– Copiado. Les espero dentro de quince minutos.
– Roger. No nos verá hasta el último momento, porque volamos con todas las luces de posición apagadas.
– Copiado.
– ¿Han escogido la zona de aterrizaje?
– Hay un pequeño sector protegido en una cresta un poco más abajo de donde estoy -le informó Tyler-, pero solo hay sitio para un helicóptero a la vez y debido a la lluvia, por no hablar del fango, el aterrizaje será algo infernal.
– ¿Cuál es su actual posición?
– Continúo en las mismas coordenadas un poco al norte del río Dyng. -Tyler guardó silencio unos instantes-. Creo que el VC [4]ha comenzado a cruzar el río.
– ¿Cuántos hombres tiene?
– Setenta y ocho.
Nat sabía que el número total de dos pelotones era de noventa y seis.
– ¿Cuántos cadáveres? -preguntó el piloto, como si le preguntara al capitán cuántos huevos quería para desayunar.
– Dieciocho.
– Bien. Prepárese para cargar seis hombres y dos cadáveres en cada helicóptero; asegúrese de que podrá subir a bordo en cuanto me vea.
– Estaremos preparados -respondió el capitán-. ¿Qué hora tiene?
– Las veinte y treinta y tres -dijo el piloto.
– Entonces, a las veinte y cuarenta y ocho, encenderé una bengala roja.
– A las veinte y cuarenta y ocho, una bengala roja -repitió el piloto-. Roger.
Nat estaba impresionado por la aparente tranquilidad del piloto, cuando él, su copiloto y los dos artilleros de popa podían estar muertos al cabo de veinte minutos. No obstante, como el coronel Tremlett había repetido hasta el cansancio, los hombres tranquilos salvaban muchas más vidas que los impacientes. Nadie dijo ni una palabra durante el siguiente cuarto de hora. Nat tuvo tiempo para pensar en la decisión que había tomado; ¿él también estaría muerto al cabo de veinte minutos?
Vivió el cuarto de hora más largo de su vida, entretenido en observar la extensión de la selva alumbrada por la media luna mientras mantenían escrupulosamente el silencio radiofónico. Echó un vistazo a los artilleros de popa mientras el helicóptero volaba casi a ras de las copas de los árboles. Habían comprobado el funcionamiento de las armas y desde entonces permanecían concentrados con el dedo en el gatillo, alertas a cualquier peligro. Nat miraba por la ventanilla lateral cuando súbitamente vio que una bengala roja brillaba en el cielo. Pensó que en ese mismo momento hubiese estado tomando café en el comedor de oficiales.
– Blackbird Uno a formación -llamó el piloto-. No encendáis los focos de abajo hasta que estemos a treinta segundos del encuentro y recordad que yo voy primero.
Una ráfaga de balas trazadoras color verde pasó por delante del aparato y los artilleros contestaron al fuego inmediatamente.
– El VC nos acaba de identificar -informó el piloto, impávido.
Inclinó el aparato hacia la derecha y Nat vio al enemigo por primera vez. Los soldados avanzaban colina arriba, a pocos centenares de metros del terreno donde el helicóptero intentaría aterrizar.
Fletcher leyó el artículo en el Washington Post. Había sido un acto de heroísmo que había captado la atención del público norteamericano hacia una guerra de la que nadie quería saber nada. Un grupo de setenta y ocho soldados de infantería paracaidista, cercados en la selva de Vietnam del Norte, superados ampliamente en número por el Vietcong, había sido rescatado por una escuadrilla de helicópteros que había volado por una zona de grandes peligros, sin poder aterrizar en medio del fuego enemigo. Fletcher observó con atención el detallado esquema de la página opuesta. El teniente de vuelo Chuck Philips había sido el primero en descender para rescatar a media docena de los hombres atrapados. Se había mantenido a medio metro del suelo mientras se realizaba la operación. No se había dado cuenta de que otro oficial, el teniente Cartwright, había saltado del aparato en el preciso momento que se elevaba para dar paso al segundo helicóptero.
