La primera de las jaquecas se presentó esa noche. Considerando cómo me había estrellado contra el respaldo de la silla, no era sorprendente que tuviera algunas punzadas y efectos secundarios. Pero aquel dolor era monstruoso -un horroroso ataque con un martillo neumático, una interminable granizada que aporreaba las paredes internas de mi cráneo- y me despertó de un profundo sueño en mitad de la noche. El maestro y yo teníamos habitaciones comunicadas con un cuarto de baño en medio, y una vez que reuní el valor para levantarme de la cama, fui tambaleándome hacia el cuarto de baño, pidiéndole a Dios que encontrara unas aspirinas en el botiquín. Estaba tan mareado y distraído por el dolor, que no me di cuenta de que la luz del cuarto de baño ya estaba encendida. O, si me di cuenta, no me detuve a pensar por qué estaría encendida esa luz a las tres de la mañana. Como descubrí enseguida, yo no era la única persona que se había levantado de la cama a esa hora intempestiva. Cuando abrí la puerta y entré en el deslumbrante cuarto de baldosines blancos, casi tropiezo con el maestro Yehudi. Vestido con su pijama de seda color lavanda, estaba aferrado al lavabo con ambas manos y doblado en dos por el dolor, dando arcadas como si tuviera fuego en las tripas. El ataque duró otros veinte o treinta segundos, y fue algo tan terrible de ver, que casi me olvidé de mi propio dolor.
Cuando vio que yo estaba allí, hizo todo lo que pudo para encubrir lo que acababa de suceder. Transformó sus muecas de dolor en forzadas sonrisas histriónicas; se irguió y echó los hombros hacia atrás; se atusó el pelo con las palmas de las manos. Quise decirle que podía dejar de fingir, que ahora estaba enterado de su secreto, pero mi propio dolor era tan tremendo que no pude encontrar las palabras para hacerlo. Me preguntó por qué no estaba durmiendo, y cuando supo que tenía jaqueca, se hizo cargo de la situación, yendo y viniendo y haciendo el papel de médico: sacudió el frasco para sacar unas aspirinas, llenó un vaso de agua, examinó el chichón de mi frente. Habló tanto mientras me administraba estos cuidados, que yo no pude meter una palabra ni de canto.
– Vaya par estamos hechos, ¿eh? -dijo, mientras me llevaba a mi habitación y me arropaba en la cama-. Primero tú caes en picado y te das en el coco, y luego yo me atiborro de almejas rancias. Debería aprender a mantenerme alejado de esos bichos. Cada vez que los como me da la maldita vomitona.
No era un mal cuento, especialmente considerando que se lo había inventado sobre la marcha, pero no me engañó. Por mucho que deseara creerle, no me engañó ni por un segundo.
Hacia la mitad de la tarde siguiente lo peor de la jaqueca había pasado. Persistía un latido sordo cerca de la sien izquierda, pero no era suficiente para impedirme levantarme. Puesto que el chichón estaba en el lado derecho de mi frente, habría sido más lógico que el punto sensible estuviera allí, pero yo no era ningún experto en estos asuntos y no pensé mucho en la discrepancia. Lo único que me interesaba era que me sentía mejor, que el dolor había disminuido y que estaría listo para la siguiente función.
Mis preocupaciones se centraban en la enfermedad del maestro, o lo que fuera que había causado aquel horrendo ataque que yo había presenciado en el cuarto de baño. La verdad no podía permanecer oculta por más tiempo. Su impostura había sido descubierta, pero parecía tan mejorado a la mañana siguiente que yo no me atreví a mencionarlo. Me faltó el valor, simplemente, y no fui capaz de abrir la boca. No estoy orgulloso de mi comportamiento, pero la idea de que el maestro fuera víctima de alguna terrible enfermedad me asustaba demasiado para considerarla siquiera. Antes que precipitarme a morbosas conclusiones, le dejé que me intimidara hasta aceptar su versión del incidente. ¡Vaya con las almejas! Él se había cerrado como una almeja, y ahora que yo había visto lo que no debiera haber visto, él se encargaría de que no lo viera nunca más. Podía contar con él para esa clase de actuación. Haría de tripas corazón, presentaría una fachada fuerte, y poco a poco yo empezaría a creer que no había visto nada después de todo. No porque creyera semejante mentira, sino porque estaba demasiado asustado para no creerla.
