Steve era un experto nadador. A nivel técnico, más que Stephanie. Es la pura verdad. Los entrenadores de todo el país, su propio entrenador, decía a menudo: «Frank, si consigues que el chaval se lance, nadie será capaz de alcanzarlo. El muchacho es mejor que Stephanie».
Pero le faltaba voluntad para saltar a la palestra y sufrir. Entrenarse. Nadar mil quinientos metros al día. Correr. Hacer ejercicios en pista. Levantar pesas. No estaba dispuesto a pagar aquel precio. Por consiguiente, cuando llegaba a una competición, no estaba preparado. Y lo apartaban de un codazo.
Claro que no todo el mundo sirve para lo mismo. Yo no lo respetaba menos por ello. Creo que tenía que haberlo dejado. Haberse convertido en un nadador que practica por afición.
Stephanie, sin embargo, iba a por el oro. Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Le dije a ella y a unos cuantos amigos íntimos que si se clasificaba para los Juegos Olímpicos del 84 y conseguía una medalla consideraría que mi jodida vida había sido completa.
Y me importaba un rábano que me la pegaran un minuto después. No desearía la vuelta atrás. Lo decía con toda sinceridad. En otras palabras, pongámoslo de esta forma: «Stephanie, es todo lo que deseo. Quiero verlo con mis ojos».
Le dije:
– Fue un milagro que pudiera salir del coche el día de la bomba. Consigue que yo vea que ganas la medalla de oro, Stef, y después estoy dispuesto a despedirme de todo.
Ella me entendió. Pero era joven. Era sólo eso, una niña. Había estado entrenando desde los seis años. Pues bien, nos fuimos a Austin, Texas, donde empezaban las pruebas olímpicas. Se clasificó en tres pruebas, pero durante el período de entrenamiento que precedió a lo de Austin, yo la estuve observando. Ya se sabe, soy un pronosticados Estoy acostumbrado a observar.
Y me imagino que tenía dos opciones, poco o nada, y lo poco estaba fuera de la ciudad. Los entrenadores me dijeron:
– No la desanimes, Frank. Vas a echarlo todo a perder. Ve con cuidado, Frank.
Pero yo, mientras la acompañaba a casa después de un entreno le decía:
– Tienes que entrenar más duro, Stef.
Y ella respondía:
– No sabes lo que dices, papá.
En fin, lo supe antes de ir a Austin. La prueba principal. Los cien metros braza de espalda. Mi sobrino Mark Mendelson quería venir desde Chicago pero yo le dije que no subiera al avión hasta que llegara a la final. Estuvo en O'Hare esperando comprobar si Stef se clasificaba por la mañana para la final de la tarde. Tenía que acabar entre las ocho primeras. En aquella prueba iban a participar ciento y pico de personas. Las ocho primeras pasaban a la final; las dos primeras, a los Juegos Olímpicos.
De forma que él esperó en el aeropuerto y me hizo llegar un mensaje preguntando si tomaba el vuelo o no. En el fondo, yo sabía que no tenía la menor posibilidad. Vino a mi encuentro tres cuartos de hora antes de la prueba. Dijo que el entrenador le había comentado que estaba en plena forma. Yo respondí para mis adentros: «Que le den por culo a tu entrenador, por bocazas».
Estaba jugando con ella. Estaba echando un farol. Tal vez ella conseguiría un milagro. La verdad es que en deporte no hay milagros. Es uno contra uno.
Recuerdo el tiempo que hizo. Dos segundos y medio menos de la marca que había conseguido seis meses antes, cuando se clasificó. Bajó la cabeza. Bajé la cabeza. Luego corrí hacia el teléfono y dejé un mensaje para mi sobrino, que esperaba en el aeropuerto.
– Mark Mendelson, vuelve a casa -dije.
