Martin Amis - Agua Pesada

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Las historias de Agua pesada son mundos en miniatura que contienen, en dosis altamente concentradas, la acidez, el cinismo y el profundo cuestionamiento de las bases de nuestra sociedad que caracterizan las grandes novelas de Martin Amis. Así, en uno de los cuentos, la sociedad es mayoritariamente gay, y los heterosexuales son una minoría perseguida, en otro, un sarcástico robot marciano nos trae extrañas noticias sobre la vida en el sistema solar, y en el relato ‘Agua pesada’, Amis retrata sin piedad el malestar y la fatiga de la cultura de la clase trabajadora.

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Cuando llegaron al edificio de él ella se volvió y esperó. Él trató de recuperar el aliento para hablar… pero ella de inmediato se llevó el dedo índice a los labios. Y él comprendió, y se sintió como un niño. Él hablaba demasiado. Demasiado… Subió los escalones, abrió la puerta de vidrio y la sostuvo abierta después de pasar; cuando sintió que el peso de la puerta se transfería a ella lo recorrió una oleada de intimidad, tan profunda como unos pechos ardientes apoyados en su columna vertebral. Renunció al ascensor como si fuera impracticable y comenzó el largo ascenso, con miedo de darse vuelta pero absolutamente atento al paso de ella. Llegó a su puerta. Llaves enredadas, confundidas en el llavero, hasta que encontró la que necesitaba, al borde del llanto. Todas las cerraduras giran en distinto sentido: a la inglesa, a la americana. Empujó la puerta, y sintió que el aire cambiaba cuando ella pasó junto a él.

Muchas veces, durante la primera media hora, las palabras se le amontonaban en la garganta… y al mismo tiempo el índice de ella le tocaba los labios (con un gesto de “no, no hables”). El índice en el costado de su boca, siempre. Pero en ese momento estaban cerca del piano, y ella acababa de recorrer el espacio de él; Rodney tuvo que tragarse sus palabras cuando por tercera vez ella levantó el índice; sólo que esta vez lo levantó, giró la mano noventa grados, mostrándole el esmalte estropeado de la uña. Después de dos latidos Rodney lo tomó como una invitación. Se le acercó un poco más todavía, se puso en puntas de pie. La besó.

– Bueno, Rod, ¿en qué andamos? ¿Leíste mi novela o no?

Por Dios, este tipo era como el perro del vecino que nunca deja de odiarlo a uno. Uno jamás le presta atención hasta que lo ve parado en las patas traseras, estirando al máximo la traílla, ladrándole en la cara.

– Todavía no -admitió Steve, y salió del ascensor.

– Esto me suena como desprecio y grosería. ¿Por qué me desprecias, Rod? ¿Qué me respondes?

Equivocadamente, Rodney se consideraba experto en excusas. Al fin y al cabo siempre habían andado juntos, él y las excusas. Miró hacia arriba con los labios apretados y dijo en voz baja:

– Me vas a odiar por esto.

– Ya te odio.

Sintiendo la humedad en sus axilas, Rodney decidió cambiar de táctica. La ocasión exigía algo más que una sonrisita negligente.

– Pero, qué podía hacer yo. Murió mi tía. Fue repentino. Y tuve que componer… el discurso para el funeral.

– ¿Qué tía? ¿En Inglaterra?

– No. Vive en… -No era ese verbo el que había querido usar. -Bueno… estaba en Connecticut. Fue todo muy extraño. Me fui en tren a Connecticut. Con ella yo me llevaba bien, pero estaba el hijo con su familia, y yo…

Cuando dejaba de hablar, cosa que no pasaba muy a menudo, Pharsin se mostraba estupefacto. Como si no pudiera creer que estaba oyendo una voz que no era la suya. El agónico relato de Rodney los había llevado hasta la Calle 13. A mitad de camino el Empire State pareció zozobrar un poco, y luego recuperó su inmovilidad.

– …y también cancelaron ese tren. Así que entre una cosa y otra estuve ocupado toda la semana.

La expresión de Pharsin se había suavizado hasta tornarse enigmática, casi indulgente.

– Ya veo -dijo-. Ya veo lo que te pasa, Rod. Te estás metiendo en un lío. Realmente quieres leer mi novela. Pero no lo has hecho durante tanto tiempo que cada vez te resulta más imposible hacerlo. -Pharsin se tocó la frente. -Sé lo que te pasa. El año pasado tomé muchos…

Se interrumpió como para escuchar algo. Rodney esperó oír el nombre de un psicotrópico. Pero Pharsin prosiguió de inmediato:

– …hice muchos cursos de psicología y sé cómo es esto, cómo nos ponemos trampas a nosotros mismos y caemos en ellas. Te comprendo. Rod…

– Sí, Pharsin.

