observateur).
«Una emocionante parábola sobre el aprendizaje del amor» (Catherine Storey, The Independent).
«Una de las más fascinantes obras de Auster, escrita con una prosa de gran solidez, hermosamente lírica en algunos momentos… La novela es una apasionante quimera que nunca deja de lado el mundo real. Un libro mágico que nos proporciona una visión panorámica de este siglo extraño, violento y paradójico que pronto dejaremos atrás» (Joanna Scott, Los Angeles Times).
«Una novela brillante, escrita con una prosa rebosante de imaginación… Posee la fuerza de un cuento de hadas» (Anne Raver, The New York Times Book Review).

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– He hecho planes. He hecho cien planes, mil planes. Tengo planes guardados en las mangas y en los calcetines. Todo mi cuerpo hierve de planes, y antes de que el picor me ponga frenético, quiero sacarlos y ponerlos sobre la mesa para que los veas.

– ¿Yo?

– ¿Quién si no, mequetrefe? Pero no podemos tener una conversación seria de pie en la puerta, ¿verdad? Sube a la habitación, pediremos el almuerzo y entraremos en materia.

– Sigo sin entender.

– ¿Qué es lo que hay que entender? Puede que hayamos tenido que dejar la levitación, pero eso no significa que hayamos cerrado el negocio.

– ¿Quiere usted decir que seguimos siendo socios?

– Cinco años es mucho tiempo, hijo. Después de todo lo que hemos pasado juntos, digamos que te he cogido cariño. No soy cada día más joven, ¿sabes? No tendría sentido que me pusiera a buscar a alguien. Ya no, no a mi edad. Tardé media vida en encontrarte, y no voy a despedirte con un beso porque hayamos tenido unos cuantos reveses. Como te dije, tengo algunos planes que comentar contigo. Si te gustan esos planes y quieres participar en ellos, está hecho. Si no, dividimos el dinero y nos separamos.

– ¡El dinero! ¡Se me había olvidado por completo!

– Tenías otras cosas en que pensar.

– He estado tan deprimido, que mi chaveta se fue de vacaciones. ¿Cuánto tenemos? ¿A cuánto sube, en números redondos, jefe?

– Veintisiete mil dólares. Están en la caja fuerte del hotel, y son todos nuestros, limpios de polvo y paja.

– ¡Y yo que pensaba que estaba otra vez en la ruina más total! Las cosas se ven a una luz diferente así, ¿no? Quiero decir que veintisiete de los grandes es un bonito botín.

– No está mal. Podía habernos ido peor.

– Así que el barco no se ha hundido, después de todo.

– Ni mucho menos. Nos defendimos bien. Y con los malos tiempos que vienen, estaremos bastante cómodos, secos y calentitos en nuestro pequeño barco, navegaremos por los mares de la adversidad mucho mejor que la mayoría.

– Así sea, señor.

– Eso es, compañero. Todos a bordo. En cuanto se levante el viento, levaremos el anda, soltaremos amarras y zarparemos.

Yo habría viajado a los confines de la tierra con él. En barco, en bicicleta, arrastrándome sobre el vientre; el medio de transporte que usáramos no me importaba. Lo único que quería era estar donde él estuviera e ir a donde él fuera. Hasta que tuvimos aquella conversación delante del hotel, yo pensaba que lo había perdido todo. No sólo mi carrera, no sólo mi vida, sino también a mi maestro. Supuse que había terminado conmigo, que me daría la patada sin pensárselo dos veces, pero ahora sabia que no era así. Yo no era para él únicamente un cheque. No era sólo una máquina voladora con el motor herrumbroso y las alas dañadas. Para bien o para mal, estábamos unidos hasta el fin, y eso contaba más para mi que todas las localidades de todos los teatros y estadios de fútbol juntos. No digo que las cosas no estuvieran negras, pero no estaban ni la mitad de negras de lo que podían haberlo estado. El maestro Yehudi seguía conmigo, y no sólo estaba conmigo, sino que llevaba el bolsillo lleno de cerillas con las que iluminar el camino.

