Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– Sé que no puedo estar en la sala, pero Patrick también está aislado, ¿no?

La última vez que Josie había pedido ir al tribunal, Alex se opuso de lleno. Esta vez, sin embargo, se sentó frente a su hija.

– ¿Tienes idea de cómo va a ser? Habrá cámaras, muchas. Y chicos en sillas de ruedas. Y padres enojados. Y Peter.

La mirada de Josie cayó en su regazo como una piedra.

– Otra vez estás intentando evitar que vaya.

– No, estoy intentando evitar que salgas herida.

– No salí herida-dijo Josie-. Por eso es por lo que tengo que ir.

Cinco meses antes, Alex había tomado la decisión por su hija. Ahora, ella sabía que Josie merecía hablar por sí misma.

– Te veré en el coche-dijo con calma. Mantuvo esa máscara hasta que Josie cerró la puerta detrás de sí; luego se encerró en el baño de arriba y vomitó.

Tenía miedo de que revivir el tiroteo, incluso a distancia, hiciera que Josie se alterase y eso retrasara su recuperación. Pero lo que más le preocupaba era que, por segunda vez, ella fuera incapaz de proteger a su hija y evitar que saliera herida.

Alex apoyó la frente contra el frío borde de porcelana de la bañera. Luego se puso de pie, se lavó los dientes y se refrescó la cara con agua. Se dio prisa para llegar al coche, donde su hija ya estaba esperando.

Como la niñera había llegado tarde, Jordan y Selena se encontraron luchando contra la multitud en los escalones del tribunal. Selena sabía que sería así, pero todavía no estaba preparada para las hordas de periodistas, las camionetas de las televisiones, los curiosos sosteniendo las cámaras de sus teléfonos móviles para captar una toma rápida del tumulto.

Jordan era hoy el villano. La gran mayoría de los espectadores eran de Sterling y, dado que Peter era trasladado al tribunal por un túnel subterráneo, a Jordan le tocaba el papel de chivo expiatorio sustitutivo.

– ¿Cómo duermes de noche?-le gritó una mujer mientras Jordan apuraba el paso por los escalones, junto a Selena. Otra sostenía un cartel que decía: «TODAVÍA HAY PENA DE MUERTE EN NEW HAMPSHIRE».

– Oh, Dios-dijo Jordan en un susurro-. Esto será divertido.

– Todo saldrá bien-respondió Selena.

Pero él se detuvo. Un hombre, de pie en los escalones, sostenía un póster con dos grandes fotos montadas una junto a otra: una de una chica y otra de una bella mujer. Kaitlyn Harvey. Selena la reconoció. Encima del cartel dos palabras: DIECINUEVE MINUTOS.

Jordan se encontró con la mirada del hombre. Selena sabía lo que él estaba pensando: que aquél podría ser él; que también él tenía mucho que perder.

– Lo siento-murmuró Jordan y Selena enroscó su brazo alrededor del de él y lo llevó otra vez a la escalera.

Sin embargo, allí había una multitud diferente. Llevaban camisetas amarillo fluorescente con las letras VAA y coreaban:

– Peter, no estás solo. Peter, no estás solo.

Jordan se acercó a ella.

– ¿Qué cuernos es esto?

– Las Víctimas de Acoso de América.

Jordan sonrió por primera vez desde que comenzó a conducir hacia el tribunal.

– ¿Y los has encontrado para nosotros?

Selena le apretó el brazo con firmeza.

– Puedes agradecérmelo después-dijo.

Su cliente parecía que fuera a desmayarse. Jordan asintió con la cabeza al asistente, que le dejó entrar en la celda en la que Peter era mantenido en el tribunal y entonces se sentó.

– Respira-le ordenó.

Peter asintió con la cabeza y se llenó de aire los pulmones. Estaba temblando. Jordan lo esperaba; lo había visto desde el comienzo en cada juicio en el que había participado. Incluso el criminal más endurecido, de repente era presa del pánico cuando se daba cuenta de que aquél era el día en que su vida estaba en la cuerda floja.

– Tengo algo para ti-dijo Jordan, y sacó un par de anteojos de su bolsillo.

