Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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Se quedaron quietos y en silencio. El ex cura se incorporó un poco y echó un vistazo. Luego miró al chaval. El chaval bajó el percutor de la pistola.

No volverás a tener una oportundiad como esta.

El chaval se guardó la pistola en el cinto y se puso de rodillas y echó un vistazo.

¿Y ahora qué?

El chaval no respondió.

Estará esperándonos en el siguiente pozo.

Que espere.

Podríamos volver al riachuelo.

¿Y qué haríamos?

Esperar a que pase algún grupo.

¿De dónde van a venir? No hay ninguna barcaza.

Pero hay animales que van a abrevar allí.

Tobin estaba mirando entre los huesos y los pellejos. Al ver que el chaval no decía nada levantó la vista. Volvamos allá, dijo.

Me quedan cuatro balas, dijo el chaval.

Se levantó y dirigió la vista hacia el terreno barrido por el viento y el ex cura se incorporó y miró también. Lo que vieron fue al juez que regresaba.

El chaval maldijo y se tumbó en el suelo. El ex cura se agachó. Se metieron en el bañadero y con la barbilla apoyada en la arena como lagartos vieron pasar de nuevo al juez por delante de ellos.

Con el tonto atraillado y su equipaje y el parasol inclinado contra el viento como una gran flor negra pasó entre los pecios y siguió hasta lo alto del esker de arena. Una vez arriba dio media vuelta y el imbécil se acuclilló junto a él y el juez bajó el parasol y dirigió la palabra al vacío que le rodeaba.

El cura te ha metido en esto, chico. Sé que tú no te esconderías. Sé también que no tienes madera de asesino común. He pasado dos veces frente a tu punto de mira y lo haré una tercera vez. ¿Por qué no te dejas ver?

Ni asesino, gritó el juez, ni partisano tampoco. En tu corazón hay un punto defectuoso. ¿Creías que no me daba cuenta? Tú fuiste el único que te amotinaste. Fuiste el único que guardaste en tu alma un poco de clemencia para con los paganos.

El imbécil se irguió y se llevó las manos a la cara y gimoteó extrañamente antes de volverse a sentar.

¿Crees que he matado a Brown y a Toadvine? Están vivos como tú y yo. Vivos y en posesión de los frutos por ellos elegidos. ¿Lo entiendes? Pregúntale al cura. El cura lo sabe. El cura no miente.

Levantó el parasol y se ajustó sus bultos. Quizá, gritó, quizá hayas visto este lugar en sueños. O que vendrías a morir aquí. Luego bajó del esker y pasó una vez más por el osario guiado por el tonto hasta quedar ambos temblorosos e insustanciales en el calor que despedía la arena y después desaparecieron por completo.

Habrían muerto si los indios no les hubieran encontrado. Durante la primera parte de la noche habían tenido a Sirio a su izquierda en el horizonte del suroeste y a la Ballena vadeando el vacío allá arriba y a Orión y Betelgeuse girando sobre sus cabezas y habían dormido acurrucados y tiritando en la oscuridad de la llanura para despertar con e1 cielo totalmente cambiado y las estrellas que les habían servido de guía ausentes del firmamento, como si su sueño hubiera comprendido estaciones enteras. En el amanecer castaño rojizo vieron a los salvajes semidesnudos agachados o de pie todos en hilera sobre un promontorio más al norte. Se levantaron y siguieron adelante, tan largas y estrechas sus sombras levantando con cómica cautela cada una de sus delgadas piernas articuladas. Al oeste las montañas se veían blancas contra el despuntar del día. Los aborígenes avanzaron por la arista de arena. Al poco rato el ex cura se sentó y el chaval se quedó de pie con la pistola en la mano y los salvajes bajaron de las dunas y a intervalos se fueron aproximando por el llano como trasgos pintados.

Eran diegueños. Iban armados con arcos cortos y rodearon a los viajeros y se arrodillaron y les dieron a beber agua de una calabaza. Habían visto otros peregrinos y en peores condiciones que aquellos. Vivían a duras penas de aquella tierra y sabían que nada salvo una persecución implacable podía dejar a un hombre en tan lamentable estado y cada día esperaban ver aquella cosa salir de su terrible incubación en la casa del sol y agruparse en el borde del mundo oriental y que fueran ejércitos, plagas, pestilencias o algo innombrable ellos seguían esperando con extraña ecuanimidad.

