Primera voz: «Bueno, me alegro de que se haya solucionado todo este asunto. No hay nada que me satisfaga más que haberles pasado la mano por la cara a los de Alexander Dupont y Bell».
Fletcher sacó un bolígrafo del bolsillo y tiró suavemente del rollo de papel higiénico.
Segunda voz: «Han mandado a un mensajero con los documentos. Le dije a Millie que lo hiciera esperar en la recepción para que sufra un rato».
Primera voz, después de una carcajada: «¿Cuál es la cantidad que habéis acordado?».
Segunda voz: «Eso es lo mejor de todo, 1.325.000 dólares, que es mucho más de lo que esperábamos».
Primera voz: «El cliente estará encantado».
Segunda voz: «Precisamente vengo de comer con él. Pidió una botella de Château Lafitte del 52. Después de todo, le habíamos dicho que calculara cobrar medio millón, cantidad que ya le parecía más que adecuada por razones obvias».
Primera voz, después de otra carcajada: «¿Estamos trabajando con una tarifa de contingencia?».
Segunda voz: «Por supuesto. Nos quedamos con la mitad de todo lo que pase del medio millón».
Primera voz: «Fantástico. La firma acaba de embolsarse 417.500 dólares por la cara. ¿A qué te referías con eso de “razones obvias”?».
Se abrió un grifo y las siguientes palabras que escuchó Fletcher fueron: «Nuestro principal problema era el banco del cliente. La compañía está en números rojos por un total de 720.000 dólares y si no cubrimos esa cantidad antes de que cierren el viernes, amenazan con no pagar, cosa que significaría que quizá ni siquiera lleguemos a… -se cerró el grifo-… el monto original de 500.000 dólares, y eso después de meses de negociación».
Segunda voz: «Solo hay que lamentar una cosa».
Primera voz: «¿A qué te refieres?».
Segunda voz: «A que no puedas decirles a esos engreídos de Alexander Dupont y Bell que no saben jugar al póquer».
Primera voz: «Es verdad, pero creo que me divertiré un poco con… -se abrió una puerta-… el mensajero». Se cerró la puerta.
Fletcher enrolló el trozo de papel higiénico y se lo metió en el bolsillo. Salió del reservado y, después de lavarse las manos, bajó rápidamente por las escaleras de emergencia hasta la planta de abajo para devolverle la llave a la recepcionista.
– Muchas gracias -le dijo la empleada en el momento que sonaba el teléfono. Sonrió a Fletcher-. Justo a tiempo. Ya puede subir en el ascensor hasta el piso once. El señor Higgs lo recibirá ahora.
– Muchas gracias.
Fletcher salió de la oficina y llamó al ascensor, pero en lugar de subir bajó al vestíbulo.
Matt Cunliffe estaba desenrollando el trozo de papel higiénico cuando sonó el teléfono.
– El señor Higgs por la línea uno -le comunicó su secretaria.
– Dígale que estoy reunido. -Matt se balanceó en la silla y le guiñó un ojo a Fletcher.
– Pregunta cuándo estará disponible.
– Después de que los bancos cierren el viernes.
Fletcher no recordaba ninguna ocasión anterior en que alguien le hubiese resultado absolutamente desagradable en su primer encuentro, e incluso las circunstancias no ayudaban.
El socio principal había invitado a Fletcher y Logan a tomar un café en su despacho; un acontecimiento muy poco habitual. Cuando entraron en el despacho, les presentó a uno de los nuevos seleccionados para trabajar en la firma.
– Quiero que conozcan a Ralph Elliot -les dijo Bill Alexander sin más preámbulos.
La primera reacción de Fletcher fue preguntarse la razón por la que había escogido a Elliot entre los dos aspirantes finales. No tardó en averiguarlo.
– He decidido -manifestó Alexander- que este año yo también contaré con la colaboración de un ayudante joven. Estoy muy interesado en mantenerme en contacto con los pensamientos de las nuevas generaciones y a la vista de que las notas de Ralph en Stanford han sido excepcionales, él parece ser la elección más obvia.
