Fletcher continuó pisando el acelerador para mantenerse a un par de metros del vehículo oficial y lo siguió cuando el coche de la policía se pasó al otro carril y avanzó contra dirección, con las luces de emergencia encendidas y la sirena a todo volumen. El agente en el asiento del pasajero utilizó el altavoz para advertirle al coche que los seguía que se apartara, pero Fletcher no hizo el menor caso, a sabiendas de que no pararían. Siete minutos más tarde ambos coches se detuvieron con gran estrépito de frenos delante de la barrera que la policía había instalado delante de la escuela. El agente que le había hecho la advertencia saltó del coche y corrió hacia Fletcher en el momento en que él se apeaba del coche. Desenfundó la pistola y gritó:
– No se mueva. Apoye las manos en el coche, donde pueda verlas.
El conductor, que solo estaba un paso detrás de su colega, dijo:
– Lo siento, senador, no sabíamos que era usted.
Fletcher corrió hacia la barrera.
– ¿Dónde puedo encontrar al jefe del operativo?
– Ha instalado su puesto de mando en el despacho del director. Buscaré a alguien que lo acompañe hasta allí, senador.
– No es necesario. Conozco el camino.
– Senador… -comenzó a decir el agente, pero ya era demasiado tarde.
Fletcher corrió por el camino hacia la escuela, sin darse cuenta de que el edificio estaba rodeado por agentes del grupo de operaciones especiales, que apuntaban con sus fusiles en la misma dirección. Le sorprendió lo rápido que la gente le abrió paso en cuanto le vieron. Era una extraña manera de recordarle que él era su representante.
– ¿Quién demonios es ese tipo? -preguntó el jefe de policía cuando vio a una figura solitaria que cruzaba el patio a la carrera.
– Creo que se trata del senador Davenport -respondió Alan Shepherd, el director de la escuela, después de mirar por la ventana.
– Es lo que me faltaba -protestó Don Culver.
Un segundo más tarde, Fletcher entró en el despacho como una tromba. El jefe de policía lo miró desde detrás de la mesa e intentó disimular la expresión de fastidio cuando el senador se detuvo delante de él.
– Buenas tardes, senador.
– Buenas tardes, jefe -dijo Fletcher, con un leve jadeo.
A pesar de la mirada desconfiada, él sentía cierta admiración por el barrigón y fumador de puros jefe de policía que dirigía el cuerpo de una manera no muy ortodoxa.
Fletcher saludó con un gesto a Alan Shepherd y luego volvió su atención al policía.
– ¿Puede ponerme al corriente? -preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.
– Tenemos a un tipo armado en una de las aulas. Al parecer se acercó tranquilamente a plena luz del día pocos minutos antes de acabar las clases. -Culver se volvió hacia un plano esquemático de la planta baja pegado con celo en la pared y señaló un pequeño cuadrado con la leyenda aula de dibujo-. Que sepamos, no hay ninguna razón en particular para que escogiera la clase de la señorita Hudson, aparte de ser la primera puerta que encontró.
– ¿Cuántos niños hay en el aula? -le preguntó Fletcher al director.
– Treinta y uno -respondió Shepherd-. Lucy no está entre ellos.
Fletcher procuró no mostrar el alivio que le produjo la noticia.
– ¿Qué hay del secuestrador? ¿Sabemos algo de él?
– No mucho -contestó Culver-, pero sabremos bastante más en cuestión de minutos. Se llama Billy Bates. Nos han dicho que su esposa lo abandonó hace cosa de un mes, muy poco después de que a él lo despidieran de su trabajo como vigilante nocturno en Pearl’s. Al parecer lo pillaron bebiendo en horas de trabajo y no era la primera vez. Lo han echado de diversos bares durante las últimas semanas y, de acuerdo con nuestros registros, incluso pasó una noche en uno de nuestros calabozos.
– Buenas tardes, señora Davenport -saludó el director, que se levantó.
Fletcher se volvió para mirar a su esposa.