Condujeron a los refugiados al campamento que tenían en San Felipe, una serie de chozas de cañas de tosca factura donde se alojaba una población de inmundas e indigentes criaturas vestidas en su mayoría con las camisas de algodón de los argonautas que por allí habían pasado, camisas y nada más. Les pusieron delante un estofado caliente de lagartos y ratones servido en cuencos de arcilla y una especie de piñole hecho de saltamontes secos y machacados y se acuclillaron con gran solemnidad para verlos comer.

Uno de ellos alargó la mano y rozó la culata de la pistola que el chaval llevaba al cinto y la retiró otra vez. Pistola, dijo.

El chaval siguió comiendo.

Los salvajes asintieron a cabezadas.

Quiero mirar su pistola, dijo el hombre.

El chaval no respondió. Cuando el otro hizo ademán de coger el revólver el chaval le interceptó la mano y se la apartó. Al momento el hombre lo intentó de nuevo y el chaval volvió a apartarle la mano.

El hombre sonrió. Hizo un tercer intento. El chaval se puso el cuenco entre las piernas y sacó la pistola y la montó y apoyó la boca del cañón en la frente del hombre.

Se quedaron muy quietos. Los demás observaban sin perder detalle. Al poco rato el chaval bajó la pistola y la desamartilló y se metió el arma por el cinto y cogió el cuenco para seguir comiendo. El hombre señaló a la pistola y habló a sus amigos y ellos asintieron y se quedaron sentados como antes.

¿Qué les pasó a ustedes?

El chaval observó al hombre con sus ojos oscuros y hundidos por encima del cuenco.

El indio miró al ex cura.

¿ Qué les pasó a ustedes?

El ex cura, con su negra y apelmazada gorguera, giró completamente el torso y miró al que había hablado. Luego miró al chaval. Estaba comiendo con los dedos y se los chupó y se los secó en la mugrienta pernera de su pantalón.

Los yumas, dijo.

Tragaron aire y chascaron las lenguas.

Son muy malos, dijo el portavoz.

Desde luego.

¿No tienen compañeros?

El chaval y el ex cura se miraron.

Sí, dijo el chaval. Muchos. Señaló vagamente hacia el este. Llegarán. Muchos compañeros.

Los indios recibieron la noticia sin inmutarse. Una mujer les trajo más piñole pero llevaban demasiados días sin comer para tener apetito y rechazaron el ofrecimiento.

Por la tarde se bañaron en el arroyo y durmieron en el suelo. Al despertar estaban siendo observados por un grupo de niños desnudos y unos cuantos perros. Cuando pasaron por el campamento vieron a los indios sentados en una repisa de roca contemplando incansablemente la tierra que se extendía al este por lo que de allá pudiera venir. Nadie les mencionó al juez y ellos no preguntaron. Fueron escoltados por los perros y los niños hasta el límite del campamento y tomaron el camino que subía por unas colinas bajas en donde el sol empezaba a ponerse.

Llegaron a Warner’s Ranch la tarde siguiente y recobraron fuerzas en las termas sulfurosas que allí había. No se veía un alma. Siguieron adelante. Hacia el oeste la región era ondulada y herbosa y al fondo había montañas que llegaban hasta la costa. Aquella noche durmieron entre cedros enanos y por la mañana la hierba estaba helada y pudieron oír cantos de pájaros que parecían un ensalmo contra las plomizas playas del vacío de donde acababan de subir.

Todo aquel día remontaron un valle alto poblado de yucas y rodeado de picos graníticos. Por la tarde bandadas de águilas pasaron frente a ellos remontando el desfiladero y en las herbosas terrazas pudieron ver las siluetas enormes de unos osos paciendo como reses en un brezal alto. Quedaban bolsas de nieve al abrigo de los resaltos de piedra y por la noche nevó ligeramente. La niebla avanzaba en escollos por las pendientes cuando partieron tiritando al amanecer y vieron en la nieve reciente las huellas de los osos que habían bajado a oler el viento antes de que clareara.

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