Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– Se acepta -dijo el juez-. Señor Davenport, limítese a interrogar a la señora Elliot y no opine. Este es un tribunal de justicia, no la cámara del Senado.

– Mis disculpas, señoría, pero en esta ocasión sé la respuesta. La razón por la cual la señora Elliot no llamó a la policía fue porque supuso que había sido su marido quien había hecho el primer disparo.

– Protesto -gritó Ebden de nuevo y volvió a levantarse con brusquedad.

Al mismo tiempo, algunas personas del público comenzaron a hablar a la vez. Pasaron unos minutos antes de que el juez consiguiera imponer orden.

– No, no -negó Rebecca-. Por la manera que Nat le gritaba a Ralph estaba segura de que él había hecho el primer disparo.

– En ese caso, se lo volveré a preguntar. ¿Por qué no llamó a la policía inmediatamente? -Fletcher la miró-. ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos hasta escuchar el segundo disparo?

– Todo ocurrió tan deprisa, que sencillamente no tuve tiempo.

– ¿Cuál es su novela preferida, señora Elliot? -preguntó Fletcher en voz baja.

– Protesto, señoría. ¿Qué importancia puede tener eso?

– No se acepta. Tengo la impresión de que nos lo van a decir, señor Ebden.

– Efectivamente, señoría -afirmó Fletcher, sin desviar la mirada de la testigo-. Señora Elliot, le aseguro que la pregunta no encierra ninguna trampa. Sencillamente, quiero que le diga al jurado cuál es su novela preferida.

– No estoy muy segura de tener alguna -contestó la viuda-. Mi autor preferido es Hemingway.

– También es el mío -dijo Fletcher, y cogió el cronómetro. Miró al juez y le preguntó-: Señoría, ¿tengo su permiso para abandonar momentáneamente la sala?

– ¿Cuál es el motivo, señor Davenport?

– Demostrar que mi cliente no efectuó el primer disparo.

– Brevemente, señor Davenport -manifestó el juez.

Fletcher puso el cronómetro en marcha, se lo guardó en el bolsillo, se dirigió por el pasillo hasta la puerta y salió de la sala.

– Señoría -dijo el fiscal, que se levantó en el acto-, protesto. El señor Davenport quiere convertir este juicio en un circo.

– Si resulta ser ese el caso, señor Ebden, censuraré severamente al señor Davenport en cuanto regrese.

– Señoría, ¿es esa una conducta justa para con la señora Elliot?

– Creo que sí, señor Ebden. Tal como el señor Davenport le recordó al jurado, su cliente se enfrenta a la pena de muerte, basada exclusivamente en la declaración de su principal testigo.

El fiscal volvió a sentarse y comenzó a consultar con su equipo, mientras se generalizaba la conversación entre el público. El juez comenzó a dar golpecitos con un lápiz y, de vez en cuando, echaba una ojeada al reloj colocado encima de la puerta.

Richard Ebden se levantó de nuevo y el juez pidió orden en la sala.

– Señoría, solicito que la señora Elliot pueda retirarse de la tribuna y que no responda a nuevas preguntas sobre la base de que el abogado defensor no puede continuar interrogándola, dado que se ha marchado de la sala sin dar más explicaciones.

– Aprobaré su petición, señor Ebden -el fiscal pareció encantado-, si el señor Davenport no consigue regresar en menos de cuatro minutos. -El juez le sonrió al señor Ebden, en la suposición de que ambos comprendían el significado de su decisión.

– Señoría, debo… -insistió el fiscal, pero se interrumpió al ver que se abría la puerta.

Fletcher entró en la sala y se dirigió directamente a la tribuna donde esperaba la testigo. Le entregó un ejemplar de Por quién doblan las campanas a la señora Elliot, antes de volverse hacia el juez.

– Señoría, ¿querría el tribunal comprobar el tiempo que he estado ausente? -preguntó, al tiempo que le daba el cronómetro al magistrado.

El juez Kravats paró el reloj y miró el tiempo que marcaban las agujas.

– Tres minutos y cuarenta y nueve segundos.

