Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– ¿Está bien? -le preguntó el piloto.

– Eso creo -jadeó Nat, tumbado sobre el cadáver de un soldado raso.

– Típico del ejército -comentó el piloto-, ni siquiera saben si están vivos. Con un poco de suerte y viento de popa -añadió-, estaremos de regreso a tiempo para el desayuno.

Nat miró el cuerpo del soldado, que unos minutos antes había estado a su lado. La familia podría asistir a su funeral, en lugar de tener que conformarse con la escueta información de que el enemigo se había encargado de enterrarlo sin ninguna ceremonia.

– Maldita sea -oyó que gritaba el piloto.

– ¿Algún problema?

– Ya lo puede decir. Estamos perdiendo combustible muy rápidamente; los muy cabrones le han dado al depósito.

– Creía que estos aparatos tenían dos depósitos.

– ¿Cuál cree que utilicé para venir hasta aquí, soldado?

El piloto dio unos golpecitos en el medidor de combustible y después comprobó el odómetro. El parpadeo de una luz roja le indicó que podría recorrer unos cincuenta kilómetros antes de verse forzado a aterrizar. Volvió la cabeza y miró a Nat, que continuaba tumbado sobre el soldado muerto.

– Tendré que buscar algún lugar donde aterrizar.

Nat miró a través de la escotilla abierta, pero lo único que se veía era la extensión de la selva.

El piloto encendió los reflectores, atento a la aparición de algún claro entre los árboles; entonces Nat sintió las sacudidas del aparato.

– Voy a bajar -anunció el piloto con la misma serenidad que había demostrado a lo largo de toda la operación-. Supongo que tendremos que postergar el desayuno.

– A la derecha -gritó Nat al ver un claro en la selva.

– Ya lo veo. -El piloto intentó que el helicóptero pusiera rumbo al claro, pero los mandos no le respondieron-. Bajamos, nos guste o no.

Los rotores giraron cada vez más lentamente hasta que se detuvieron del todo; Nat tuvo la sensación de que planeaban. Pensó en su madre y le dolió no haber respondido a su última carta y luego en su padre, quien sin duda se sentiría muy orgulloso, en Tom y su triunfo como delegado de los alumnos de primero en el consejo de Yale; ¿llegaría a ser el representante? Pensó también en Rebecca, a quien todavía amaba y seguramente continuaría amando. Mientras se aferraba a los enganches en el suelo, Nat se sintió de pronto muy joven; después de todo, solo tenía diecinueve años. Más tarde se enteraría de que el piloto, al que conocía como Blackbird Doce, solo era un año mayor que él.

En el momento en que los rotores dejaron de girar y el helicóptero planeó silenciosamente hacia los árboles, el cabo primero le dijo:

– Por si no volvemos a vernos, señor, mi nombre es Speck Foreman. Ha sido un placer conocerlo.

Se dieron las manos, como se hace al final de cualquier encuentro.

Fletcher miró la foto de Nat en la primera página del New York Times debajo del titular a toda plana: un héroe americano. Un hombre que en cuanto había recibido la carta de reclutamiento la había firmado, aunque podría haber alegado tres razones diferentes para solicitar una exención. Había ascendido a teniente y más tarde, como oficial de intendencia, había tomado el mando de una operación para rescatar a un pelotón cercado en el lado peligroso del río Dyng. Nadie parecía tener una explicación referente a qué podía estar haciendo un oficial de intendencia en un helicóptero durante una operación de combate.

Fletcher era consciente de que se pasaría el resto de su vida preguntándose cuál hubiese sido su decisión en el caso de haber recibido la carta de reclutamiento, una pregunta que solo podían responder correctamente aquellos que habían pasado por la prueba. Incluso Jimmy había reconocido que el teniente Cartwright debía de ser un hombre extraordinario.

– Si esto hubiese ocurrido una semana antes de las elecciones -le dijo a Fletcher-, quizá hubieses podido derrotar a Tom Russell; todo se reduce al momento oportuno.

– No hubiese ganado -afirmó Fletcher.

– ¿Por qué no?

– Eso es lo más extraño de todo -replicó Fletcher-. Resulta ser que es el mejor amigo de Tom.

