Cormac Mcarthy - Meridiano de sangre

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Meridiano de sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Estamos en los territorios de la frontera entre México y Estados Unidos a mitad del siglo XIX. Las autoridades mexicanas y del estado de Texas organizan una expedición paramilitar para acabar con el mayor número posible de indios. Es el llamado Grupo Glanton, que tiene como lider espiritual al llamado juez Holden, un ser violento y cruel, un hombre calvo, albino, sin pestañas ni cejas. Nunca duerme, le gusta tocar el violín y bailar. Viola y asesina niños de ambos sexos y afirma que nunca morirá. Todo cambia cuando los carniceros de Glanton pasan de asesinar indios y arrancarles la cabellera a exterminar a los mexicanos que les pagan. Se instaura así la ley de la selva, el terreno moral donde la figura del juez se convierte en una especie de dios arbitrario.

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El juez gritó hola, la voz venía del oeste. Como si nuevos jinetes hubieran llegado al riachuelo y el juez se dirigiera a ellos.

El chaval se quedó escuchando. No había más jinetes. Al poco rato el juez llamó de nuevo. Sal de ahí, dijo. Hay agua suficiente para todos.

El chaval se había pasado el cebador a la espalda para que no se le mojara y esperó con la pistola a punto. Más arriba los caballos habían dejado de beber. Luego volvieron a hacerlo.

Cuando pasó al otro lado del riachuelo encontró las huellas de manos y pies dejadas por el ex cura entre el rastro de gatos y zorros y pequeños cerdos del desierto. Penetró en un claro de aquel absurdo osario y se sentó a la escucha. Su vestimenta de piel pesaba rígida por el agua y la pierna le dolía mucho. Una cabeza de caballo apareció chorreando agua por el hocico a unos cuatro metros y se perdió de vista. Cuando el juez volvió a gritar, su voz sonó en un sitio nuevo. Llamaba para que hicieran las paces. El chaval se quedó mirando una pequeña caravana de hormigas que serpenteaba entre el costillar de una oveja. Mientras eso miraba sus ojos se toparon con los de una pequeña víbora enroscada bajo un faldón de pelleja. Se secó la boca y siguió avanzando. Las huellas del ex cura terminaban en un callejón sin salida y volvían atrás. Se tumbó a la escucha. Faltaban horas para que oscureciese. Al cabo de un rato oyó que el idiota sollozaba entre las osamentas.

Oyó soplar el viento del desierto y oyó su propia respiración. Cuando alzó la cabeza para mirar vio al ex cura tambaleándose entre los huesos y sosteniendo en alto una cruz que había hecho con unas tibias de carnero atadas con tiras de piel y esgrimía aquella cosa ante él como un zahorí loco en la desolación del desierto, hablando en voz alta y en una lengua extinta y extranjera a la vez.

El chaval se incorporó sujetando el revólver con las dos manos. Giró en redondo. Vio al juez y el juez estaba en otro sitio completamente distinto y tenía el rifle apoyado ya en el hombro. Cuando sonó el disparo Tobin giró en la dirección de donde había venido y se sentó sin soltar la cruz. El juez dejó el rifle y agarró otro. El chaval trató de equilibrar el cañón del arma y disparó y luego se tiró a la arena. La gruesa bala del rifle pasó sobre su cabeza como un asteroide y traqueteó y se abrió paso entre los huesos desplegados en la pequeña elevación de terreno que había más allá. Se puso de rodillas y buscó al juez pero el juez no estaba donde antes. Volvió a cargar la cámara vacía y empezó a arrastrarse sobre los codos hacia el lugar en donde había visto caer al ex cura, orientándose por el sol y parando de vez en cuado para escuchar. El suelo estaba hollado por las pisadas de los depredadores que venían del llano en busca de carroña y el viento que se colaba por las brechas traía consigo un hedor acre a trapo de cocina rancio y el único sonido era el del viento.

Encontró a Tobin arrodillado en el riachuelo limpiándose la herida con un trozo de tela arrancado de su camisa. La bala le había atravesado el cuello. Por muy poco no había tocado la arteria carótida pero aun así el ex cura no podía parar la hemorragia. Miró al chaval que estaba agazapado entre las calaveras y los costillares.

Tienes que matar a los caballos, dijo. Es tu única posibilidad de salir de aquí. De lo contrario te alcanzará.

Podríamos apoderarnos de los caballos.

No digas tonterías. ¿Qué otro cebo tiene Holden? Podemos escapar tan pronto anochezca.

¿Acaso crees que no se hará nunca de día?

El chaval le miró. No para de sangrar, ¿eh?, dijo. No.

¿Tú qué opinas?

Que tengo que parar la hemorragia.

La sangre se le escurría entre los dedos.

¿Dónde está el juez?, dijo el chaval.

Eso me pregunto yo.

Si le mato podemos coger los caballos.

