– Tu señor Elliot parece un tipo encantador. Será mejor que vayas con cuidado porque probablemente tú seas el siguiente de su lista.
– Puedo cuidar de mí mismo. Es Logan quien me preocupa.
– Si es la mitad de bueno de lo que dices no tardará nada en encontrar trabajo.
– No después de que llamen a Bill Alexander para saber por qué se marchó repentinamente.
– Ningún abogado se atrevería a decir que ser gay sea causa de despido.
– No necesita hacerlo -señaló Fletcher-. Dadas las circunstancias solo tendría que decir: «Preferiría no discutir el tema, es algo delicado», cosa que sería muchísimo más letal. -Bebió otro trago-. Te diré una cosa, Jimmy. Si tu empresa tiene la fortuna de contratar a Logan, nunca lo lamentarán.
– Hablaré con el socio principal esta tarde y te informaré de lo que me diga. ¿Qué tal está mi hermanita?
– Poco a poco se está haciendo con todo en Ridgewood, incluido el club del libro, el equipo de natación y la campaña de donantes de sangre. Nuestro gran problema ahora es a qué escuela enviaremos a Lucy.
– Hotchkiss ahora acepta a niñas -dijo Jimmy- y queremos…
– Me pregunto qué opina el senador al respecto. -Fletcher se acabó la cerveza-. Por cierto, ¿qué tal está?
– Agotado, pero no ha dejado ni por un momento de prepararse para las próximas elecciones.
– No hay nadie que le haga sombra a Harry. No he conocido a un político más popular en todo el estado.
– Pues ya se lo puedes decir -replicó Jimmy-. La última vez que lo vi había engordado diez kilos y parecía en muy mala forma física.
Fletcher consultó el reloj.
– Transmítele mis saludos al viejo guerrero; dile que Annie y yo haremos todo lo posible por ir a pasar un fin de semana en Hartford cuanto antes. -Se calló un momento-. Tú y yo no nos hemos visto hoy.
– Te estás volviendo paranoico -opinó Jimmy mientras cogía la cuenta-, que es exactamente lo que el tal Elliot desea que pase.
Nat presentó la dimisión a la mañana siguiente, mucho más tranquilo al ver la calma con la que Su Ling se había tomado aquel asunto. Claro que a ella le resultaba muy fácil decirle que se buscara un trabajo como Dios manda cuando solo había una actividad para la que se sentía capacitado.
Cuando fue a su oficina para recoger sus objetos personales tuvo la impresión de ser el portador de la peste. Sus hasta hacía unos minutos colegas pasaban a su lado sin dirigirle la palabra y los que ocupaban las mesas vecinas miraban en otra dirección mientras hablaban por teléfono.
Volvió a su casa en taxi cargado hasta los topes y llenó el pequeño ascensor tres veces antes de acabar de dejarlo todo en su despacho.
Nat se sentó a la mesa. El teléfono no había sonado desde que había vuelto a casa. El apartamento le parecía un desierto sin la presencia de Su Ling y Luke; se había acostumbrado a que estuviesen allí para recibirlo cuando regresaba del trabajo. Afortunadamente el niño era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que le estaba pasando a su padre.
A mediodía, fue a la cocina, abrió una lata de picadillo de carne, echó el contenido en una sartén con un poco de mantequilla, añadió un par de huevos y esperó hasta que le pareció que estaban fritos.
Después de comer, hizo una lista de las entidades financieras que se habían puesto en contacto con él durante el año pasado y comenzó la ronda de llamadas. La primera la hizo a un banco que le había llamado pocos días antes.
– Ah, hola, Nat, sí, lo lamento, ya le hemos dado el trabajo a otra persona el viernes pasado.
– Buenas tardes, Nat. Sí, es una propuesta interesante. Deme un par de días para pensarlo, ya le llamaré.
