Cuando regresó al lugar aquella tarde ya no había nadie. Un guardia estaba apoyado en la garita mascando tabaco y los ahorcados seguían allí como efigies para espantar a los pájaros. Al acercarse un poco más vio que los ahorcados eran Toadvine y Brown.
Tenía muy poco dinero y pronto ya no tuvo nada pero frecuentaba todos los garitos de la ciudad, allí donde hubiera bebida o juego o gallos de pelea o trifulcas. Un joven reservado con un traje demasiado grande para él y las mismas botas destrozadas con las que había venido del desierto. De pie junto a la puerta de una taberna inmunda paseando la mirada bajo el ala del sombrero que llevaba puesto y la luz de un hachón dándole en un lado de la cara le tomaron por un prostituto y le invitaron a copas y luego lo llevaron a la trastienda. Dejó a su cliente sin sentido en un cuartucho en donde no había ninguna luz. Otros hombres lo encontraron durante sus propias sórdidas misiones y otros hombres le robaron el monedero y el reloj. Un poco más tarde alguien le quitó los zapatos.
No tenía noticias del cura y había dejado de preguntar. Una mañana a primera hora cuando volvía a su cuarto bajo una llovizna gris vio a alguien que gimoteaba en una ventana alta y subió la escalera y llamó a la puerta. Una mujer en quimono de seda le abrió y se lo quedó mirando. Detrás de ella ardía una vela sobre una mesa y junto a la ventana había un bobo sentado en un parque con un gato. El bobo se volvió para mirarle, no era el idiota del juez sino otro idiota. Cuando la mujer le preguntó qué quería él dio media vuelta sin contestar y bajó a la lluvia y al barro de la calle.
Con los dos últimos dólares que le quedaban compró a un soldado el escapulario de orejas paganas que Brown había lucido en el cadalso. Lo llevaba puesto a la mañana siguiente cuando un conductor independiente que venía del estado de Misuri le dio trabajo y lo llevaba también cuando partieron hacia Fremont a orillas del Sacramento con una caravana de carros y bestias de carga. El conductor no hizo el menor comentario sobre el collar, sintiera o no curiosidad.
Después de varios meses como empleado de la caravana dejó su puesto sin avisar. Fue de sitio en sitio. No evitaba la compañía de otros hombres. Se le trataba con cierta deferencia por haber sabido adaptarse a la vida más allá de lo que cabía esperar dada su juventud. Se había hecho con un caballo y un revólver, lo más elemental del equipo. Trabajó en distintos oficios. Tenía una biblia que había hallado en las minas y siempre la llevaba encima a pesar de que no sabía leer. Por su indumentaria frugal y oscura algunos le tomaban por una especie de predicador pero él no pretendía ser testigo de nada, ni de las cosas presentes ni de las futuras, él menos que cualquiera. Eran lugares remotos para las noticias, aquellos que visitaba, y en aquellos tiempos de incertidumbre los hombres brindaban por gobernantes ya depuestos y saludaban la coronación de reyes ya asesinados y bajo tierra. De estos fastos materiales tampoco aportaba datos y aunque era costumbre en aquel desierto detenerse ante cualquier viajero para intercambiar noticias, él parecía viajar sin noticia alguna, como si las cosas del mundo le resultaran demasiado degradantes para cambalachear con ellas, o quizá demasiado triviales.
Vio hombres asesinados con armas de fuego y con cuchillos y con sogas y vio batirse a muerte por mujeres cuya tarifa ellas mismas fijaban a dos dólares. Vio buques procedentes de la China amarrados con cadenas en los pequeños puertos y balas de té y de sedas y de especias abiertas a espada por menudos hombres amarillos que hablaban como los gatos. En aquella costa solitaria donde las empinadas rocas acunaban un mar oscuro y murmullante vio planear buitres, la envergadura de cuyas alas empequeñecía a las aves menores hasta el punto de que las águilas que chillaban más abajo parecían chorlitos o golondrinas. Vio montones de oro que apenas habrían cabido en un sombrero apostados a una sola carta y perdidos y vio osos y leones obligados a pelear a muerte con toros salvajes y estuvo dos veces en la ciudad de San Francisco y por dos veces la vio arder y nunca regresó, partiendo a caballo por la ruta del sur donde toda la noche la forma de la ciudad ardió reflejada en el cielo y ardió una vez más en las negras aguas del mar donde los delfines pasaban entre las llamas, incendio en el lago, entre maderos que caían y gritos de las víctimas. No volvió a ver más al ex cura. Del juez oía rumores en todas partes.