No lo conseguirás nunca. No seas tonto. Mata a los caballos.

El chaval levantó la cabeza y miró hacia el riachuelo arenoso.

Vamos, muchacho.

El chaval miró al ex cura y los lentos borbotones de sangre caían al agua como capullos de rosa y allí se volvían pálidos. Se alejó riachuelo arriba.

Cuando llegó al punto en donde los caballos habían ido a beber vio que ya no estaban. La arena del lado por el que se habían ido estaba todavía húmeda. Reptó por la arena apoyándose en el pulpejo de las manos, con la pistola al frente. Pese a sus precauciones se topó, sin haberle visto, con el idiota que le observaba.

Estaba sentado inmóvil en un emparrado de huesos con la luz del sol estarcida sobre su cara ausente y observaba como un animal salvaje en mitad del bosque. El chaval le miró y luego pasó de largo siguiendo el rastro de los caballos. El cuello desarticulado giró lentamente y la quijada tonta babeó. Cuando volvió la vista atrás el idiota seguía mirándole. Tenía las muñecas apoyadas al frente en la arena y aunque su cara carecía de expresión se hubiera dicho que le abrumaba una gran aflicción.

Cuando vio a los caballos estos se encontraban en una elevación de terreno más arriba del riachuelo y miraban hacia poniente. Se agazapó estudiando el terreno. Luego avanzó por el lecho desecado y se sentó de espaldas a los salientes de hueso y montó el arma y descansó con los codos apoyados en las rodillas.

Los caballos le habían visto salir del lecho y le estaban observando. Cuando oyeron el ruido del percutor aguzaron las orejas y empezaron a andar hacia él. Disparó al pecho del que iba delante y el animal cayó de bruces y quedó respirando con dificultad y echando sangre por las ventanas de la nariz. El otro se detuvo sin saber qué hacer y el chaval montó de nuevo la pistola y disparó cuando el caballo giraba. Salió trotando por las dunas y el chaval disparó otra vez y las patas delanteras se doblaron y el caballo cayó hacia delante y rodó de costado. Levantó una vez la cabeza y luego quedó inmóvil.

Se puso a escuchar. Nada se movía. El primer caballo yacía tal como había caído, la arena oscureciéndose de sangre en torno a su cabeza. El humo se perdió arroyo abajo y perdió densidad y se desvaneció. Regresó por el lecho y se agazapó bajo las costillas de un mulo muerto y recargó la pistola y luego continuó hacia el riachuelo. No lo hizo por donde había venido y no vio otra vez al idiota. Cuando llegó al agua bebió y se empapó la pierna y se tumbó a escuchar como antes.

Tira la pistola ahora mismo, dijo el juez.

Se quedó de una pieza.

La voz no estaba ni a dos metros de él.

Sé lo que has hecho. El cura te ha sorbido el seso, lo consideraré un atenuante tanto del acto como de la intención. Igual haría con cualquier hombre que se hubiera equivocado. Pero queda el asunto de los daños a propiedad ajena. Tráeme esa pistola.

El chaval se quedó quieto. Oyó que el juez caminaba por el riachuelo. Se puso a contar en voz baja sin moverse y cuando el agua llegó turbia hasta él dejó de contar y soltó en la corriente una brizna de hierba seca y la empujó corriente abajo. Volvió a contar y llegado el mismo número la brizna apenas se había perdido entre los huesos. Se apartó del agua y miró al sol y empezó a retroceder hacia donde había dejado a Tobin.

Encontró las huellas del ex cura todavía húmedas donde se había apartado del riachuelo y su avance señalado por manchas de sangre. Siguió por la arena hasta al sitio en donde el ex cura había girado sobre sí mismo y ahora le hablaba en voz baja desde su cobijo.

¿Los has matado, muchacho?

Levantó una mano.

Sí. He oído los tres disparos. Al tonto también, ¿verdad?

El chaval no respondió.

Buen chico, dijo el ex cura. Se había envuelto el cuello con la camisa y estaba desnudo hasta la cintura y miró hacia el sol agachado entre aquellas rancias estacas. Las sombras se alargaban sobre la arena y en esa sombra los huesos de las bestias que allí habían perecido formaban un curioso conglomerado de armaduras mutiladas sobre la arena. Tenían casi dos horas hasta que anocheciera y así lo dijo el ex cura. Permanecieron bajo el cuero apergaminado de un buey muerto y escucharon al juez que les hablaba a voces. Enumeró puntos de jurisprudencia, citó casos. Comentó sobre las leyes relativas a los derechos de propiedad en materia de bestias mansuetas y aludió a casos de muerte civil en la medida en que los consideraba pertinentes dada la corrupción de sangre por parte de los anteriores, y criminales, propietarios de los caballos que ahora yacían muertos. Luego habló de otras cosas. El ex cura se inclinó hacia el chaval. No le escuches, dijo.

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