Entre los cadáveres cargados en el tercer helicóptero estaba el del oficial al mando, el capitán Dick Tyler. El teniente Cartwright había tomado el mando para dirigir el contraataque al tiempo que coordinaba el rescate de los soldados restantes. Había sido el último en abandonar el campo de batalla y en subir al último helicóptero de rescate. Los doce aparatos emprendieron el vuelo de regreso a Saigón, pero solo once aterrizaron en la base Eisenhower.
El general de brigada Hayward envió sin demora un equipo de rescate y los mismos once pilotos y sus tripulaciones se ofrecieron voluntarios para buscar el Huey desaparecido, pero a pesar de los repetidos vuelos por territorio enemigo, no encontraron ninguna señal del Blackbird Doce. En rueda de prensa, Hayward describió a Nat Cartwright -un recluta, que había dejado la Universidad de Connecticut donde cursaba el primer año para alistarse- como un ejemplo para todos sus compatriotas de alguien que, en palabras de Lincoln, había dado «el más completo testimonio de patriotismo». «Vivo o muerto, lo encontraremos», prometió Hayward.
Fletcher buscó en todos los periódicos los artículos que mencionaban a Nat Cartwright después de leer una nota biográfica donde se recogía que había nacido el mismo día, en la misma ciudad y el mismo hospital que él.
Nat saltó del primer helicóptero en cuanto el aparato llegó a un metro del suelo. Ayudó al capitán Tyler a enviar al primer grupo a bordo del Huey, sin preocuparse de las bombas de mortero y las ráfagas de las ametralladoras.
– Hágase cargo de esta parte de la operación -le ordenó Tyler-, mientras me ocupo de organizar a mis hombres. Se los enviaré de seis en seis.
– Adelante -gritó Nat en el momento en que el primer helicóptero se inclinaba hacia la izquierda hasta remontar el vuelo.
En cuanto apareció el segundo, a pesar del incesante fuego enemigo, Nat organizó con serenidad al segundo grupo para que subieran al aparato. Miró por un instante colina abajo donde Dick Tyler dirigía a sus hombres en la defensa de la retaguardia al tiempo que enviaba al siguiente grupo para que se reuniera con Nat. Cuando Nat se volvió, el tercer helicóptero ya estaba en posición sobre el pequeño cuadrado de suelo fangoso. Un cabo primero y cinco soldados se acercaron a la carrera dispuestos a subir.
– ¡Maldita sea! -gritó el cabo primero al mirar atrás-. Le han dado al capitán.
Nat vio a Tyler tumbado boca abajo en el fango y a los dos soldados que lo levantaban. Sin perder ni un segundo llevaron el cadáver hasta el helicóptero.
– Le cedo el mando, primero -dijo Nat.
Echó a correr hacia el risco. Cogió el M60 del capitán, buscó una posición y comenzó a disparar contra el enemigo. Sin saber cómo, se las arregló para enviar a otros seis hombres que corrieran colina arriba para montarse en el cuarto helicóptero. Solo estuvo en aquel risco durante unos veinte minutos, dedicado a repeler a las oleadas de vietcongs, mientras su propio grupo de apoyo se iba reduciendo cada vez más porque no dejaba de enviar a sus soldados en busca del refugio de los siguientes helicópteros.
Los últimos seis defensores no abandonaron sus puestos hasta no ver que aparecía el Blackbird Doce. Nat se volvió y echó a correr con todas sus fuerzas cuando una bala le alcanzó en una pierna. Era consciente de que debía de sentir dolor, pero no por eso dejó de correr como nunca lo había hecho antes. Cuando llegó a la escotilla abierta del helicóptero, sin dejar de disparar la ametralladora, escuchó al cabo primero que le gritaba:
– ¡Por Dios, señor, suba de una puñetera vez!
El cabo le ayudó a subir y el helicóptero se elevó bruscamente, escorado a estribor, lo que hizo que Nat rodara por el suelo.
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