– Le agradecemos mucho la llamada, señor Cartwright, pero…
Nat llegó al final de la lista y colgó el teléfono. Acababa de ser devaluado y era evidente que estaba a la venta. Comprobó su cuenta corriente. Aún disponía de un buen saldo, pero ¿cuánto tiempo le durarían los ahorros? Miró la pintura colgada en la pared delante de su mesa. Un desnudo de Camoin. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que tuviese que devolver a una de sus amantes al chulo de la galería.
Sonó el teléfono. ¿Alguien se lo había repensado y lo llamaba? Atendió la llamada y escuchó una voz muy conocida.
– Le debo una disculpa, señor Russell -dijo Nat-. Tendría que haberle llamado antes.
Tras la marcha de Logan de la firma, Fletcher se sintió aislado y apenas pasaba un día sin que Elliot intentara minar su posición, así que cuando el lunes por la mañana Bill Alexander lo llamó a su despacho, Fletcher comprendió que no sería una reunión amistosa.
Mientras cenaba con Annie el domingo por la noche, le había comentado a su esposa todo lo sucedido en los últimos días, sin exagerar ni un ápice. Annie le había escuchado en silencio y cuando acabó le dijo:
– Si no le cuentas al señor Alexander toda la verdad referente a su sobrino, ambos acabaréis por lamentarlo.
– No creas que es algo sencillo -replicó Fletcher.
– Decir la verdad siempre es sencillo -afirmó Annie-. Han tratado a Logan de una manera despreciable; de no haber sido por ti, quizá ni siquiera hubiese encontrado trabajo. Tu único error fue no hablar con Alexander en cuanto se acabó la reunión; eso le dio alas a Elliot para continuar difamándote.
– ¿Qué pasará si me despiden a mí también?
– Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar, Fletcher Davenport, y desde luego no serías el hombre que escogí como marido.
Cuando Fletcher llegó para su reunión con el señor Alexander pocos minutos antes de las nueve, la señora Townsend le hizo pasar inmediatamente al despacho del socio principal.
– Siéntese -dijo Bill Alexander, y le señaló una silla al otro lado de su mesa.
Nada de «¿Qué tal, Fletcher?» o «¿Qué tal están Annie y Lucy?». Solo que se sentara. Eso convenció a Fletcher de que Annie estaba en lo cierto y que no debía tener miedo de defender sus convicciones.
– Fletcher, cuando entró en Alexander Dupont y Bell hace ahora cosa de dos años, tenía grandes esperanzas depositadas en usted y, desde luego, durante el primer año cumplió sobradamente con mis expectativas. Todos recordamos con indudable placer el episodio de Higgs y Dunlop. Pero en los últimos meses, no ha mostrado el mismo empeño. -Fletcher lo miró intrigado. Había visto el último informe de Matt Cunliffe sobre su rendimiento profesional y la palabra «ejemplar» se le había quedado grabada en su mente-. Creo que tenemos todo el derecho a exigir una lealtad y dedicación absolutas a los intereses de la firma -añadió Alexander. Fletcher continuó en silencio, porque aún no imaginaba cuál era el delito del que se le acusaría-. Se me ha comunicado que usted también se encontraba en el bar con Fitzgerald la noche que él tomaba una copa con su amigo.
– Una información suministrada, sin duda alguna, por su sobrino -dijo Fletcher-, cuya participación en todo este asunto ha estado muy lejos de ser imparcial.
– ¿Qué ha querido decir con eso?
– Sencillamente que la versión de los acontecimientos facilitada por el señor Elliot responde pura y exclusivamente a sus intereses, como sin duda un hombre de su perspicacia ya habrá advertido.
– ¿Perspicacia? -exclamó Alexander-. ¿Qué tiene que ver la perspicacia con el hecho de que le vieran en compañía del amigo de Fitzgerald? -Una vez más recalcó la palabra «amigo».
– No estuve en compañía del amigo de Logan, como sin duda le comentó el señor Elliot, a menos que le haya contado la mitad de la historia. Me marché para regresar a Ridgewood…
– Ralph me dijo que usted volvió al cabo de unos minutos.
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