– No sé lo que dice la Biblia -comentó Tom-, pero nosotros sentimos lo mismo, papá. ¿Por dónde quieres que empecemos?
– Por supuesto, me doy cuenta de que el banco ha ido perdiendo posiciones frente a sus competidores durante los últimos años, quizá porque al ser una empresa familiar nos hemos preocupado más por la relación con los clientes que por los grandes beneficios. Algo que seguramente tu padre aprueba, Nat, a la vista de que hace más de treinta años que mantiene una cuenta con nosotros. -Nat asintió con un gesto-. Por otro lado, otras entidades nos han tanteado con vistas a fusionarnos, pero no es así como quiero acabar mi carrera en el banco; convertidos en una anónima sucursal de una gran corporación. Así que os diré lo que he pensado. Quiero que ambos dediquéis los próximos seis meses a destripar el banco de arriba abajo. Tendréis carta blanca para hacer preguntas, abrir puertas, leer archivos, consultar todas las cuentas. Pasados los seis meses, me informaréis de todo lo que se debe hacer. Ni se os ocurra pensar en dorarme la píldora, porque sé que si el banco pretende perdurar en el siglo venidero, necesitará una reestructuración a fondo. Muy bien, ¿cuál es la primera pregunta?
– ¿Puedo tener las llaves de la puerta principal? -preguntó Nat.
– ¿Por qué?
– Porque comenzar a trabajar a las diez de la mañana es un poco tarde para el personal de un banco que quiere prosperar.
Mientras Tom y Nat regresaban a Nueva York en el coche del primero, se ocuparon de repartirse las responsabilidades.
– Papá se emocionó cuando se enteró de que habías rechazado la oferta del Chase para unirte a nosotros -comentó Tom.
– Tú hiciste el mismo sacrificio cuando dejaste el Bank of America.
– Sí, pero mi padre siempre ha creído que me haría cargo de todo cuando él cumpliera los sesenta y cinco, y ahora me disponía a advertirle que no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad.
– ¿Por qué no?
– No tengo la visión de futuro ni las ideas para reflotar el banco; tú sí.
– ¿Reflotar?
– Sí, no nos engañemos. Ya has visto los balances, así que sabes muy bien que apenas obtenemos los beneficios suficientes como para que mis padres mantengan su actual nivel de vida. Pero los beneficios no han aumentado desde hace años; la verdad es que el banco necesita a alguien con tus capacidades y no un caballo de carga como yo. Así que es importante aclarar una cosa antes de que se convierta en un problema: en los temas bancarios pretendo informarte a ti como mi director ejecutivo.
– De todas maneras, será necesario que tú seas el presidente cuando tu padre se retire.
– ¿Por qué? -quiso saber Tom-. ¿Qué sentido tiene si tú adoptarás todas las decisiones estratégicas?
– Porque el banco lleva tu nombre, eso todavía cuenta mucho en una ciudad como Hartford. También es importante que los clientes nunca descubran los tejemanejes del director ejecutivo entre bambalinas.
– Lo aceptaré con la condición -señaló Tom- de que ambos compartamos las primas, gratificaciones y los mismos salarios.
– Es muy generoso de tu parte.
– No lo es. Astuto quizá, pero no generoso, porque que tú recibas el cincuenta por ciento de todo me supondrá un beneficio mayor que si me quedase con el ciento por ciento.
– No te olvides que acabo de hacerle perder una fortuna a Morgan’s.
– Creo que habrás sacado buen provecho de la experiencia.
– El mismo que cuando nos enfrentamos a Ralph Elliot.
– Ese nombre pertenece al pasado. ¿Tienes alguna idea de lo que hace ahora? -preguntó Tom mientras entraba en la carretera 95.
– Lo último que supe fue que después de Stanford se convirtió en uno de los abogados importantes de Nueva York.
– No querría ser uno de sus clientes por nada del mundo -opinó Tom.
– Ni tener que enfrentarnos a él en un pleito -convino Nat.