De New Haven fuimos a Providence; de Providence a Boston; de Boston a Albany; de Albany a Syracuse; de Syracuse a Buffalo. Recuerdo todas aquellas paradas, todos aquellos teatros y hoteles, todas las actuaciones que hice, todo de todo. Era a finales de verano y principios de otoño. Poco a poco los árboles perdían su verdor. El mundo se volvía rojo, amarillo, naranja y pardo, y por todas partes donde íbamos las carreteras estaban bordeadas por el extraño espectáculo del color mutante. El maestro y yo estábamos lanzados y parecía que nada podría ya detenernos. Actuaba en teatros abarrotados todas las noches. No sólo se vendían todas las localidades, sino que cientos de personas más eran rechazadas en la taquilla todas las noches. Los revendedores hacían un negocio redondo, y cada vez que deteníamos el coche delante de un nuevo hotel, había una multitud de gente esperando en la entrada, admiradores desesperados que aguardaban de pie durante horas bajo la lluvia y la helada sólo para verme un instante.
Creo que mis compañeros sentían un poco de envidia, pero la verdad era que nunca les había ido tan bien. Cuando las masas acudían en tropel para ver mi actuación, también veían las otras, y eso significaba dinero para todos los bolsillos. En el curso de aquellas semanas y meses encabecé carteles que incluían toda clase de números. Cómicos, malabaristas, falsetistas, tipos que imitaban voces de aves, pequeñas orquestas de jazz, monos bailarines, todos ellos daban sus tumbos y hacían sus números antes de que yo saliera. A mí me gustaba ver aquellas bobadas y me esforzaba por hacerme amigo entre cajas de cualquiera que pareciera simpático, pero al maestro no le hacía demasiada gracia que me tratara con mis compañeros. Él se mostraba distante con la mayoría de ellos e insistía en que yo siguiera su ejemplo.
– Tú eres la estrella -murmuraba-. Actúa como tal. No tienes que darles ni la hora a esos tontos.
Esto era una pequeña manzana de la discordia entre nosotros, pero yo pensaba que estaría en el circuito de las variedades durante años y no veía ningún motivo para buscarme enemigos sin necesidad. Sin saberlo yo, no obstante, el maestro había estado incubando sus propios planes para nuestro futuro, y a finales de septiembre ya estaba hablando de una gira de primavera en la que actuaría yo sólo. Así era el maestro Yehudi: cuanto mejor nos iban las cosas, más altas ponía sus miras. La gira actual no terminaría hasta Navidad, pero él no podía resistir la tentación de mirar más allá, hacia algo aún más espectacular. La primera vez que me lo mencionó, se me cortó el resuello ante la pura osadía de la proposición. La idea era ir desde San Francisco a Nueva York, trabajando en las diez o doce ciudades más grandes en funciones especiales. Alquilaríamos pistas cerradas y estadios de fútbol como el Madison Square Garden y el Soldier’s Field, y ningún aforo sería inferior a las quince mil personas. «Una marcha triunfal a través de América» era como él lo describía, y para cuando terminó su plática de propaganda, mi corazón latía cuatro veces más deprisa de lo normal. ¡Joder, cómo hablaba aquel hombre! Su boca era una de las más grandes máquinas publicitarias de todos los tiempos, y una vez se ponía a funcionar a toda potencia, los sueños salían de ella como el humo por una chimenea.
– ¡Mierda, jefe! -dije-. Si puede usted organizar una gira como ésa, nos embolsaremos millones.
– ¡Vaya si la organizaré! -dijo-. Tú mantén la calidad del trabajo, y eso está en el bote. Es lo único que hace falta, Walt. Tú sigue haciendo lo que has estado haciendo, y la Marcha de Rawley es cosa segura.
Читать дальше