Fletcher volvió a dirigirse a la testigo de la acusación.

– Señora Elliot, he tenido tiempo suficiente para salir del edificio, ir hasta la biblioteca pública al otro lado de la calle, encontrar el estante de Hemingway, retirar un libro con mi tarjeta de socio y estar de regreso en esta sala con un margen de once segundos. Pero usted no tuvo tiempo para ir desde el rellano a su dormitorio, marcar el novecientos once y pedir ayuda cuando creía que su marido estaba en peligro mortal. La razón para que no lo hiciera es que ya sabía que su marido había disparado el primer tiro y tenía miedo de lo que pudiera haber hecho.

– Pero incluso si lo hubiese pensado -replicó Rebecca, sin preocuparse ya de mantener la compostura-, es solo la segunda bala la que importa, la que mató a Ralph. ¿Quizá ha olvidado que la primera bala acabó en el techo, o es que ahora insinúa que mi marido se mató a él mismo?

– No, en absoluto -manifestó Fletcher-; solo deseo que ahora le diga al jurado qué hizo cuando oyó el segundo disparo.

– Fui al rellano y vi al señor Cartwright que salía corriendo de la casa.

– ¿Y él no la vio a usted?

– No, solo miró un segundo en mi dirección.

– Creo que no fue así, señora Elliot. Creo que usted lo vio claramente cuando pasó por su lado sin hacerle caso en el pasillo.

– No pudo pasar por mi lado en el pasillo porque yo me encontraba en el rellano.

– Estoy de acuerdo en que pudo haberla visto si usted hubiese estado en el rellano -admitió Fletcher mientras volvía a la mesa y seleccionaba una fotografía; acto seguido, volvió junto a la tribuna de los testigos. Le entregó la foto a la mujer-. Como verá por esta foto, señora Elliot, no se puede ver desde el rellano a nadie que salga del despacho de su marido, camine por el pasillo y abandone la casa por la puerta principal. -Hizo una pausa para que los jurados captaran el significado de esta afirmación-. No, la verdad es, señora Elliot, que usted no se encontraba en el rellano, sino en el vestíbulo cuando el señor Cartwright salió del despacho de su marido, y si quiere que le solicite al juez un receso para que el jurado pueda visitar su casa y comprobar la veracidad de su declaración, estaré encantado de hacerlo.

– Bueno, quizá había bajado algunos escalones.

– Usted ni siquiera estaba en las escaleras, señora Elliot, ni tampoco vestía, como también declaró, una bata, sino el vestido azul que llevaba en la recepción a la que había asistido unas horas antes, que fue el motivo para que no viera el debate.

– Llevaba puesta una bata, hay una foto mía para probarlo.

– Desde luego que la hay -asintió Fletcher, que de nuevo se acercó a la mesa para buscar la fotografía mencionada-, y me complace presentarla como prueba; está marcada con el número ciento veintidós, señoría.

El juez, el equipo de la fiscalía y el jurado comenzaron a buscar en sus carpetas mientras Fletcher le entregaba su copia a la señora Elliot.

– Ya lo ve -dijo la mujer-, es tal como le dije. Estoy sentada en el vestíbulo con la bata.

– Por supuesto, señora Elliot; la foto fue tomada por el fotógrafo de la policía y nosotros hemos procedido a ampliarla para ver todos los detalles con mayor claridad. Señoría, solicito que se considere esta fotografía ampliada parte de las pruebas.

– Protesto, señoría -intervino Ebden, que se levantó en el acto-. No hemos tenido la oportunidad de ver antes esa fotografía.

– Es una prueba de la fiscalía, señor Ebden, y ha estado en su posesión desde hace semanas -le recordó el juez-. No se admite la protesta.

– Por favor, observe la fotografía cuidadosamente -dijo Fletcher mientras se apartaba de la señora Elliot y le entregaba al fiscal una copia de la fotografía ampliada. Un funcionario le entregó una a cada miembro del jurado. Fletcher volvió a mirar a Rebecca-. Por favor, dígales al jurado qué ve.

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