– Al menos esa es una de esas cosas de las que no debemos preocuparnos.
Nat miró a través de la ventanilla mientras recorrían Queens.
– No estés tan seguro, Tom, porque si en algún momento cometemos un error, él querrá representar a la otra parte.
Se sentaron alrededor de la cama y hablaron de mil cosas menos de lo que ocupaba la mente de todos. La única excepción era Lucy, que se había instalado en el centro de la cama y trataba a su abuelo como si fuera un caballito de madera. Los hijos de Joanna eran más tranquilos. Fletcher estaba asombrado al ver lo mucho que había crecido el pequeño Harry.
– Antes de que acabe agotado -dijo el senador-, necesito hablar en privado con Fletcher.
Martha se llevó al resto de la familia fuera de la habitación; era evidente que sabía cuál era el tema que su marido deseaba tratar con su yerno.
– Te veré más tarde en casa -se despidió Annie, mientras sacaba a Lucy casi a rastras.
– Prepáralo todo porque tenemos que regresar a casa -le recordó Fletcher-. No puedo permitirme llegar tarde al trabajo mañana.
Annie asintió y cerró la puerta. Fletcher acercó una silla y se sentó junto al senador. No se preocupó en hacer más comentarios baladíes, ya que su suegro parecía muy cansado.
– He reflexionado mucho sobre lo que voy a decirte -manifestó el senador-; la única persona con la que he discutido el tema es Martha y está absolutamente de acuerdo conmigo. Como muchas otras cosas en los últimos treinta años, no estoy muy seguro de saber si no fue idea suya desde el principio. -Fletcher sonrió. Él podía decir lo mismo de Annie, pensó, mientras esperaba a que el senador continuara-. Le he prometido a Martha que no me presentaré a la reelección. -El político guardó silencio un momento-. Veo que no protestas, así que debo suponer que estás de acuerdo con mi esposa y mi hija en este tema.
– Annie prefiere que viva hasta una edad muy avanzada, y no que muera en la cámara en mitad de un discurso, por importante que sea -comentó Fletcher-, y estoy de acuerdo con ella.
– Sé que tenéis toda la razón, Fletcher, pero juro por Dios que lo echaré de menos.
– Ellos también le echarán a faltar, señor, como lo testimonian todos estos ramos de flores y las tarjetas que han enviado. Mañana, a esta misma hora, habrán llenado todas las demás habitaciones de la planta y tendrán que dejarlas en la calle.
El senador no hizo caso del cumplido; era evidente que no deseaba desviarse del tema.
– El día que nació Jimmy, tuve la loca ocurrencia de que quizá ocuparía mi lugar, e incluso llegar a representar al estado en Washington. Pero no tardé mucho en comprender que nunca sería una realidad. Me siento muy orgulloso de mi hijo, pero sencillamente no está hecho para un cargo público.
– Hizo una excelente tarea como director de campaña y consiguió que me eligieran representante estudiantil -le recordó Fletcher-. En dos ocasiones.
– Así es -admitió Harry-, aunque Jimmy siempre estará entre bastidores, porque es lo suyo. No tiene pasta de líder. -Se calló unos instantes-. Hace unos doce años conocí a un chiquillo en un partido de fútbol entre Hotchkiss y Taft que no veía la hora de convertirse en líder. Un encuentro casual que nunca olvidaré.
– Ni yo, señor.
– Con el paso de los años, vi cómo el chiquillo se convertía en un joven brillante; me enorgullece proclamar que ahora es mi yerno y padre de mi nieta. Antes de que me ponga demasiado sentimental, Fletcher, creo que debo ir al grano por si alguno de los dos se duerme.
Fletcher se echó a reír.
– Muy pronto haré pública mi decisión de no presentarme a las próximas elecciones del Senado. -Levantó la cabeza y miró directamente a Fletcher-. Al mismo tiempo, me sentiría muy orgulloso si pudiera anunciar que mi yerno, Fletcher Davenport, ha aceptado presentarse en mi lugar.
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