Una formación de once helicópteros se había dedicado a buscar a los hombres desaparecidos, pero lo único que encontraron después de una semana fueron los restos de un aparato que seguramente había estallado en el momento de estrellarse contra los árboles. Habían identificado a tres cadáveres, uno de ellos el del teniente aviador Carl Mould, pero a pesar de la búsqueda en una amplia zona selvática, no encontraron ni un solo rastro del teniente Cartwright y del cabo primero Speck Foreman.

Henry Kissinger, el consejero de Seguridad Nacional, pidió a la nación que honrara la memoria de unos hombres que ejemplificaban el coraje de los soldados en el frente de batalla.

– No tendría que haber dicho que honraran la memoria -comentó Fletcher.

– ¿Por qué no? -quiso saber Jimmy.

– Porque Cartwright todavía está vivo.

– ¿Cómo puedes saberlo con tanta certeza?

– No me preguntes cómo lo sé -replicó Fletcher-, pero te aseguro que todavía está vivo.

Nat no recordaba el choque contra los árboles ni que saliera despedido del helicóptero. Cuando recuperó el conocimiento, el sol ardiente le abrasaba el rostro ensangrentado. Permaneció tumbado y se preguntó dónde estaba; luego, el recuerdo de lo ocurrido reapareció en toda su fiereza.

Durante unos momentos el hombre que ni siquiera estaba seguro de la existencia de Dios, rezó con todas sus fuerzas. Después levantó el brazo derecho. Se movió como debía moverse un brazo, así que abrió y cerró los dedos, los cinco. Bajó el brazo derecho y levantó el izquierdo. Este también obedeció la orden de su cerebro, así que movió los dedos y, una vez más, todos respondieron. Bajó el brazo y esperó. Levantó lentamente la pierna derecha y realizó el mismo ejercicio con los dedos del pie. Bajó la pierna antes de levantar la otra y entonces sintió el dolor.

Movió la cabeza a un lado y a otro y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Rezó una vez más y luego hizo fuerza para incorporarse; se mareó en el acto. Esperó durante unos momentos hasta que los árboles dejaran de dar vueltas a su alrededor y después intentó levantarse. En cuanto lo consiguió, adelantó un pie con mucho cuidado, de la misma manera que haría un niño que comienza a caminar, y cuando no se desplomó, probó a mover el otro pie en la misma dirección. Sí, sí, sí, gracias a Dios, sí, y entonces de nuevo sintió el dolor, casi como si hasta aquel momento hubiese estado bajo los efectos de la anestesia.

Se dejó caer de rodillas y se miró la pantorrilla. El proyectil la había atravesado limpiamente. Las hormigas entraban y salían del orificio, sin preocuparse de que ese ser humano aún se consideraba vivo. Nat tardó unos minutos en quitarlas una a una, antes de vendarse la herida con la manga de la camisa. Vio que el sol comenzaba a desaparecer detrás de las colinas. Disponía de muy poco tiempo para averiguar si alguno de sus compañeros había sobrevivido.

Se levantó de nuevo y realizó una vuelta completa; solo se detuvo cuando vio una columna de humo que se elevaba entre los árboles. Caminó a la pata coja en aquella dirección y le fue imposible contener el vómito cuando se encontró con el cadáver carbonizado del joven piloto, cuyo nombre desconocía, con la casaca del uniforme colgada de una rama. Solo las barras de teniente en la solapa indicaban quién había sido. Nat se ocuparía más tarde de su sepultura, pero en esos momentos tenía que correr contra el sol. Entonces escuchó un gemido.

– ¿Dónde está? -gritó. El gemido se repitió un poco más fuerte. Nat se volvió. El corpachón del cabo primero Foreman estaba enganchado en unas ramas, a poco más de un metro por encima de los restos del helicóptero. Cuando tendió las manos para sujetar al herido, los gemidos subieron de volumen-. ¿Puede escucharme? -El hombre abrió y cerró los ojos mientras Nat lo bajaba hasta el suelo-. No se preocupe, lo llevaré de regreso a casa -se oyó decir a sí mismo como un héroe de tebeo.

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