En la primavera del año en que cumplía los veintiocho partió con otros hacia el este por el desierto, uno de cinco hombres empleados para escoltar a un grupo de personas hasta sus hogares a medio cruzar el continente. A los siete días de viaje, llegados a un pozo en el desierto, los abandonó. No eran más que una partida de peregrinos de vuelta a casa, hombres y mujeres cubiertos ya de polvo y agotados por el viaje.
Dirigió su caballo rumbo al norte hacia los cerros peñascosos que parecían arañar el borde del horizonte y cabalgó con las estrellas en descenso y con el sol ya alto. Era una región como no había visto anteriormente y no había senda que condujera a aquellas montañas y ninguna que saliera de ellas. Pero en lo más intrincado de los peñascos encontró hombres que parecían incapaces de soportar el silencio del mundo.
Los vio por primera vez al atardecer afanándose por el llano entre los ocotes en flor que ardían en la última claridad como candelabros cornudos. Los conducía un pitero que iba soplando una caña seguido de una ruidosa procesión de panderetas y matracas y hombres desnudos hasta la cintura con hábito y caperuza negros que se flagelaban con látigos de yuca trenzada y otros que llevaban sobre la espalda descubierta grandes fardos de cholla y uno que iba atado a una cuerda y era zarandeado por sus compañeros y un encapuchado que portaba una gruesa cruz de madera sobre el hombro. Todos ellos iban descalzos y dejaban un rastro de sangre entre las rocas y los seguía una tosca carreta en la que viajaba un esqueleto de madera tallada que iba dando tumbos y sostenía al frente un arco y una flecha. Compartía su carreta con un montón de piedras y progresaban a trancas y barrancas por las rocas del camino, tirados por cuerdas atadas a la cabeza y los tobillos de los portadores y acompañados por un grupo de mujeres que sostenían pequeñas flores del desierto o antorchas de sotol o fanales primitivos de hojalata perforada.
Esta atribulada secta atravesó lentamente el terreno al pie del risco donde estaba el viajero y avanzó por el abanico de piedras desprendidas de un barranco que había más arriba y en medio de un estrepitoso concierto de gemidos y de flautas pasó entre los muros de granito hacia la parte alta del valle y desapareció en la oscuridad que ya se cernía dejando únicamente un rastro de sangre, como los heraldos de una catástrofe innombrable.
Vivaqueó en una quebrada y él y el caballo se tumbaron juntos y el viento seco del desierto no dejó de soplar durante la noche y era un viento casi silencioso pues entre aquellas rocas no había resonancia. Al alba contemplaron la luz nueva en el este y luego él ensilló al caballo y lo guió sendero abajo atravesando una garganta donde encontró una cisterna metida en una pendiente de cantos rodados. El agua reposaba en sitio oscuro y las piedras estaban frecas y bebió y recogió agua con el sombrero para el caballo. Luego lo guió por la brida hacia la cresta y siguieron adelante, el hombre observando la planicie que se extendía al sur como al norte las montañas y el caballo chacoloteando detrás.
Al poco rato el caballo empezó a agitar la cabeza y en seguida ya no quiso andar. El se quedó con el ronzal en la mano y estudió la región. Entonces vio a los peregrinos. Estaban desperdigados más abajo en un barranco, muertos y rodeados de sangre. Cogió su rifle y se agachó a la escucha. Llevó el caballo hasta la sombra de la pared de roca y lo ató y empezó a descender por las rocas.
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