– Lucy no estaba en la clase de la señorita Hudson -la informó sin dilación.
– Lo sé -dijo Annie-. Estaba conmigo. Cuando recibí tu mensaje, la dejé en casa de mis padres y me vine para aquí.
– ¿Conoce a la señorita Hudson? -le preguntó el jefe Culver.
– Estoy segura de que Alan le ha dicho que todo el mundo conoce a Mary, es toda una institución. Creo que es la maestra más veterana de toda la escuela. -El director asintió-. Dudo que haya una sola familia en Hartford donde no haya alguien que estudiara con ella.
– ¿Puede hacerme un perfil? -le preguntó el policía a Shepherd.
– Cincuenta y tantos, soltera, segura de sí misma, serena y muy respetada -contestó el director.
– Se ha dejado usted algo -señaló Annie-. Muy querida.
– ¿Cómo cree que reaccionará sometida a presión?
– Quién puede saber cómo reaccionará nadie cuando se ve sometido a esta clase de presión -opinó Shepherd-, pero no tengo ninguna duda de que daría su vida por cualquiera de sus alumnos.
– Ya me lo temía -declaró Culver- y es mi trabajo asegurarme de que no llegue a ese extremo. -El puro se le había apagado-. Tengo a más de un centenar de hombres alrededor del edificio principal y a un tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle que dice que de vez en cuando ve a Bates.
– Supongo que intentará negociar, ¿no? -preguntó Fletcher.
– Sí, hay un teléfono en el aula y llamamos cada cinco minutos, pero Bates se niega a cogerlo. También hemos instalado altavoces, aunque de momento no hemos conseguido ninguna respuesta.
– ¿Ha considerado la posibilidad de enviar a alguien para que negocie personalmente? -añadió Fletcher cuando sonó el teléfono en la mesa del director.
El jefe de policía atendió la llamada.
– ¿Quién es? -gritó Culver.
– Soy la secretaria del senador Davenport. Quería…
– Sí, Sally, ¿qué pasa? -preguntó Fletcher.
– Acabo de enterarme por la televisión de que el secuestrador se llama Billy Bates. El nombre me resultó conocido, y he comprobado que figura en nuestros archivos. Vino a verle en dos ocasiones.
– ¿Hay algo en el expediente que pueda ayudarnos?
– Vino a verle para hablar en favor del control de armas. Es un tema que le preocupa. En las notas usted escribió: «Las restricciones no son lo bastante severas; seguros en los gatillos; venta de armas a menores; verificación de la identidad».
– Ahora lo recuerdo -asintió Fletcher-. Un hombre inteligente, con muchas ideas aunque poco instruido. Bien hecho, Sally.
– ¿Está seguro de que no se trata sencillamente de un loco? -inquirió el jefe de policía.
– Todo lo contrario -replicó Fletcher-. Es una persona reflexiva, discreta, incluso tímida; su principal queja es que nunca nadie le presta atención. Hay veces en las que esa clase de personas creen que deben hacer una demostración de fuerza cuando todo lo demás ha fracasado. El hecho de que su mujer le abandonara y se llevara a sus hijos, precisamente cuando perdió el trabajo, quizá haya sido la gota que colmó el vaso.
– Entonces tendré que sacarle de ahí como sea -opinó Culver-, de la misma manera que hicieron con aquel tipo en Tennessee que se encerró con todos aquellos funcionarios en la oficina de Hacienda.
– No creo que sea un caso comparable -señaló Fletcher-. Aquel hombre tenía antecedentes psiquiátricos. Billy Bates es un pobre hombre solitario que quiere llamar la atención. Son muchas las personas como él que acuden a mi despacho.
– Pues está muy claro que ha conseguido llamar mi atención -manifestó Culver.
– Eso es precisamente lo que pretendía al recurrir a estos extremos -replicó Fletcher-. ¿Por qué no me deja que intente hablar con él?
El jefe Culver se quitó el puro de la boca por primera vez; los subalternos hubieran podido decirle a Fletcher qué estaba pensando.
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