Así que subimos y almorzamos. No sé si mil, pero ciertamente tenía tres o cuatro planes, y había pensado cada uno de ellos muy cuidadosamente. El tipo no cejaba. Cinco años de duro trabajo habían volado por la ventana, décadas de proyectos y preparativos se habían convertido en polvo de la noche a la mañana, y allí estaba él rebosante de ideas nuevas, planeando nuestro próximo paso como si aún tuviéramos todo por delante. Ya no hay hombres así. El maestro Yehudi fue el último de una raza, y nunca he tropezado con alguien igual a él: un hombre que se sentía perfectamente a gusto en la selva. Puede que no fuese el rey, pero entendía sus leyes mejor que nadie. Le aporreabas en la barriga, le escupías en la cara, le partías el corazón y él se levantaba inmediatamente, listo para enfrentarse a todo el que viniera. Nunca te rindas. No sólo vivía de acuerdo con ese lema: era el hombre que lo había inventado.

El primer plan era el más simple. Nos trasladaríamos a Nueva York y viviríamos como gente corriente. Yo iría a la escuela y recibiría una buena educación, él montaría un negocio y ganaría dinero y ambos viviríamos felices para siempre. Yo no dije una palabra cuando terminó de hablar, así que pasó al siguiente. Nos iríamos de gira, dijo, dando conferencias en universidades, iglesias y clubes de señoras sobre el arte de la levitación. Habría una gran demanda, por lo menos durante los próximos seis meses o cosa así, y ¿por qué no continuar explotando a Walt el Niño Prodigio hasta agotar los últimos restos de mi fama? Tampoco me gustó ése, así que él se encogió de hombros y pasó al siguiente. Haríamos el equipaje, dijo, nos meteríamos en el coche y nos iríamos a Hollywood. Yo empezaría una nueva carrera como actor de cine y él seria mi agente y apoderado. Con toda la publicidad que había recibido por mi espectáculo, no sería difícil conseguirme una prueba. Yo ya era un gran nombre, y dadas mis dotes para la comedia bufa, probablemente caería de pie en poco tiempo.

– ¡Ah! -dije-. ¡Así se habla!

– Supuse que elegirías éste -dijo el maestro, recostándose en su butaca y encendiendo un grueso cigarro habano-. Por eso lo reservé para el final.

Y así, sin más, entramos de nuevo en la carrera.

Dejamos el hotel por la mañana temprano, y a las ocho ya estábamos en la carretera, dirigiéndonos hacia el Oeste, hacia una nueva vida en las soleadas colinas de la Ciudad del Oropel. En aquellos tiempos era un viaje largo y agotador. No había superautopistas ni boleras de seis carriles que se extendieran de costa a costa, y tenías que ir serpenteando, cruzando pueblecitos y aldeas, siguiendo cualquier carretera que te llevara en la dirección adecuada. Si te quedabas atascado detrás de un granjero que transportaba una carga de heno en un tractor Modelo T, mala suerte. Si estaban haciendo obras en una carretera, tenías que dar media vuelta y encontrar otra, y con frecuencia eso significaba apartarte de tu camino durante muchas horas. Ésas eran las reglas del juego en aquel entonces, pero no puedo decir que me molestara el ir despacio. Yo no era más que un pasajero, y si me apetecía dormirme una hora o dos en el asiento trasero, nada me lo impedía. Unas cuantas veces, cuando encontrábamos un tramo de carretera particularmente desierto, el maestro me dejó coger el volante, pero eso no sucedió a menudo, y él acabó haciendo el noventa y ocho por ciento de la conducción. Era una experiencia hipnótica para él, y al cabo de cinco o seis días cayó en un estado de ánimo melancólico y rumiante, cada vez más perdido en sus propios pensamientos a medida que avanzábamos hacia el centro del país. Habíamos vuelto a la tierra de los grandes cielos y las extensiones llanas y monótonas, y el aire envolvente parecía privarle de parte de su entusiasmo. Tal vez estaba pensando en la señora Witherspoon, o tal vez alguna otra persona de su pasado había vuelto para obsesionarle, pero es más probable que estuviera meditando sobre la vida y la muerte, las grandes y pavorosas preguntas que se insinúan en tu cabeza cuando no hay nada que té distraiga. ¿Por qué estoy aquí? ¿Adónde voy? ¿Qué me ocurrirá después de que dé mi último suspiro? Éstos son temas graves, lo sé, pero después de reflexionar sobre los actos del maestro en aquel viaje durante más de medio siglo, creo que sé de lo que estoy hablando. Una conversación destaca en mi memoria, y si no me equivoco al interpretar lo que dijo, demuestra la clase de cosas que empezaban a agobiar su espíritu. Estábamos en algún lugar de Texas, un poco mas allá de Forth Worth, creo, y yo estaba parloteando de ese modo animado y jactancioso típico de mí, hablando sin otro motivo que oírme hablar.

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