Fletcher recordó la incredulidad de Logan ante la posibilidad de que el sobrino de Alexander consiguiera superar la última criba y ambos habían llegado a la conclusión de que el señor Alexander había descartado cualquier objeción de los otros socios.
– Confío en que ambos hagan que Ralph se sienta como en su casa.
– Por supuesto -dijo Logan-. ¿Por qué no vienes a comer con nosotros?
– Sí, creo que puedo arreglarlo -replicó Elliot como si les hiciese un favor.
Durante la comida, Elliot no desperdició ni una sola oportunidad para recordarles que era el sobrino del socio principal, con la implicación tácita de que si alguna vez Fletcher o Logan se ponían a malas con él, correrían el riesgo de ver postergadas sus aspiraciones a que la firma los hiciera socios. La amenaza solo sirvió para fortalecer el vínculo de amistad entre los dos hombres.
– Ahora le dice a todo el mundo que quiera escucharle que será el primero en ser ascendido a socio en menos de siete años -le comentó Fletcher a Logan mientras tomaban una copa unos días más tarde.
– Es un tipo ladino hasta la médula y no me sorprendería nada que se saliera con la suya -respondió Logan.
– ¿Cómo crees que llegó a ser representante de los estudiantes en la Universidad de Connecticut si trató a todos de la misma manera que nos trata a nosotros?
– Quizá nadie se atrevió a plantarle cara.
– ¿Fue así como lo conseguiste tú? -preguntó Logan.
– ¿Cómo lo sabes? -replicó Fletcher, mientras el camarero les cobraba las copas.
– Leí tu currículo el día que entré en la firma. ¿No me dirás que tú no leíste el mío?
– Por supuesto que sí -reconoció Fletcher. Bebió un trago-. Incluso sé que eras el campeón de ajedrez de Princeton. -Los jóvenes se echaron a reír-. Tengo que marcharme corriendo o perderé el tren. Annie comenzará a preguntarse si no hay otra mujer en mi vida.
– No sabes cuánto te envidio -comentó Logan en voz baja.
– ¿A qué te refieres?
– A la fortaleza de tu matrimonio. A tu esposa no se le ocurriría pensar ni por un momento que fueses capaz de mirar a otra mujer.
– Soy muy afortunado -le confirmó Fletcher-. Quizá algún día tú también lo seas. Meg, la chica que trabaja en la recepción, no te quita los ojos de encima.
– ¿Quién de las recepcionistas es Meg? -preguntó Logan, que se entretuvo en recoger su abrigo. Se quedó sin saberlo porque Fletcher ya se había marchado.
Fletcher no había dado más que unos pasos por la Quinta Avenida, cuando vio que se acercaba Ralph Elliot. Se ocultó rápidamente en un portal y esperó a que pasara. En el momento que salió del portal notó los efectos del fuerte viento helado que te obligaba a ponerte orejeras aunque solo tuvieras que caminar una calle, así que metió la mano en el bolsillo para sacar la bufanda, pero no estaba. Maldijo por lo bajo. Seguramente se la había dejado en el bar. Tendría que recogerla al día siguiente. Entonces volvió a maldecir al recordar que era el regalo de Navidad de Annie. Emprendió el camino de regreso al local. En el bar, le preguntó a la muchacha del guardarropa si había encontrado una bufanda roja.
– Sí. Se le debió de caer cuando se puso el abrigo. La encontré en el suelo.
– Muchas gracias.
Fletcher se volvió dispuesto a marcharse. No esperaba ver a Logan en la barra. Se quedó de una pieza cuando vio al hombre con quien estaba conversando.
Nat dormía profundamente.
La dévaluation française: estas sencillas palabras hicieron que el suave murmullo de los teletipos se convirtiera en un estruendo frenético. El teléfono en la mesilla de noche de Nat comenzó a sonar treinta segundos más tarde y de inmediato le dio a Adrian la orden de vender.
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