– Una cosa más. Tienes que pensar que esa novela está escrita con mi sangre. Con mi sangre, Rod. Todo lo que yo soy está allí…

Rodney se ausentó por un momento escuchando a Manhattan. Oíd a Manhattan, interpretando su concierto para corno.

– …los traumas, las heridas. Fue escrita con mi sangre, Rod. Con mi sangre.

Esa noche (era domingo, y Rock se había ido afuera), Rodney se enfrentó con un vacío de inactividad. Se encontró tan perdido que por primera vez pensó en tomar el manuscrito de “El sonido de las palabras, el sonido de las palabras”. Pero por la tele daban un documental bastante divertido sobre nadadores sincronizados. Y el resto de la tarde mató el tiempo lavándose la cabeza y revolcándose sobre sus muchos billetes de veinte dólares.

– La veo en Abisinia. O en la antigua Etiopía. Es una Nefertiti. Podemos entrar aquí. En realidad creo que este es un bar gay pero no les molesta que yo entre.

El comentario no era irónico ni fue entendido de esa manera, y Rock siguió a Rodney sin sonreír.

Inigo, el hermano mayor de Rock, había conocido a Rodney en Eton; en sus días de colegio Rodney era famoso por su biblioteca de revistas con muchachas desnudas que prestaba a todo el mundo, y por su prolífico onanismo. De manera que Rock no percibía ningún matiz homosexual en su amigo. Pero otros sí. Por ejemplo, a ninguno de los maridos de las mujeres que retrataba se le hubiera ocurrido que Rodney era heterosexual. Y Rodney mismo había alimentado inevitables dudas sobre este tema, en el pasado, en Londres, tendido de costado y acariciando, como quien no quiere la cosa, la espalda de otro gigante de la clase alta, todavía virgen.

Pidieron sus tragos. La clientela era de hombres, de hombres de mediana edad (con ropa de lana, con panza), y Rodney intercambió miradas como de costumbre.

– Esto te va a divertir -dijo-. La primera vez que… “escondimos el salame”… No. La primera vez que mostré el salame… me sentí un verdadero plebeyo. Un canalla. Un Intocable.

– ¿Por qué?

– Soy Cavalier.

– Yo también.

– Claro. Somos ingleses. Pero aquí son todos Roundheads, todos puritanos. Aquí es elegante ser Roundhead. Sólo los rústicos, los del campo son Cavaliers.

Rodney recordaba muy bien a la señora Vredevoort, esposa del magnate de la construcción: cuando finalmente encontró el salame (lo localizó y lo identificó), dejó escapar un gritito de sorpresa y disgusto e inmediatamente salió a tomar aire.

– Los nuestros parecen cigarrillos de marihuana. Distintos de los de ellos, que son cigarrillos comunes. A eso están acostumbradas. Seguro que en África son todos Roundheads.

– Pero no hay mucha diferencia cuando está alzado, ¿verdad?

– ¡Exactamente! Eso es lo más exacto que se puede decir. De todos modos, a la mía no pareció importarle. No dijo nada.

– Jamás dice nada.

– Verdad. Te diré que hay una sola cosa que no me deja hacer. No, no, no es eso. No me permite que la pinte. Ni que la fotografíe.

– Supersticiosa.

– Y yo siento que si pudiera pintarla… O aunque sea fotografiarla.

– Pura cama y nada de pintura. Al revés de lo que suele pasarte.

– Qué esperanza. Si a mí me va muy bien con las esposas. Pura cama y no hay discursos. Eso es lo raro.

– Ven a casa este fin de semana. Ya está terminada.

– Buena idea.

Amor sin palabras. Como un cavernícola. Algo que podrían haber logrado Picasso o Beckett. Pero, ¿sir Rodney Peel? Nunca había dado señales de pretender tanta pureza artística. Más ave de rapiña que cazador en temas del corazón, Rodney pasaba a primer plano cuando los grandes felinos ya se habían llenado el estómago. Le encantaban las mujeres recién abandonadas. Sus labios conocían el dulce sabor de la máscara para pestañas derretida: sus ojos conocían los arroyuelos que formaban en el papel secante de las mejillas empolvadas. Tenía práctica en hacer caricias de consuelo. Recorría rítmicamente el hueco lateral de los pechos, mientras murmuraba bueno… bueno… Le gustaba. La expectativa sexual, en estos casos, solía ser baja. Eran casos en que la impotencia se tomaba casi como una galantería.

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