Eran gruesas, con montura de carey y con un cristal de culo de botella; muy diferentes de las metálicas finitas como un cable que Peter usaba normalmente.

– No…-dijo Peter y luego su voz se quebró-: No necesito unas nuevas.

– Bueno, póntelas de todos modos.

– ¿Por qué?

– Porque nadie dejará de notarlas-contestó Jordan-. Quiero que parezcas alguien que nunca, ni en un millón de años, vería lo bastante como para dispararle a diez personas.

Las manos de Peter se enroscaron alrededor del borde metálico del banco.

– Jordan, ¿qué va a ocurrirme?

Había algunos clientes a los que había que mentirles, sólo así lograrían soportar el juicio. Pero, llegados a ese punto, Jordan pensó que Peter merecía la verdad.

– No lo sé, Peter. No tenemos un gran caso, con todas las pruebas que hay en tu contra. La probabilidad de que seas sobreseído es escasa; pero así y todo, yo haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo?-Peter asintió con la cabeza-. Lo que quiero es que intentes estar tranquilo ahí fuera. Que parezcas patético.

Peter bajó la cabeza, con la cara distorsionada. «Sí, exactamente así», pensó Jordan, y entonces se dio cuenta de que Peter estaba llorando.

Jordan se dirigió hacia la puerta de la celda. Aquél, también era un momento familiar para él como abogado defensor. Jordan normalmente dejaba que su cliente recibiera ese golpe final en privado, antes de entrar al tribunal. No formaba parte de su negocio y, a decir verdad, para Jordan, todo se reducía al negocio. Pero oía a Peter sollozando detrás de él, y en esa canción triste hubo una nota que alcanzó a tocar a Jordan en lo más profundo de su interior. Antes de que pudiera pensarlo mejor, se había dado la vuelta y estaba otra vez sentado en el banco. Pasó un brazo alrededor de Peter y sintió cómo el chico se relajaba contra él.

– Todo va a salir bien-dijo, y esperó no estar diciendo una mentira.

Diana Leven contempló la sala abarrotada y luego pidió al alguacil que apagase las luces. En la pantalla apareció un cielo azul y algunas nubes blancas, como algodón de azúcar. Una bandera flameaba al viento. Tres autobuses escolares estaban alineados en el centro de la imagen. Diana la dejó congelada, sin decir nada, durante quince segundos.

La sala estaba tan silenciosa que podía oírse el zumbido la computadora portátil del transcriptor.

«Oh, Dios-pensó Jordan-. Voy a tener que aguantar esto durante los próximos tres meses».

– Así se reía el Instituto Sterling el día seis de marzo del dos mil siete. Eran las siete cincuenta de la mañana y las clases acababan de comenzar. Courtney Ignatio estaba en clase de química, en un examen. Whit Obermeyer estaba en la oficina principal, para pedir un pase de retraso porque había tenido un problema con el coche esa mañana. Grace Murtaugh salía de la enfermería, donde había tomado un Tylenol para el dolor de cabeza. Matt Royston estaba en clase de historia con su mejor amigo, Drew Girard. Ed McCabe estaba anotando en la pizarra las tareas para la clase de matemáticas que iba a dar. A las siete cincuenta del seis de marzo, no había nada que sugiriese a ninguna de estas personas, ni a ningún otro miembro de la comunidad del Instituto Sterling, que aquél no fuera a ser sino otro típico día de escuela.

Diana presionó un botón y apareció una nueva foto: Ed McCabe, en el suelo, con los intestinos desbordándole del estómago mientras un chico lloroso apretaba con sus dos manos la herida abierta.

– Así era el Instituto Sterling a las diez y diecinueve de la mañana del seis de marzo del dos mil siete. Ed McCabe nunca llegó a dar a sus alumnos las tareas de matemáticas, porque diecinueve minutos antes, Peter Houghton, de diecisiete años, un estudiante de tercero del Instituto Sterling, irrumpió por las puertas con una mochila que contenía cuatro armas: dos escopetas recortadas, y dos pistolas semiautomáticas de nueve milímetros completamente cargadas.

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