El Zurdo también volvió a casa. La casa de Laguna Niguel, que le había costado 365.000 dólares tenía una fuente de aguas termales en la entrada, un mirador y una consola de madera exótica en el dormitorio. Pero cuando Rosenthal decidió empapelar, descubrió que era imposible pues las paredes no eran rectas, defecto que hizo también imposible la instalación de puertas con apertura electrónica, ventanas y contraventanas nuevas. Él mismo comentó por aquellos días:
La casa se tambalea, se derrumba y se hunde. Hay una inmensa grieta en el muro del fondo, incluso el encargado de los cristales ha tenido problemas porque el edificio no es sólido. Me he puesto en contacto con el contratista para comprobar si reúne los requisitos legales.
El Zurdo los llevó ante el tribunal.
Dijo que no le quedaba más remedio, pues los constructores «ya ni siquiera respondían a mis llamadas telefónicas».
De no haber estado Mike Kinz en el elevado asiento de su tractor, jamás habría reparado en el pedazo de tierra yermo. Kinz había arrendado un campo de maíz de un par de hectáreas en Enos, Indiana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste de Chicago; el maíz tenía una altura de unos diez centímetros y en unos quince días habría crecido lo suficiente como para cubrir el campo y disimular las huellas sobre el suelo que daban la impresión de que se había arrastrado algo desde la carretera hasta aquel espacio yermo, es decir, en un recorrido de unos treinta metros.
Kinz sospechó que algún cazador furtivo habría enterrado los restos del cadáver de un ciervo en el campo tras descuartizarlo y llevarse sus partes comestibles. Otras veces había sucedido. Así pues, llamó a Dave Hudson, biólogo y conservador de la fauna y guarda de caza.
Hudson estuvo media hora escarbando en la mullida y arenosa tierra hasta topar con material firme. Observó el agujero de metro y medio y en él vio un pedazo de piel blanca.
«Aparté un poco la arena -explicó Hudson-, y vi que había ropa interior.»
En una fosa de un par de metros habían arrojado dos cadáveres, uno encima del otro. No llevaban más que calzoncillos. Tenían el rostro tan desfigurado que el laboratorio del FBI no pudo examinar las huellas dactilares, cuatro días más tarde, pudieron identificarse los cadáveres como el de Anthony Spilotro, de cuarenta y ocho años, y el de su hermano Michael, de cuarenta y uno.
Anne, la esposa de Michael había denunciado la desaparición de éstos nueve días antes, y corrían rumores de que los Spilotro, quienes tenían que presentarse a juicio en unas semanas, habían desaparecido por decisión propia. Spilotro había conseguido permiso del tribunal para pasar ocho días en Chicago en visita familiar y para que su hermano dentista le arreglara la boca.
A Spilotro le esperaban unos días de gran actividad. Iban a juzgarle por el desvío de dinero del Stardust. Tendría que presentarse de nuevo a la sala por el caso del agujero en la pared; la primera vista había acabado en juicio nulo por desacuerdo del jurado a causa de un intento de soborno a uno de los miembros. Le preparaban asimismo otro juicio por violación de los derechos civiles de un testigo del gobierno al que se sospechaba que había asesinado. Su hermano Michael estaba a la espera de un juicio en Chicago pues una investigación encubierta sobre extorsiones demostró los vínculos entre el hampa y los clubs de alterne de los barrios situados al oeste de Chicago.
La consideración de Tony Spilotro en el seno de la mafia de Chicago había disminuido mucho en los últimos años. Como afirma Frank Cullotta: «Tony había llenado un montón de negativos». Y las escuchas a Spilotro acusando a algunos de sus socios, en concreto a Joe Ferriola -que se reproducían en la sala-, servían de poca ayuda. La noche del 14 de junio, cuando Michael y Tony salieron de la casa de aquél, en uno de los barrios periféricos de Chicago, Michael dijo a su esposa Anne: «Si no hemos vuelto a las nueve, es que las cosas se han complicado mucho».
La fosa se encontraba a unos seis kilómetros de una casa de campo propiedad de Joseph J. Aiuppa, ex capo de la mafia de Chicago, quien se encontraba a la sazón en la cárcel cumpliendo condena por desvío de dinero en los casinos de Las Vegas.
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